LA BIBLIOTECA DE UNA VIDA
Una joven compañera de redacción, la encantadora becaria Blanca Alcalde, me preguntó ayer si sabía hacer algo más que escribir. Hace años, es cierto, también sabía hacer estanterías. Sé que a veces me excedo en la dimensión de mis textos, pero sólo aspiro a contar una porción insignificante de la vida y de lo que me emociona.
Hace dos o tres días que llevaba en la cartera un libro que sospechaba que iba a ser especial. Hablo de La casa de papel (Mondadori) de Carlos María Domínguez (1955), escritor argentino afincado en Montevideo desde 1989. Ha escrito con una prosa limpia y elegante una novela bellísima y sugerente sobre la enfermedad de los libros. El motivo central es una edición, llena de cemento, de La línea de sombra y el libro, de poco más de 100 páginas en apretada y bella caja, es en cierto modo una reescritura de ese libro prodigioso y perturbador de Joseph Conrad, el navegante polaco. La historia empieza con un hecho inverosímil, la profesora Bluma es arrollada por un automóvil mientras lee un poema de Emily Dickinson, algo que había anticipado su pasión de una noche en Monterrey, el enigmático Carlos Brauer, cuya afición desmesurada son los libros, cuya enfermedad son los libros, que los tiene en todas partes, tantos que acaba convirtiendo el salón de su casa en una biblioteca con estanques y corredores. No añadiré nada más del argumento, porque la lectura es un viaje, un salto al vacío, el ingreso hacia una biblioteca que siempre es, como escribió Borges, una puerta en el tiempo. Pero sí añadiré que el libro está lleno de intriga, de búsqueda, y que es un recorrido por el mundo de la literatura, de los libreros, de esta devoción enfermiza que está emparentada con la belleza y con la revelación permanente. Este es un libro de libros con una fascinante intriga, donde he leído cosas como ésta: Un lector es un viajero por un paisaje que ha sido hecho. Y es infinito. El árbol ha sido escrito, y la piedra, y el viento en la rama, la nostalgia por esa rama y el amor al que prestó su sombra. Y no encuentro una dicha mayor que recorrer, en pocas horas diarias, un tiempo humano que de otro modo me sería ajeno. No alcanza una vida para recorrerlo.
El lector y bibliófilo determinante de la historia se llama Delgado, y dice al protagonista: La biblioteca que se arma es una vida. Nunca, digamos, una suma de libros sueltos (...) Usted los acumula en los estantes y parecen una suma, pero, si me permite, se trata de una ilusión. Seguimos ciertos temas y, al cabo de un tiempo, uno termina por definir mundos; por dibujar, si prefiere, el recorrido de un viaje, con la ventaja de que conservamos sus huellas.
He sido tan feliz leyendo este libro, lo empecé anoche, de madrugada, tras escribir de los días inolvidables de Santiago Arranz en Fointenebleau, que lo he terminado esta mañana sobre la bicicleta estática. Y, en homenaje a la trama, he hecho algo que no había hecho jamás: he salido al basurero de papel y lo tiré. Ahora siento una indecible nostalgia. Sé que dentro de unas horas iré a una librería a buscar de nuevo a este Kurtz en forma de libro, a esta casa de papel extraña e insólita que me ha llevado también a pensar en las fotos de Andrés Ferrer sobre las soledades de La Patagonia.
Por ahora no escribiré más. Pero sé que un buen puñado de mis amigos Pepe Melero, con quien comí ayer, en una de las mejores veladas de mi vida, Fernando Sanmartín, Félix Romeo, que ya lo habrá leído, Julio José Ordovás, Ángel Artal, José Manuel Pérez Latorre, Gerardo Alquézar, Adolfo Ayuso, Pedro Rújula, Ismael Grasa, Cristina Grande, Fernando García Mongay, Carmen Santos, que estrena libro y agente literario: Carmen Balcells, Antonio Pérez Morte, Mariano Gistaín, Javier Torres, Antonio Pérez Lasheras...- acabarán comprándolo.
Hace dos o tres días que llevaba en la cartera un libro que sospechaba que iba a ser especial. Hablo de La casa de papel (Mondadori) de Carlos María Domínguez (1955), escritor argentino afincado en Montevideo desde 1989. Ha escrito con una prosa limpia y elegante una novela bellísima y sugerente sobre la enfermedad de los libros. El motivo central es una edición, llena de cemento, de La línea de sombra y el libro, de poco más de 100 páginas en apretada y bella caja, es en cierto modo una reescritura de ese libro prodigioso y perturbador de Joseph Conrad, el navegante polaco. La historia empieza con un hecho inverosímil, la profesora Bluma es arrollada por un automóvil mientras lee un poema de Emily Dickinson, algo que había anticipado su pasión de una noche en Monterrey, el enigmático Carlos Brauer, cuya afición desmesurada son los libros, cuya enfermedad son los libros, que los tiene en todas partes, tantos que acaba convirtiendo el salón de su casa en una biblioteca con estanques y corredores. No añadiré nada más del argumento, porque la lectura es un viaje, un salto al vacío, el ingreso hacia una biblioteca que siempre es, como escribió Borges, una puerta en el tiempo. Pero sí añadiré que el libro está lleno de intriga, de búsqueda, y que es un recorrido por el mundo de la literatura, de los libreros, de esta devoción enfermiza que está emparentada con la belleza y con la revelación permanente. Este es un libro de libros con una fascinante intriga, donde he leído cosas como ésta: Un lector es un viajero por un paisaje que ha sido hecho. Y es infinito. El árbol ha sido escrito, y la piedra, y el viento en la rama, la nostalgia por esa rama y el amor al que prestó su sombra. Y no encuentro una dicha mayor que recorrer, en pocas horas diarias, un tiempo humano que de otro modo me sería ajeno. No alcanza una vida para recorrerlo.
El lector y bibliófilo determinante de la historia se llama Delgado, y dice al protagonista: La biblioteca que se arma es una vida. Nunca, digamos, una suma de libros sueltos (...) Usted los acumula en los estantes y parecen una suma, pero, si me permite, se trata de una ilusión. Seguimos ciertos temas y, al cabo de un tiempo, uno termina por definir mundos; por dibujar, si prefiere, el recorrido de un viaje, con la ventaja de que conservamos sus huellas.
He sido tan feliz leyendo este libro, lo empecé anoche, de madrugada, tras escribir de los días inolvidables de Santiago Arranz en Fointenebleau, que lo he terminado esta mañana sobre la bicicleta estática. Y, en homenaje a la trama, he hecho algo que no había hecho jamás: he salido al basurero de papel y lo tiré. Ahora siento una indecible nostalgia. Sé que dentro de unas horas iré a una librería a buscar de nuevo a este Kurtz en forma de libro, a esta casa de papel extraña e insólita que me ha llevado también a pensar en las fotos de Andrés Ferrer sobre las soledades de La Patagonia.
Por ahora no escribiré más. Pero sé que un buen puñado de mis amigos Pepe Melero, con quien comí ayer, en una de las mejores veladas de mi vida, Fernando Sanmartín, Félix Romeo, que ya lo habrá leído, Julio José Ordovás, Ángel Artal, José Manuel Pérez Latorre, Gerardo Alquézar, Adolfo Ayuso, Pedro Rújula, Ismael Grasa, Cristina Grande, Fernando García Mongay, Carmen Santos, que estrena libro y agente literario: Carmen Balcells, Antonio Pérez Morte, Mariano Gistaín, Javier Torres, Antonio Pérez Lasheras...- acabarán comprándolo.
8 comentarios
m ; ) -
pepe -
Anónimo -
Pepe -
Antonio -
he leído unas cuantas reseñas
que aconsejan su lecura, y sí
además te ha gustado tanto..
ahora mismo firmo, para que me guste (como a Félix) la quinta parte. Abrazos a los dos!
Jota -
Ya siento la prisa por tenerlo en mis manos.
Éste blog ya es un libro de libros, conviniendo o discrepando querido Félix. Por cierto, ¿para cuando tu libro?.
No olvides engrasar el pedalier Antón, esa bici-inmóvil es una fuente de inspiración para este rincón.
J. ;)
.
Antón -
FELIX -
Ya sabes que te quiero mucho.