EL PERIÓDICO DE JOSÉ
Érase una vez un niño de catorce años. Alto, enjuto, dueño ya de un bozo adolescente y obsesivo. La última de sus porfías es el periódico. En cuanto lo coge en sus manos, efectúa un auténtico viaje por sus páginas. Empieza siempre por la televisión: se aprende los programas, los horarios, algunos actores y se fija siempre cuando echan esa emisión de las pequeñas estrellas que cantan. Eso, igual que a sus hermanas menores, le enloquece. Y luego desordena el diario de arriba abajo y busca los periodistas que conoce, la información de barrios, las pequeñas historias con corazón. Se acerca a su abuela y le dice: Fulanito no escribe hoy. El mejor tesoro que encuentra el niño los domingos es el periódico: constituye una travesía de tipografías, de fotos, de sugerencias, un mundo voraz e incontenible que se abre ante sus ojos y excita su imaginación. Se le ve ansioso, acaparador con las páginas. El periódico debe ser una constante fuente de sorpresas, la metáfora de la vida: para José, que así se llama este lector, el periódico es como una casa encantada con puertas al asombro: las abres y desembocas en el horror, en la banalidad, en lo sublime, en lo anodino, en el conocimiento del mundo, pero rara vez te quedas al margen o indiferente. Si le falta el periódico, a José, catorce años, le roban una parte de la alegría
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