Blogia
Antón Castro

LUIS, EL BOTIJO Y LA DAMA DE BLANCO EN COMPOSTELA

Memorable noche, en medio del vergel encantado de Víctor Juan y Virginia, bajo las lágrimas de San Lorenzo que iban y venían como una aparición luminosa. La madrugaba refrescaba bajo los abetos con una brisa ideal. Presagio de licor de kiwi hecho en Galicia, premonición de “queimada” sin conjuro en medio de un olor a piel de melocotón. El café derramaba su amargo jugo según el tamaño de los deseos como un petrolero en un océano etílico. Luis y Loli, irremediables gallegos de A Coruña (bueno, Luis, que tiene algo de narrador de los cuentos de Fole, es de Labacolla, aeropuerto internacional en las afueras de Santiago), traían un puñado de relatos. De inmediato, Luis se adueñó de la atmósfera y fue desgranando, con una gracia increíble, con un don antiguo de charlatán de aldea que suspende el aire y el miedo en cada palabra, sus historias: las historias de sus amigos Fran y Tino, propietarios de la librería Xeada de A Coruña, uno, sabio total y discreto, el otro, con algo de Orson Welles bien dotado para el humor y la comida; de Xurxo Souto y del éxito de su programa de los sábados; del adolescente “vidillas” Minguis, que se vuelve tan sabio en el mar como en tierra, tan sabio que acaba sabiendo donde “mean los pulpos”, y que acaba partiendo a Canarias como un emigrante gallego que no puede vivir lejos del mar ni de los peces.
La historia más bella de Luis tiene algo de película neorrealista. O poética. O de cuento de hadas. Carezco de la gracia de Luis para narrar. Lo ideal hubiera sido una cámara oculta de vídeo con buen sonido en directo. Hijo de un sastre en Santiago (por cierto, como Mariano Gistaín, que ha escrito dos artículos maravillosos sobre el desierto cultural de Zaragoza que debieran llevar en el bolsillo y en el corazón Belloch, Rosa Borraz y Marcelino Iglesias y Eva Almunia), en el obrador había un botijo blanco que él rellenaba a diario para los empleados. Era entonces un niño que iba a por agua a la fuente, a menudo varias veces al día. Y en una ocasión, dando vueltas por las embrujadas calles de Santiago, hay una que se llama “Sal si puedes”, el botijo se le cayó al suelo y se le hizo añicos. Luis, viendo tal estropicio, se convirtió en un diluvio de lágrimas y de hipidos. Estaba absolutamente desconsolado. “Si vuelvo sin el botijo, me matan. Seguro que me matan”. Aquí no se puede reproducir ni la intensidad de la frase, ni la modulación graciosísima, ni su dramatismo, ni la transformación impecable del Luis adulto en el Luisiño de los 60. Y en esas andaba, aterrorizado, “me matan: mi padre y los otros. Mi madriña, me matan”, cuando desde el fondo de una calle apareció una mujer con un precioso abrigo blanco. Era una mujer bellísima. Se le acercó, le preguntó, lo consoló, y logró entender aquel idioma intraducible de lloriqueos y desesperación. Quiso saber si había algún sitio donde se pudiese comprar un botijo como ése. Luis reaccionó e hizo un gesto con la cabeza y otro gesto con el dedo señalando una calle y tal vez un comercio. Y allá se fueron. Aquí el narrador Luis alcanzó un momento expresivo culminante: recordó que no podía pasar por delante de su casa, no fueran a verlo, recordó que había un perro que le ponía el pavor en el cuerpo y que tuvo que pasar por delante de él hacia la tienda. El actor que recrea un hecho mágico, “intrigante, desde luego, pero absolutamente verdadero”, estaba inmenso. Entraron, vieron un botijo blanco idéntico al que se le había roto, la mujer de abrigo blanco se lo compró y, al despedirse, lo besó. Luis no reparó entonces en ese regate del destino, intuyó que podía ser su ángel de la suerte, y marchó corriendo a llenar el botijo a la fuente.
Entró en la sastrería como si nada, había tenido que sortear de nuevo el malicioso can, y algunos operarios se quedaron estupefactos, como reclamando una explicación:
-No es nada. El botijo estaba sucio y lo he lavado –reaccionó.
Luis asegura que no hay aquí gramo de ficción. Y yo le pregunté: ¿No será este un recuerdo inventado?

Ya en mi casa, hacia las dos y media de la mañana, cayó en mis manos un libro: “¿Dónde está el niño que yo fui?” (Akal, 2003). Me pareció que el azar, antes de el sueño cerrase mis ojos, me hacía otro regalo.

5 comentarios

anton -

Querido Chorche: los niños son seres maravillosos. Tengo unos cuantos, sean tuyos o no. Me ha encantado el eco de tu página. Hoy no me ha dejado entrar tu página web. gracias por lo de "Ser fantástico". Ojalá fuese un poco cierto...

Chorche -

las niñas hacen comentarios certeros e inocentes. Ojalá tuviéramos todos, periodistas y no, el sentido infantil desarrollado...Pero las niñas no son mias. Un saludo Antón. Tú eres un "Ser fantástico".

anton castro -

Perdona, ese anónimo soy yo mismo, tan torpe con la tecnología. Un abrazo.

Anónimo -

Querido Chorche: suscribo la frase de alguien que está conmovido por las frases de tus chiquitinas... Un abrazo y gracias por escribir...

Chorche -

Toma otro regalo, Antón. Este link es una delicia....http://palabrejas.blogalia.com/
Gracias por tus textos.