PEPE MELERO: PRÓLOGO A 'MERCADO CENTRAL' DE JOSÉ A. LABORDETA
PRÓLOGO A ‘MERCADO CENTRAL’
Por José Luis MELERO RIVAS*
Mercado Central es el único libro completo y preparado
para la imprenta que permanecía inédito de José
Antonio Labordeta, ya que de la novela que había comenzado
en los últimos meses, basada en un crimen
que se cometió en su juventud en la zaragozana calle de
Boggiero, en el corazón del barrio de San Pablo, apenas
llegó a escribir un puñado de folios. Este Mercado Central
lo dejó cerrado y terminado un par de años antes
de morir, pero la edición de sus dos últimos libros de
memorias (Memorias de un beduino en el Congreso de
los Diputados en febrero de 2009, y Regular, gracias a
Dios en mayo de 2010) fue demorando su salida y retrasó
hasta hoy su publicación.
El libro contiene un conjunto de semblanzas, humorísticas
a veces, distorsionadas muchas veces y caricaturizadas
siempre, de algunos de sus mejores amigos. Las
escribió muy rápidamente, quizá en dos o tres meses, y,
con excepción de unas pocas que me entregó en papel
dentro de un estuche o carpeta, con el título definitivo
ya puesto, me las fue enviando a casa, por correo
electrónico, una por una, conforme las iba redactando.
Temía que pudiera exagerar demasiado algunos de los
rasgos de sus amigos, que alguno de estos pudiera molestarse,
y quería que las fuera leyendo para tener la
certeza de que aquellos daguerrotipos divertidos, surrealistas
y disparatados, pero siempre cálidos y amables,
podían acabar convirtiéndose en un libro que bien
podría completar aquel otro de Los amigos contados
que publicara en 1994 en edición no venal preparada
por Félix Romeo y auspiciada por la zaragozana Librería
General, y que sería reeditado por Xordica en
2002. Incluso contempló en alguna ocasión, para reforzar
ese hilo de continuidad entre ambos libros, la
posibilidad de titular este último Los amigos descontados,
que llevaría como subtítulo Por descontado, amigos.
Así consta también en alguno de los originales que
conservo. Pero en esa carpeta de la que antes hablaba,
en la que me entregó las primeras de estas semblanzas,
está escrito de su puño y letra el título que se ha
utilizado para esta edición y que fue siempre su preferido:
Mercado Central, en homenaje al gran mercado
modernista que proyectara el arquitecto turiasonense
Félix Navarro, muy próximo al callejón del Buen Pastor
donde transcurrieron los primeros años de la vida
de José Antonio Labordeta, y en el que sus diferentes
puestos –coloristas y variopintos– vendrían a ser como
sus amigos retratados en el libro: todos próximos, todos
diferentes, todos queridos y necesarios.
Si en Los amigos contados Labordeta hablaba de algunos
de sus más viejos amigos (Pío Fernández Cueto,
Manuel Pinillos, Luis García Abrines, Manolo Rotellar,
Luciano Gracia, Pablo Serrano, Santiago Lagunas,
Emilio Lalinde, Julio Antonio Gómez…) y utilizaba
un tono teñido de melancolía y nostalgia, muy propio
del Labordeta de los años setenta y ochenta cuando
aquellos retratos se publicaron en la revista Andalán,
en Mercado Central casi la mitad de las semblanzas corresponden
a sus amigos más jóvenes y el tono elegíaco
ha dado paso definitivamente al Labordeta más jovial,
vitalista y divertido, al Labordeta somarda, cachondo
y socarrón que tanto nos hizo reír en paseos, tertulias y
cenas interminables.
Así pues el humor, ese humor marca de la casa, tan
delirante en ocasiones y tan buñueliano, tan aragonés
en definitiva, está presente en casi cada una de las semblanzas
del libro: recordemos a su hermano Miguel llegando
siempre tarde al fútbol (pero no un poco tarde,
sino medio partido tarde, pues salía de casa en dirección
al campo cuando terminaba la primera parte); a Luis
García Abrines –el único con Julio Antonio Gómez
que ya aparecía en Los amigos contados y el único de
aquella serie que aún permanece felizmente entre nosotros–
repartiendo bendiciones en París disfrazado de
obispo; a Fernando Ferreró perdiendo deshilachado en
el mar aquel bañador que se compró en los inolvidables
«Saldos Arias» y pidiéndoles a Juana de Grandes
y a José Antonio Labordeta, que estaban con él en la
playa, algo con lo que cubrirse y poder salir del agua;
a Javier Tomeo siendo recibido en Quicena con banda
de música, gritándole «¡Amadoooo!» al Monstruo y
abrazándose luego con él; a Emilio Gastón quemando
involuntariamente las bragas de sus vecinas, o a Luis
Alegre besándose con Penélope Cruz en la plaza de
Malasaña mientras una muchedumbre entona la «Bien
pagá». A su editor Chusé Raúl Usón lo presenta como
perteneciente a la especie pirenaica de los «Usones»,
caracterizada por gruñir cuando hablan y por aparearse
delicadamente una sola vez; a Félix Romeo lo representa
como un tifón, huracán o tsunami que se lleva
por delante todos los malos libros, y de Ismael Grasa, a
quien apoda jocosamente la «Gran Esfinge» de Blecua
–el pueblo oscense del que procede su familia–, desvela
Labordeta que «como todo bien nacido en este territorio
es socio, barato, del Real Zaragoza», lo que no sé si
provocará el abucheo generalizado de los antizaragocistas
más intransigentes de su Huesca natal. Solo evita la
parodia y mantiene aquel antiguo registro conmovedor
y dolorido cuando recuerda al «gordo» Julio Antonio
Gómez («se fue junto a sus gorilas a rebuscar entre ellos
la memoria de Luciano Gracia o los sueños de Gúdel o
de Salas que, seguro, andan por las orillas del lago Kivú
a la espera del día inexistente de la gran resurrección
de los poetas verdaderos», escribe con emoción de su
amigo), cuya muerte tanto dolor causó entre sus viejos
colegas zaragozanos de versos y parrandas. Ni siquiera
en los casos de Miguel Labordeta y Antonio Artero,
los otros dos protagonistas del libro que desgraciadamente
ya no podrán leerlo, consigue José Antonio Labordeta
ponerse serio y dejar a un lado zumbas, chanzas
y cuchufletas.
El libro está lleno, además, de buena literatura, de esa
buena literatura que surge a borbotones entre la prosa a
veces descuidada y sin terminar de pulir tan propia de
Labordeta, pero que sin embargo es capaz de alumbrar
las imágenes más bellas y de transmitir emoción y sentimiento
como solo pueden hacerlo los libros en verdad
importantes. Algunas de esas imágenes del libro son extraordinarias,
como aquella, inolvidable, en que la nieve
del invierno cubre las esculturas de Emilio Gastón, depositadas
en el patio de la ferrería de Echo, de manera
que semejan «soldados napoleónicos» derrotados por
la Rusia de los zares y consolados por algunos buenos
chesos que deciden adornar esos «cadáveres exquisitos»
llevándoles coronas de laurel.
Labordeta escribió estos retratos de sus amigos con
enorme cariño y admiración hacia ellos, porque él quería
y admiraba sin reservas a sus muchos amigos (su
viuda Juana de Grandes se ha cansado de repetir estos
días que José Antonio era «muy amigo de sus amigos»).
Y los escribió como un puro divertimento, exagerando
los rasgos de casi todos ellos y distorsionándolos hasta
el extremo. No le importaba pues tanto el retrato como
crear una imagen lúdica, entrañable y sugerente del retratado.
Todos ellos están también llenos de ternura,
de esa ternura labordetiana que en ocasiones hay que
saberla buscar bajo la hojarasca de lo esperpéntico y lo
grotesco que caracteriza a muchas de estas semblanzas,
de esa ternura que tantas veces José Antonio, como les
sucede a no pocos de los habitantes de estos parajes, escondía
voluntariamente bajo una falsa apariencia de rudeza
para no mostrar demasiado los sentimientos, para
no parecer sensible, delicado ni complaciente. Ya escribió
él en una de sus canciones más famosas, «Somos»,
que, al igual que nuestra tierra, éramos «suaves como
la arcilla», pero «duros del roquedal». Y los fue escribiendo,
como comprenderán todos lo que conocieron
bien a Labordeta, sin ningún orden preconcebido, tal
y como se iba acordando de sus amigos. Yo sí conozco
naturalmente el orden en que los redactó, pues José Antonio
los iba numerando conforme me los pasaba, pero
no pienso desvelarlo, no vaya a ser que alguno, equivocada
y torticeramente, trate de organizar un ránking de
amistades. De ahí que se presenten cronológicamente,
del más mayor al más joven.
Había otros muchos retratos que tenía previstos y
que nunca llegó a terminar, pues el cáncer se lo llevó
todo por delante: los de los escritores Ignacio Martínez
de Pisón, Eva Puyó y Daniel Gascón, los de la librera
Eva Cosculluela, la poeta Marta Navarro, la pintora
Mary Burges… De todos ellos y de algunos otros me
habló muchas veces. Y de varios sé que escribió algún
borrador, aunque el resultado final no debió de gustarle
demasiado pues nunca llegó a entregármelos ni pude
leerlos.
En esta colección de semblanzas está el mejor Labordeta,
el Labordeta divertido, inteligente y cariñoso, el
Labordeta apasionado por la literatura, el que escribió
con pasión prácticamente hasta el final de sus días. Ese
Labordeta que nos enseñó a disfrutar de la vida y de la
amistad como solo los grandes hombres son capaces de
hacerlo y que permanecerá siempre vivo en los corazones
de todos cuantos lo quisimos.
*José Luis Melero. Escritor y bibliófilo, y uno de los grandes amigos de un hombre que tenía muchos, como se ve en ‘Mercado Central’: José Antonio Labordeta Subías (1935-2010). En la foto, una caricatura de Luis Grañena de Fernando Ferreró. El libro se presenta esta tarde, a las 20 horas, en Los Portadores de Sueños.
1 comentario
entrenomadas -
¡Un libro precioso!