DESDE ARTEIXO, ANTE EL MAR
Galicia de nuevo. Como cada verano. Y con Galicia el mar: Barrañán, Valcobo y Caión, sobre todo Caión, praia das Salseiras y territorio del mito. He vuelto a Arteixo y a mis mares de la niñez. En Combouzas, antes no se llamaba así, ahora hay una playa de nudismo y antes había delfines al atardecer, delfines que se acercaban a la orilla y te acariciaban fugazmente en un gesto de amistad. El largo cinturón marino de Barrañán sigue tan peligroso como antes: es atractivo y deslumbrante con su arena blanca y sus dunas. Resulta muy romántica esa playa cuando cae la noche y te asomas a una de sus terrazas: entonces, el brillo de las sardinas y del albariño se mezclan en el mar y en tus ojos, y la noche se convierte en un ámbito ideal de tertulias y de aventuras.
Arteixo cambia año tras año, pero este verano lo he encontrado como estático, con poca gente en las calles. Aburrido. Aquí soy un perfecto extranjero: alguien que se fue de aquí ayer pero que ahora es sólo un visitante ocasional o una aparición envuelta en bruma. Me siento un extranjero dichoso que regresa y que sabe que no va a quedarse. Cuando cae la noche, los bares se vacían. Aquí la especulación inmobiliaria sigue siendo incontrolable. Cuando era joven venía de Madrid, de Usera, una muchacha morena, la primera moderna que conocimos en las playas de Valcobo, Paloma Garfias, y decía siempre que Arteixo es como una ciudad sin ley. Más de un cuarto de siglo después, tengo la sensación de que no se equivocó. Y además, ahora, el río Brozos que también se llama Bolaños, Caldas, Castro o Arteixo- apenas lleva agua: menos mal que está limpia, aunque ya no se ven ni truchas ni anguilas en el fondo.
Estos días se ha recordado a Pablo Neruda. Para mí también está relacionado con la adolescencia y el mar. ¡Cuánto lo admiré, qué poco me interesa ahora! Cuando era feliz e indocumentado y acababa de descubrir a García Márquez, Lois Amado Carballo, Manoel Antonio y Albert Camus cayó en mis manos un disco de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, grabado por el propio Pablo Neruda. En la Universidad Laboral de A Coruña había un magnetófono portátil que te dejaban llevar a casa por una semana. Me lo llevé con ese disco y con el Réquiem de Mozart. Lo escuché en casa: al principio me dejó perplejo la lentitud arrastrada del poeta, que parecía emerger de ultratumba o de una catacumba de Valparaíso. De inmediato me acostumbré a ese tono, a esa hondura casi gutural, a esa añoranza que es vitalidad y enigma de amor, letanía de barcos y jardines, y logré oírlo el disco por enésima vez acompañado de una compañera de estudios, otra moderna y casi salvaje que era capaz de hablarte del mar, de los ahogados, de que solía adentrarse en el océano para orinar o de que escribía poemas sentimentales a la manera de Neruda. Luego leí Confieso que he vivido, unas memorias que me impactaron sobre en sus capítulos iniciales y en una peripecia insólita con Lorca (Neruda y Lorca comparten a una mujer maravillosa), aunque el libro que más me gusta del torrencial y contradictorio Neruda es Residencia en la tierra y la frescura de algunas odas, o sus poemas épicos. Metido ya en la pura sentimentalidad de ayer, durante años me acompañó el libro del epistolario que le dirigió a Albertina Azócar, la mujer que le inspiró Veinte poemas de amor y una canción desesperada y a la que he visto, ya mayor, en una foto de Isla Negra.
Leo los periódicos gallegos. Compró dos o tres o cuatro al día: La Voz en la edición del sábado, el suplemento cultural estaba ilustrado por Isidro Ferrer en su portada-, La Opinión, El Correo Gallego (que se distribuye aquí con El mundo), El Ideal gallego o A Nosa Terra, que ofrecía en su última entrega un reportaje con un actor gallego que trabajó con Steven Spielberg, nada menos. Aquí, por ahora, mis días transcurren en la playa (en Caión ya he visto esos partidos épicos del atardecer en la arena: equipos de la Costa de la Muerte que juegan como griegos: como si se les fuese la vida en un gol decisivo), en los bosques encantados y en el nuevo paseo de Arteixo, que avanza entre los árboles y el río, y que finaliza en el legendario puente del Brozos, que de niños creíamos que era románico y marcaba un territorio casi prohibido o significaba el confín último de nuestras exploraciones.
Hoy acaban de operar a mi padre de cataratas. Las tres Cármenes de mi vida mi madre, mi hermana, mi mujer- me dicen que es un paciente imposible. Acaba de cumplir 79 años y espero ver mejor para seguir plantando patatas. Mi madre no entiende la cocina sin patatas. Releo Bomarzo y me lo estoy pasando en grande con un libro menor, La dama y el unicornio de Tracy Chevalier porque está hablando de una trama del siglo XV en torno a los tapices y yo no puedo quitarme de la cabeza la belleza de los tapices de La Seo. He descubierto que tengo algo de aragonés nostálgico en tierra extraña
Arteixo cambia año tras año, pero este verano lo he encontrado como estático, con poca gente en las calles. Aburrido. Aquí soy un perfecto extranjero: alguien que se fue de aquí ayer pero que ahora es sólo un visitante ocasional o una aparición envuelta en bruma. Me siento un extranjero dichoso que regresa y que sabe que no va a quedarse. Cuando cae la noche, los bares se vacían. Aquí la especulación inmobiliaria sigue siendo incontrolable. Cuando era joven venía de Madrid, de Usera, una muchacha morena, la primera moderna que conocimos en las playas de Valcobo, Paloma Garfias, y decía siempre que Arteixo es como una ciudad sin ley. Más de un cuarto de siglo después, tengo la sensación de que no se equivocó. Y además, ahora, el río Brozos que también se llama Bolaños, Caldas, Castro o Arteixo- apenas lleva agua: menos mal que está limpia, aunque ya no se ven ni truchas ni anguilas en el fondo.
Estos días se ha recordado a Pablo Neruda. Para mí también está relacionado con la adolescencia y el mar. ¡Cuánto lo admiré, qué poco me interesa ahora! Cuando era feliz e indocumentado y acababa de descubrir a García Márquez, Lois Amado Carballo, Manoel Antonio y Albert Camus cayó en mis manos un disco de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, grabado por el propio Pablo Neruda. En la Universidad Laboral de A Coruña había un magnetófono portátil que te dejaban llevar a casa por una semana. Me lo llevé con ese disco y con el Réquiem de Mozart. Lo escuché en casa: al principio me dejó perplejo la lentitud arrastrada del poeta, que parecía emerger de ultratumba o de una catacumba de Valparaíso. De inmediato me acostumbré a ese tono, a esa hondura casi gutural, a esa añoranza que es vitalidad y enigma de amor, letanía de barcos y jardines, y logré oírlo el disco por enésima vez acompañado de una compañera de estudios, otra moderna y casi salvaje que era capaz de hablarte del mar, de los ahogados, de que solía adentrarse en el océano para orinar o de que escribía poemas sentimentales a la manera de Neruda. Luego leí Confieso que he vivido, unas memorias que me impactaron sobre en sus capítulos iniciales y en una peripecia insólita con Lorca (Neruda y Lorca comparten a una mujer maravillosa), aunque el libro que más me gusta del torrencial y contradictorio Neruda es Residencia en la tierra y la frescura de algunas odas, o sus poemas épicos. Metido ya en la pura sentimentalidad de ayer, durante años me acompañó el libro del epistolario que le dirigió a Albertina Azócar, la mujer que le inspiró Veinte poemas de amor y una canción desesperada y a la que he visto, ya mayor, en una foto de Isla Negra.
Leo los periódicos gallegos. Compró dos o tres o cuatro al día: La Voz en la edición del sábado, el suplemento cultural estaba ilustrado por Isidro Ferrer en su portada-, La Opinión, El Correo Gallego (que se distribuye aquí con El mundo), El Ideal gallego o A Nosa Terra, que ofrecía en su última entrega un reportaje con un actor gallego que trabajó con Steven Spielberg, nada menos. Aquí, por ahora, mis días transcurren en la playa (en Caión ya he visto esos partidos épicos del atardecer en la arena: equipos de la Costa de la Muerte que juegan como griegos: como si se les fuese la vida en un gol decisivo), en los bosques encantados y en el nuevo paseo de Arteixo, que avanza entre los árboles y el río, y que finaliza en el legendario puente del Brozos, que de niños creíamos que era románico y marcaba un territorio casi prohibido o significaba el confín último de nuestras exploraciones.
Hoy acaban de operar a mi padre de cataratas. Las tres Cármenes de mi vida mi madre, mi hermana, mi mujer- me dicen que es un paciente imposible. Acaba de cumplir 79 años y espero ver mejor para seguir plantando patatas. Mi madre no entiende la cocina sin patatas. Releo Bomarzo y me lo estoy pasando en grande con un libro menor, La dama y el unicornio de Tracy Chevalier porque está hablando de una trama del siglo XV en torno a los tapices y yo no puedo quitarme de la cabeza la belleza de los tapices de La Seo. He descubierto que tengo algo de aragonés nostálgico en tierra extraña
7 comentarios
ana!!! -
y tengo familia por alli!!!
me encantan los delfines!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Betta -
i. -
Antonio PÉREZ MORTE -
Carga pilas.
Cuídate!
Anónimo -
mg ; ) -
Jota -
¿Sólo algo?
.