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Antón Castro

ARÁN O LA HUELLA DE ARAGÓN EN GALICIA

(CUENTO DE FOTOGRAFÍA: ARÁNZAZU PEYROTAU Y TOÑO SEDILES)*

Todos hemos visto el “Prestige” a la deriva, el casco del barco partido en dos, las olas incesantes que vertían petróleo en la orilla, sobre la finísima arena y los riscos, en el corazón alegre de las aves marinas. Todos hemos visto la pena negra de Galicia: el estupor de las mariscadoras, la incredulidad de los pescadores y los percebeiros, los ojos mustios de los niños que algún serán navegantes desde el anochecer hasta el alba. Galicia volvió a sufrir el azote de una maldición milenaria: el mar de la vida podía ser, en ocasiones, el mar de la muerte y de todas las desgracias. Lo más hermoso, en medio de la desolación, fue ver las manadas numerosísimas de voluntarios del planeta (voluntarios de fulgor contra la pérdida) que recogían el fuel y dejaban en la playa vespertina y neblinosa una estampa inolvidable de solidaridad, de belleza, de luz que pugna y se enrabieta contra la tiniebla. Meses más tarde, al Ministerio de Cultura se le ocurrió que debía hacerse otra tentativa de reflexión estética sobre la debacle. El proyecto consistiría en una serie de aportaciones de artistas de cada una de las Comunidades Autónomas de España que intentarían vincular, metafóricamente, a través de la creación, a Galicia con cada territorio. Y como núcleo de inspiración, el petrolero hundido, sus sierpes de fuel que emergen desde el fondo, la mancha informe e incontenible: ese vómito de veneno que emponzoña la sangre y el aliento de futuro del paraíso. La idea era lo suficientemente abierta como para que los artistas se moviesen a su capricho y aguzasen el ingenio. En Aragón, a través de la Dirección General de Cultura del Gobierno de Aragón, los elegidos fueron Aranzazu Peyrotau y Toño Sediles, fotógrafos.
Peyrotau y Sediles llevan tiempo trabajando juntos: en retratos, en proyectos conjuntos, en la creación. Apuestan por la modernidad, por esos seres que debes mirar atentamente hasta descubrir que son distintos, iconoclastas, extremados, tal vez un tanto insólitos. No son coleccionistas de raros o perturbados exactamente, como lo fue la reportera norteamericana Diane Arbus: son simplemente cazadores desde el alba, pero su cámara no es una cámara espía. Antes de disparar, en sus cuadernos de notas han abocetado un plan para armar: un vocabulario, una idea, el poema global de la luz y de la identidad que persiguen.
¿Qué se les pasó por la cabeza? ¿Cómo se podía vincular Aragón con Galicia, o Galicia con Aragón, y con esa herida gigantesca en el torbellino de las mareas? Le dieron vueltas y vueltas. El didactismo no es su inclinación natural: Aranzazu y Toño prefieren la audacia, el sueño delirante. Desde luego no iban a hacer un proyecto explícito exactamente ni erudito. Pensaron: Galicia, el mar, las rocas, la perlada arena, la lluvia, los barcos, el negro ciclón del maleficio. Pensaron: los páramos, la tierra sedienta y vasta, la despoblación, el curso del Ebro, Aragón. Pensaron: el páramo, la llanura, el desierto, la sed, los Monegros, la antítesis de Galicia. ¿Por qué no amasar el limo de una tierra húmeda con el de una tierra seca’ ¿Por qué no fundir el océano desolado y polvoriento de los Monegros con el mar de la vida de Galicia?
Aranzazu y Toño son corajinosos, tenaces. A lo soñado, pecho. Se fueron a los Monegros y allí llenaron varios sacos de tierra blanca. Cogieron la cámara, una Fuji de 4.5 x 6, otros útiles del aventurero y peregrino, y tomaron un tren hacia Vigo. Se instalaron, con sus 40 kilos de tierra blanca (el tesoro del intercambio: el tesoro simbólico de Aragón en tierra extraña, se dijeron), en el Seminario de las afueras, en la carretera de Madrid. Ese era el cuartel, el estudio de los artistas que esperaban el fogonazo del azar y el refugio donde hacían, noche tras noche, inventario de sus fracasos. Afuera, plañía la lluvia.
Su idea exigía gente, pero además gente cómplice, capaz de entender la quimera y de jugársela un poco por otros y además advenedizos, por los sueños ajenos. Empezaron a buscar, a seguir personas como centinelas, como águilas al acecho. En cuanto percibían a alguien “alejado de lo corriente” lo abordaban. “No buscábamos a alguien como nosotros, sino a alguien que tuviese algo para nosotros”. Era graciosa la estrategia: a veces veían venir a alguien, lo seleccionaban en una fracción de segundos, “nos sirve”, y disimulaban ante un escaparate, en una terraza de bar; en cuanto pasaba, le echaban el lazo y le explicaban: Aragón y Galicia, el “Prestige”, el mar entintado de chapapote, el agua, el desierto... Algunos concertaban una cita para el día siguiente, les daban una dirección, un bar o un pub, les decían que llevarían una pandilla completa de jóvenes inconformistas. El pudor o el alcohol o la pereza les empujaban a olvidar la promesa. Nadie aparecía, y la desesperación de Toño y Aranzazu se acrecentaba. Otro día, se fijaron a través del cristal en la dependienta de una tienda: decidieron entrar y contarle que ella, si quería, era la primera elegida, que sería su primer talismán de suerte, y la joven aceptó y les citó en un local a las tres de la mañana. Los fotógrafos, que sólo vivían para eso, que sólo perseguían unas fotos, una idea abrasadora, acudieron y se llevaron otro chasco: la muchacha no apareció. Diluviaba en Vigo y el vendaval penetraba como un aguijón de angustia en sus cabezas. Sediles y Peyrotau sospecharon que a lo mejor se habían equivocado, que habían pedido el cielo y que el cielo no sólo estaba lejos, era inaccesible. Disfrazaban su ansiedad: queremos que haya luz, sombras duras como si estuviésemos en los Monegros, queremos el mar mítico y alucinado de los gallegos, queremos fundir dos paisajes y volverlos uno, un paisaje alquímico de claridad oceánica, se decían. Pero estaban en crisis, al borde del naufragio, a punto de replantearse el proyecto.
Sin embargo, el azar corrió a su lado una mañana de domingo en el Casco Viejo. Lo vieron (a otro objeto de su deseo), pensaron que era la presa y disimularon su emoción ante un escaparate de orujos: de hierbas, blanco puro, con un lagarto en el fondo, orujos de Orense, del Salnés, de Cambados, orujos Rúa Vieja. ¿Pensaría el desconocido que estaban locos? ¿Querría oírles un instante? Pasó y cayó la presa. Toño y Aranzazu, de negro, siempre de negro como el hombre de Johnny Cash, le contaron el cuento de nunca acabar, la fábula de la luz, el esperanzado afán que les había llevado a Vigo. El otro, con pasmosa naturalidad, dijo: “Esperad que voy a llamar a mi panda”. La panda de David, el intruso que se había convertido en amigo y tabla de salvación hacia la isla, eran César, Alex, Kasqui, Laura y Jorge.
Todos colaboraron. Accedieron a la representación, al ritual. En la playa de A Vela, casi solitaria, se desnudaron, se embadurnaron de tierra blanca amasada con agua salada del mar de Vigo en cada centímetro de su cuerpo, incluso en los cabellos, y se tendieron al sol sobre los peñascos. Una dura luz, casi monegrina, alargó las sombras en la roca y el ojo de los fotógrafos disparó. Allí estaba, ceñida a su cuerpo, impresa la huella de Aragón en Galicia. Algunos parecían antiguos vikingos o quizá vagabundos huidos de “La guerra de las galaxias”. “El azar acudió a nuestro encuentro para que pudiésemos dar forma a los sueños”, pensaron Toño y Aranzazu. Nunca mejor dicho: los cuerpos de David, César, Alex, Kasqui, Laura y Jorge son los cuerpos de los nadadores que sueñan; el sueño les ha vencido en la orilla, bajo el sol calcinante, y parecen estar en éxtasis, confiados, como si ya nunca más pudiera llegar otra oleada de espanto en forma de fuel, presos de una felicidad sin resquicios. Como si imaginasen que formaban parte del desierto de Aragón.
El azar es consustancial a la creación. Y el azar anda desvelado siempre, como si quisiera acudir allí adonde le precisan con urgencia. Toño y Aranzazu tal vez no le necesitasen ya. La huella de Aragón en Galicia, y viceversa, ya estaba depositada en el interior de su cámara Fuji de medio formato.
Pero ocurrió algo maravilloso. De repente, César les dijo:
-Paisanos, paisanos –el acento gallego era absoluto. Un acento gallego aborigen genuino, pensaron-, ¿de qué barrio de Zaragoza sois?
-¿Cómo de qué barrio?
-Sí, sí. ¿De qué barrio de Zaragoza sois?
-De las Delicias.
-Yo soy del Barrio Oliver.
César partió, siendo muy joven, a repoblar la localidad de Bergua, en el Pirineo, y desde allí se fue a Cangas, conoció a María, y tuvieron un hijo, Arán.
Toño y Aranzazu no se lo podían creer. “¿Un hijo? ¿Arán?”. César les ahorró cualquier pensamiento egoísta; antes de que dijesen nada, antes de que se percatasen de que acababan de encontrar la mejor huella posible de Aragón en Galicia, les dijo:
-Venid conmigo a Cangas do Morrazo y conoceréis a Arán.
Fueron a Cangas –“vexo Vigo, vexo Cangas”, dice el poeta popular-, a la playa de O Niño do Corvo y allí, bajo otro sol radiante, raramente galaico, culminaron la travesía y el milagro de un encuentro. Arán, empapuzado con tierra de los Monegros y agua salina del Atlántico, se subió a una roca con su padre. Y los dos, César y Arán, esperaron el clic definitivo: ese retrato final que capta la huella perfecta, ese trasvase de sangres entre Aragón y Galicia que ha cristalizado en el niño Arán, hijo de la gallega María, hijo del aragonés César. “En mi principio está mi fin”, escribió el poeta Thomas Stearns Eliot. Toño Sediles y Aranzazu Peyrotau habían soñado con las fotos y la gente: he aquí un prodigio del azar, de la vida y de la fotografía que se forjó en once días. Diez fotos que consuman una utopía de creación concebida en los Monegros.

* Esta muestra puede verse ahora en Jaca, en la Sala María Moliner. Aránzazu Peyrotau y Toño Sediles son dos de los mejores fotógrafos jovenes de Aragón.

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