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Antón Castro

EL GRAN DÍA DE LAS MADRES

EL GRAN DÍA DE LAS MADRES

El mismo sábado por la mañana me lo contaba una amiga. Su suegra, que había sido una suegra-madre de la que solo podía decir maravillas, se dejó morir. Durante algunos años tuvo una cuidadora que también era su compañera con la que hablaba, cocinaba, escuchaba la radio o conversaba antes de ir a dormir. Un día, la asistenta le dijo que tenía que dejarlo, que se iban a trasladar a otro lugar con su marido. Su familia contrató a otra joven, algo más parca, y la cosa no fue bien. Y aún contrataron a una segunda, que era fantástica, cariñosa, divertida, le cantaba, bailaba sus canciones favoritas, le leía, le contaba cuentos, pero no había manera. La anciana, nonagenaria, como si hubiera tomado una brutal determinación, dejó de tomar las pastillas, y en poco menos de quince días falleció. Es una vieja historia: quieres a quien no puede quererte y te resistes a quien te ofrece una bella pasión o amistad incondicional. Ya lo dice Rosa Montero en ‘El peligro de estar cuerda’: el mayor misterio del mundo anida en el interior de nuestro cerebro.

En las últimas semanas, he convivido con muchas madres, que también son abuelas, en la Universidad de la Experiencia. Resultan conmovedoras sus ganas de aprender, lo felices que son en clase, cómo quieren aprovechar el tiempo recibiendo lecciones de todo: historia de la ópera, aragoneses ilustres, ilustrados e iluminados, civilizaciones antiguas. Acuden siempre, con puntualidad, miran apuntes de los personajes, entrevistas, aportan sus recuerdos, y les gusta sentirse vivas leyendo un texto de Irene Vallejo, una carta de Cajal, o recorriendo sin pereza alguna las cuatro plantas del Museo Pablo Serrano. Una tarde, una de ellas se me acercó y con todo el dolor de la tierra me dijo: “No podré venir el miércoles. Y no sabe cuánto lo siento. Soy madre de una madre y me necesitan mis nietos”.

Hace unos días, una compañera que trabaja ahora en Madrid y se bate el cobre con Díaz Ayuso y sus pupilos, regresó a ver a sus amigos de HERALDO. Me conmovió la huella maravillosa que había dejado: nos conmovió el afecto que sentía por todos sus años en la redacción. Esa actitud fue una lección directa y conmovedora de gratidud. Con los ojos acuosos de lágrimas, contó cómo vivía y cómo trabajaba. Y reveló un bonito detalle: su madre, que también vive en Madrid, no hace más que buscar alguna oferta de un piso asequible en Zaragoza.

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