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Antón Castro

FÉLIX TEIRA: UN DIÁLOGO SOBRE 'EL ÚLTIMO SOL' (FUNAMBULISTA)

[Félix Teira Cubel presentaba hace algunos días su nueva novela: ‘El último sol’ (Funambulista). Aquí explica algunas de sus claves el autor de Belchite.]


 -¿Qué lugar ocupa la pintura en tu pasado, en tu formación?

La pintura siempre ha sido una pasión. ¿Quién no queda turbado la primera vez que ve un Van Gogh o un Zabaleta? De joven, aunque carezco de técnica, pinté algo. Los pintores me fascinan porque intentan extraer un paisaje o una persona de la corriente del tiempo, hacerlos inmortales. Inocencio X, de Velazquez, con su expresión taimada, nunca envejecerá.

-¿Cómo surgió el libro, qué ideas, imágenes o reflexiones te planteaste?

Esta novela es una vieja idea que siempre dejas para el final, hasta que un día se impone y brota incontenible. Se dice que los novelistas mejoramos con el colesterol, las canas y la edad. Al menos es una bonita mentira que nos contamos para justificarnos. Desde luego es una novela de madurez, donde sopesas qué es lo importante en la vida… ¿De madurez o de vejez? Ja, ja.

-¿Te habías planteado una novela sobre el adiós del mundo, sobre la enfermedad y el regreso al paraíso del ayer?

¿Y quién no se ha planteado esa reflexión? Algunos la escriben, como Julian Barnes, otros la relegan por incómoda… El paraíso de la niñez gana presencia conforme vamos cumpliendo años.

-También me ha parecido una novela sobre la amistad...

El personaje repasa su vida y se da cuenta de que el amor, la amistad y la pintura ha sido la trilogía que ha marcado su existencia. Nada habría sido igual si aquel muchacho de ciudad, que se convertiría en su amigo del alma, no hubiera llegado a la aldea a los doce años. Le abrió caminos, le contagió aficiones y le descubrió la pintura. Y esa amistad sigue siendo un abrigo y un desgarro, porque ambos aman a la misma mujer.

-¿Cómo te has planteado algunos asuntos como la vocación y la renuncia? Al fin y al cabo Pablo Monfort se negó en un determinado momento a seguir su camino...

Monfort, el protagonista, está obsesionado con la pintura pese a los reiterados fracasos. Su obstinación le lleva a olvidar incluso a la familia, por lo que él mismo comprende que ha sido un mal hijo, un esposo egoísta y un mal padre. A veces la vocación de los genios se convierte en una ceguera que los conduce al abismo.

-Ayer comenté ‘Qué verde era mi valle’ en Calatayud. Hay un personaje muy complejo: la hija. Aquí la hija también es muy compleja o el desencadenante de  diversas historias y tensiones.

Elena ama tanto como odia a su padre, y estos sentimientos contrapuestos la destrozan. Odia al padre colérico que apartó a la esposa de su lado. A la vez, vigila cariñosamente al padre enfermo, empeñado en retirarse a la aldea donde nació, y de esta vigilancia va a surgir un sentimiento que cambiará su vida.

-Aunque la verdadera intrusa es Martine... ¿Por qué has caracterizado así a este personaje?

Dicen que las mujeres tienen en mente a su hombre ideal, al príncipe azul. Desde luego Martine es la mujer ideal: apasionada, bellísima, entregada al amor, el soporte de la vocación de su marido... Y sorda. Aunque esta discapacidad le da fuerza para abordar la vida. Martine es uno de los ejes de la novela porque los dos amigos, desde la adolescencia, están enamorados de ella. La locura de este triángulo amoroso, que se mantiene hasta el final, centra el argumento.

¿Qué le debe esta novela al paisaje? ¿Has querido decir algo sobre eso?

Al paisaje de la niñez. A veces se cree que la cultura es mayoritariamente libresca, pero hay una cultura por inmersión y vivencias. Es mi caso es una cultura rural, que aquí he revivido: el mundo de las caballerías, la dureza del campo, la seducción del olivar… El protagonista, al repasar su vida, revisa los últimos cincuenta años del país. Y comienzan en aquella España arcaica y en trance de desaparición, cuyo representante en la novela es Ramiro.

Es una novela con mucho diálogo. ¿Te ha resultado cómodo, diría que es muy deliberado, claro?

Siempre he prestado oído al habla de la calle, tanto en las novelas juveniles como en las de adultos. Elena, la hija del protagonista, habla por Skype con el médico que ha enviado a la aldea. La manera de hablar dice más de un personaje que una descripción prolija. Además, la introducción de capítulos alternos totalmente dialogados aligeran y dan frescura a la narración.

¿Qué pintor sería Monfort y cómo has hallado sus fotos?

Monfort es un pintor nacido a mediados de los cincuenta, y es pintor de su tiempo. Casi lo definirían los pintores que él mismo cita en la novela: Canogar, Genovés, Antonio López, Hockney… Aunque lo fascina la manera de dibujar de Caravaggio. Al editor y a mí nos sorprenden los cuadros que hemos visto de Pablo Monfort.

-¿Qué novelas tenías en la cabeza? ¿Has pensado en alguna?

Cada novela que lees y que te impresiona, te influye. Esta podría tener alguna similitud, por el ambiente rural, con La lluvia amarilla o con Allá lejos y tiempo atrás, de Hudson, donde evoca su niñez en Argentina. Pero procuro no leer ninguna novela poderosa mientras estoy en plena creación, porque un estilo enérgico se contagia. Cuando escribo novela, leo ensayo.

 ¿Qué ha sido de aquel Félix Teira contestatario, de denuncia, incluso rabioso? ¿Te contienes o buscas otras cosas en la literatura?

Ah, ¿y quién no está lleno de contradicciones? Tan enriquecedoras, por cierto. No, no ha muerto la vena de literatura social. Es cierto que hasta ahora he escrito tomándole el pulso a mi sociedad. Cuando empezó el fenómeno de Le Pen escribí La ciudad libre, al estallar la crisis narré el malestar en laciega.comEl último sol es diferente, incluso he serenado la prosa. Pero ya he vuelto a las andadas, estoy escribiendo una nueva novela sobre estos tiempos convulsos: ‘Brexit’, Trump…



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