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Antón Castro

'MERCADO CENTRAL', HOY: LABORDETA RETRATA A FÉLIX ROMEO

Esta tarde, a las 20 horas, en la librería Los Portadores de Sueños, el poeta y editor Fernando Sanmartín presentará el libro póstumo de José Antonio Labordeta ‘Mercado Central’, publicado por Xordica e ilustrado por Luis Grañena. En el acto, podrán verse las caricaturas y estarán muchos de los retratados por Labordeta: Miguel Mena, Luis Alegre, Cristina Grande, Javier Gómez de Pablos, Fernando Ferreró, Eloy Fernández Clemente, el editor Chusé Raúl Usón, Emilio Gastón, José Luis Cano, Mariano Gistaín, etc. Se trata de un libro de retratos, de recuerdos y, muy especialmente, de pequeñas ficciones en torno a los personajes. Para mí uno de los valores del libro es Labordeta como creador de ficciones, de relatos, de historias entre surrealistas, delirantes, afectuosas e impregnadas de somardería. Luis Alegre es el gran cómplice de Penélope y el hombre que besa con mejor sentido musical; Miguel Mena encarna la poesía, el sol y las estaciones del Moncayo; Pepe Melero es bibliófilo y devorador de libros y Félix Romeo es, sencillamente (además del hijo varón que le nació de la historia de amor de Félix y Carmen), un auténtico tsunami. He aquí el texto de José Antonio Labordeta sobre Félix Romeo Pescador (1968-2011).

FÉLIX ROMEO PESCADOR

 

Por José Antonio LABORDETA. De 'Mercado Central' / Xordica

 

El cielo luminoso de la ciudad se cubría, poco a poco,

de nubes rasgadas, sangrientas, amenazantes y, al mismo

tiempo, esperanzadoras y jolgoriosas. Eran el anuncio

de algo que en meteorología no habían encontrado la

razón:

–Es un tifón –comentó sudoroso el Delegado del

Gobierno, actual virrey democrático, pero virrey al fin.

–Es un huracán de nivel dos –aseguró el consejero

de Medio Ambiente.

–De nivel cuatro –murmuró realmente asustado el

jefe del Servicio Nacional de Meteorología que no tenía

ni idea de por dónde podían venir los tiros, y los troyanos.

Porque algo de La Ilíada se percibía en el lejano y

quejumbroso sonido de las páginas eternas suscribiendo

sus pasajes de forma estentórea.

–En ese caso sería más bien un huracán –comentó el

joven licenciado en artes gráficas.

El Capitán General, que siempre llegaba tarde, anunció,

tras el toque de «generala» por sus cornetas de número

«que ya las fuerzas de tierra, mar y aire estaban

dispuestas para enfrentarse a esta especie de arrebol

subcutáneo que empezaba a recorrer a todos los habitantes

de la gloriosa Salduba –detalle de cultura histórico-

estratégica– y que en cualquier momento podía

detener la luz tambaleante de un sol un tanto frígido y

escondido».

Durante un buen rato, y mientras esperaban al señor

arzobispo para atacar con fruición el chocolate con

picatostes que las encargadas del refrigerio habían preparado

en el Ayuntamiento, siguieron las divagaciones

cada vez más certeras y puntualizadoras viendo cómo

la luz se refrigeraba en su propia lejanía y los versos de

El alcalde de Zalamea se caían a chorros por la vertiente

penúltima del Ebro, río padre y madre del envite.

–Este escándalo astral –denunciaba el señor arzobispo

revestido de las mejores pompas judeo-cristianas–

es cosa de algún cultureta que anda intentando

revertir en desorden lo que es el orden natural –dijo su

eminencia mientras machacaba con su dentadura postiza

los picatostes del chocolate espeso.

Durante un buen rato, y por el espesor del chocolate

a la española, las autoridades se quedaron amodorradas

hasta que el pueblo, entre jubiloso, temeroso y escrupuloso,

empezó a reclamar «¡manos a la obraaa!» de una

vez por todas. Y los jefes convocaron –que es lo que se

hace siempre– una rueda de prensa en la sala de ídem

del Servicio Español de Meteorología. Y allí se fueron

todos y entre isobaras, bajas presiones y altas, barómetros

desencajados y encajados, se prepararon para dar

la rueda de prensa. Pero pasó casi una hora y ningún

medio de comunicación, local, provincial o regional,

acudió y el nerviosismo comenzó a saturar los bajos de

la sotana del señor arzobispo, envejeció a los cornetas

y el Gobernador Civil, ahora Delegado del Gobierno,

pero en realidad Virrey, reclamó su caballo blanco e intentó

salir a la calle.

Un vocerío sin sentido lo detuvo: «¡Es el huracán!

¡Se ha llevado todas las enciclopedias Espasa que todavía

perviven en las estanterías de las viejas librerías! ¡Ha

roto las obras de Pemán! ¡Y los Larousses completos!

¡Y una enciclopedia de Planeta! ¡Y a los últimos premios

de ídem! ¡Ha desangrado a los poetas bicéfalos!

¡Ha dejado desabastecidos los textos de Marx, de Lenin

y de otros vaticinadores de futuro como San Pablo y las

cartas a los creyentes!».

El aire furo convertía a los incrédulos en crédulos, a

los indiscretos en discretos, a los imbéciles en béciles y

a los agoreros en goreros solo.

La tensión entre las autoridades iba en aumento: para

pacificarse abrieron unas botellas de cava y un aire frígido

se las llevó por los cielos. Solo champán, dijo una

voz perdida entre los cirros, los cúmulos limbos y la

tormenta granítica que anunciaban se iba a tumbar sobre

la vieja ciudad destornillada.

Atraviesan el aire, de modo radical, libros de poetas

artificiales y artificiosos, se golpean contra las paredes

todos los libros de eso que dicen es literatura histórica

y sus hojas, al desparramase por el suelo, derrochan un

nefasto mal olor que hacen que nuestro señor arzobispo

pierda el anillo episcopal y la mula blanca se desencaje

entre saturadas muchedumbres agolpadas a la verja del

santuario de los viejos feligreses.

Todo el cielo es un cúmulo de hojas de periódicos,

de saturadas revistas de relatos nefastos y de libros de

cocina harapienta. Alguien comenta: «Este aire está

limpiando el bodrio de los libros que nunca deberían

leerse, de los periódicos representativos del harapiento

mundo de la falsedad y de revistas apocalípticas que se

saturan de noticias falsas para conseguir que el último

hijo de Adán se vista con la moda francesa».

–¡Es un tifón! –grita desesperado el Delegado.

–Es un huracán –asegura el de la Meteorología.

–Es un acto castrense para limpiar de bodrios todas

las bibliotecas atosigadas.

–Es como un acto celeste de pureza aunque veo que

todos los ejemplares que vuelan por el aire son de nuestros

autores favoritos –se queja su eminencia.

–Fíjese: por ahí va Camino y todas sus ediciones.

–Y de tantos y tantos que no nos da tiempo a aseverar

qué es lo que está pasando.

–Creo –dice al final un sargento de la Guardia Civil–

que esto es un tsunami y que tiene nombre y dos

apellidos.

Gesto de asombro por parte de toda la fauna.

–Se llama Félix Romeo Pescador.

–¡Él! –exclama el Delegado, y perplejo devuelve el

anillo episcopal al obispo–, esto es castigo de Dios, por

leer lo que leemos.

La figura de Félix, remarcada al fondo del horizonte

del poniente zaragozano, contra la mole del Moncayo,

gritó hasta descerrajar los cielos quejumbrosos: ¡Leer a

Cervantes, rediós, y desfondaros por los últimos verdaderos

valores que son los que os voy a señalar!

Y al igual que en Babilonia, en la última cena del rey

Baltasar, en las paredes férreas del campo de fútbol de

La Romareda fueron apareciendo los nombres de los

autores señalados, mientras la voz poderosa de Romeo

Pescador anatematizaba a todo el bodrerío suculento.

Las aguas del Mediterráneo se llenaron de páginas

y páginas inútiles empujadas por el cierzo mientras alguien

recitaba aquel verso de Luciano Gracia que decía:

«ciudad mía, ciudad del viento». El ideario de los poetas

trashumantes se había hecho realidad gracias al gesto

airado de ese muchachón desempolvado y un tantico

agreste y socarrón.

 

2 comentarios

Miguel Cárpatos -

He leido este capítulo. Corro a comprar el libro. ¿Habla de los sinvergüenzas de la Walthon?

Elías -

Un libro delicioso. Acabo de terminar su lectura; lectura que no ha hecho más que reafirmar mi opnión sobre la bonhomía del autor.
Y un gesto elegante por tu parte el no citar tu nombre entre los retratados por Labordeta.


Un abrazo para todos.