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Antón Castro

ADIÓS A EMILIO GASTÓN

Emilio Gastón, el poeta que se sintió hombre selva*

  

 

“Soy zaragozano hasta la médula: ejerciente, viviente, juergueante y cafeteante, como mucha de la gente de mi generación. En Zaragoza me formé, pero lejos, en mis paraísos, tenemos ríos y riberas, sotos y montes maravillosos, o selvas excepcionales, como la Selva de Oza, espacios que se destrozan, y yo intento defenderlos”. Quizá sea este uno de los últimos autorretratos que ensayó Emilio Gastón (1935-2018), en estas mismas páginas, un humanista inagotable, defensor de los derechos humanos, andarín de su órbita y del universo físico y metafísico, escultor y, ante todo, nubepensador, que era una forma de definirse filósofo, poeta y soñador. Acaba de morir a los 83 años.

Emilio Gastón fue muchas cosas: nadador de 1.000 metros a la semana hasta unos días antes de su ingreso en el hospital, futbolista, remero en el Ebro y amigo de sus amigos, entre ellos José Antonio Labordeta, de su misma edad. Se educó en la biblioteca de su padre, un sabio de casi todo y un enamorado de Aragón. Tras licenciarse en Derecho, para ser quizá “abogado insomne de causas perdidas”, como se dibujó en una ocasión, también abrazaría la poesía. Y se afilió a las noches del Café Niké, donde oficiaban Miguel Labordeta, Manuel Pinillos, Luciano Gracia o Julio Antonio Gómez, entre otros. Se desdobló en mil empeños y quimeras. Se casó con la profesora y poeta en cheso Mariví Nicolás y se aficionaría a esos paraísos pirenaicos de insondable misterio, de casas de piedra, de chimeneas, hogares e impresionantes desvanes. La falsa de la casa de Hecho era el laberinto del tiempo o la cueva de los tesoros de la memoria.

La vida no fue amable con él: perdió en un lance absurdo y cruel del destino a su hija Diana, que intuía la poesía con el acento adolescente de los ángeles, como quien exhibe una posesión. Remontó el desgarro, fue el abogado del robo de los libros de la Seo a mediados de los años 60 y de la ecología, se sumó al equipo fundador de ‘Andalán’, fue uno de los líderes y estandartes del PSA y, años después, demócrata a carta cabal y esperanzado en el porvenir, casi ingenuo de tan puro, fue elegido Justicia de Aragón. Un premio para un hombre como él, aragonés hasta la médula, aragonés que se reconocía en la historia, en la utopía y en sus personajes. Fue íntimo amigo de Pablo Serrano, de Salvador Victoria; fue amigo hasta del cierzo.

La poesía ha sido su reino. La poesía escrita, amasada con las palabras necesarias, la poesía oral, recitada como nadie, con la desnuda sinfonía del alma. La poesía de Emilio Gastón es el canto de un rapsoda inmemorial y casi hipnótico, es la voz hecha ilusión, brasa y pájaro. Ha sido un poeta social y visionario, ha sido un poeta de las cosas del campo, un poeta que podía parecer naïf en ocasiones o un hermano entusiasta de Thoreau y Rousseau, pero también encendía la lírica rabiosa y eufórica, tribal y de denuncia, donde se veían la posibilidad del hombre de ser como un dios y esa paradoja, o envés, de ser un tirano con los otros hombres y con la naturaleza. Con el bosque, con el agua, con las montañas, con los animales desvelados en la fronda.

En verano, con su segunda esposa Maricarmen Gascón, solía dormir en una borda pero antes contemplaban las estrellas y atrapaban el lenguaje de la noche y el cristal sonoro del silencio. Ella lo ha acompañado hasta el último instante con cariño y con sus versos, y pensaba que su último poemario había sido un vaticinio: ‘La sonrisa de La Nada. Poema cinético teatralizable’ (2017), que se suma a una valiosa, original y personalísima obra lírica con títulos como ‘El hombre amigo Mundo’, ‘Y como mejor proceda digo’, ‘El despertar del hombre selva’, que él decía como nadie. No recitaba: ponía en pie los versos, la rebeldía, la pasión y la belleza, la furia de vivir. Así fue este hombre inefable e irreductible: nos envolvió con la materia de sus esculturas y nos abrazó con sus inmensos ojos de nadador y con su corpulencia de oso antiguo del Pirineo. 

*Este texto se publicó en página dos en Heraldo de Aragón el pasado martes. La foto es de Guillermo Mestre.

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