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Antón Castro

UN POEMA DE "TERRITORIO DA DESAPARICIÓN"

I
A CASA

Imaginen la piel que roza la casa oscura:
la memoria.

Un pálpito de arcilla, el tacto de la sombra
y un ámbito imantado en los ojos.

Desnudez antigua este recuerdo,
la cicatriz azul de la niebla,
el perfume plateado del río,
la lágrima constelada del tiempo.

Imaginen en la sangre el peso iluminado
de la casa que sentimos,
un pozo que se abre al crepúsculo como enigma,
el labio rojo de la distancia
que toca la estrella perdida del mundo.

Hay un eco de árboles de ceniza agitados en el viento,
un signo de temor agolpado en las piedras,
una voz extinguida que hierve en el silencio.
La casa tiene estancias vaciadas en la noche,
ángulos solitarios que se adentran ruinosos
en el pensamiento,
levitaciones oscuras de un óxido invisible
que creció en los espejos,
las puertas olvidadas como un deseo muerto
que se interroga a sí mismo.

La visión es un regreso que golpea en la frente
con su ley dolorosa de vértigo y de asombro.
Veo la casa soñada que se va construyendo
en su tacto sonámbulo de volumen y misterio:
limpia altura de piedra,
el perfil anunciado entre la raíz y el cielo.
Veo la casa que crece en el clima de un secreto,
en la lenta lentitud de la luz que esculpe el viento;
la forma que se adentra dibujando otra forma
en el recuerdo,
las heridas del invierno,
la flor negra del hierro,
un mapa de la soledad que nació en las paredes,
acidez de nieve y fragancias de olvido,
las hendiduras que dividen el dolor ante el tiempo.
Imaginen el aliento que toca la luna fría
de la casa que hemos perdido:
una densa polvareda en el corazón inmóvil de las horas.
Los caminos brillan con una luz de sepelio.
Se despobló la tarde como un lamento lejano
y duele aquella casa, la piel que roza el aire
de su sombra
que nevó en nuestro cuerpo.

Cuando la muerte nos abraza con su vaho terrestre
en esa hora imposible que petrifica el tiempo,
sentimos otra muerte como un río de espectros
que nos entra en el cuerpo.
La casa es una herida que se abre de noche,
la densidad oscura de un ojo turbio
que vigila ese centro, esa erosión sanguínea
pronunciada en los muros, la duración de un miedo
desterrado en la voz,
y ese azul de ruina que muerde una espesura
de sufrimiento insomne,
la espiral que reclama el curso de las ausencias,
los caminos borrados contra el norte de la lluvia,
una substancia extraña que precipita las luces
que se encienden en la muerte,
la casa estremecida como un nacimiento
que nos devuelve a ella,
un escalofrío puro como piel interior
quemada por la última brisa.

Imaginen la casa en su memoria desnuda,
una casa que brilla mercurial sobre la tierra,
territorio marcado entre nosotros como un límite
que no se sació de amaneceres:
la casa que fue astro, residencia del mundo,
orientación perfecta de los deseos.

Como una simiente demorada en el tiempo
esta casa es un secreto que respira su origen
contra el atardecer más largo:
la casa hecha estirpe, fábrica de nostalgia,
alianza durísima entre prodigio y cielo,
un lugar que se funda como una cifra íntima
en la admiración de la edad.

Imaginen la casa en el centro del destino
y sientan en ese centro la soledad del cuerpo.
Somos aquella casa que se nos fue perdiendo
dentro de nosotros, lentísima;
la casa que nos quema, sin saberlo, la esperanza;
la casa que nos deja el dolor inmóvil
del recuerdo,
la mordedura del viento en las sienes,
un sepelio de caminos vacíos
y el alma fría y desolada
como un país sin memoria
que ya no existe en el futuro.

(Traducción del primer oema de “Territorio da desaparición” de Miguel Anxo Fernán Vello. Galaxia, Colección Dombate. Vigo, 2004).

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