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Antón Castro

CUENTO DE VERANO

El alcalde seguía intranquilo. Enarcó una ceja y mostró su filosa mirada de pistolero zurdo. La consultora lo había dicho muy claro, y también el concejal estrella, el intelectual no electo: “La ciudad tiene un nivel de impuestos inferior al de otras ciudades. Ahí está la solución”. Eso venía a significar que en caso de deuda o fragilidad de caja que pague el ciudadano. Como siempre. Llevaba el alcalde algunos meses de insomnio: ¡cuántas veces se había dicho quién me mandará a mí meterme en estos barullos! Y ahora esto, otro latigazo a sus ideales y a sus frases de la hemeroteca. Y ahora esto y lo otro: los millones de deuda que no habían sido capaces de cobrar. Había que subir impuestos inexorablemente. Bastará con un doce por ciento, no era necesario ese 43 que ya se había filtrado.
Salió de su despacho como alma que lleva el diablo. Se le veía fosco, pensativo, herido en algún rincón de su desorientada o sobrepasada cabeza. Intentó consolarse: en política ya todo está escrito. La imaginación es una utopía, el dardo hacia el que se dirigen todas las decepciones. Comió mal, sesteó peor, estuvo despistado en las tres primeras reuniones de la tarde. Por la noche, durante el sueño intranquilo, no hizo más que darle vueltas a una idea, a un principio heterodoxo. Quería ser original por una vez. Quería ser coherente con su credo de izquierdas, con sus promesas recientes. Por la mañana convocó una rueda de prensa urgente. Había tantos periodistas como si tocasen Los Rolling Stones. El alcalde, que estrenó traje y una sonrisa no usada, dijo, tras la oratoria inicial de rigor: “He decidido que los ediles, los altos cargos del consistorio, mis asesores y yo vamos a reducir nuestros salarios al menos hasta que hallemos una solución original. Y no sólo eso: haremos una buena programación de verano en la ciudad”.
El equipo de concejales estaba perplejo. El alcalde, más seguro de sí mismo, aclaró: “Ni nos votan ni cobramos ni hemos venido aquí para hacer a las primeras de cambio lo que haría cualquiera, lo que habíamos dicho que no íbamos a hacer”. El concejal estrella e intelectual no electo lo miró como quien se cae del guindo. No hubo motín ni conjuras contra la decisión. Se sabría. Sólo el concejal de conspiraciones varias susurró: “Si esto no es demagogia...”

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