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Antón Castro

EL NIÑO RURAL / 3

Amo este territorio. ¿Cómo no voy a querer el solar de mis antepasados, el fermento de mi memoria?: estas serranías y vaguadas, el vuelo del halcón, la fronda de los pinares, el vértigo de las cascadas e incluso la soledad de la tierra, que sedimenta con sus terrones y sus roquedales sin nadie. Soy del Maestrazgo, ese lugar del mundo donde dicen que los cielos son los más hermosos del planeta. Me siento hermano del paisano de Belchite, del morador del Somontano o la Ribagorza, de aquel que acompaña, en Sástago o Gelsa, el curso del Ebro. Pero todos padecemos problemas semejantes: las calzadas son casi intransitables, la riqueza se evapora, las escuelas se quedan sin niños, vivimos con aprensión ante cualquier dolencia y no encontramos un fragmento de esperanza. Aquí, tan dejados de la mano de Dios o de las autoridades, es difícil imaginar el futuro. Se multiplican los ancianos, luz y ciencia que nos hermana con otra vida a la deriva. Nos duele el abandono, el olvido: acabamos por sentirnos los desheredados de Aragón. Nos volvemos pesimistas aunque nos duela. Y nos duele hasta la desesperación y el grito. Oíd, pues, este llanto que desprecia el victimismo.

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