LA LIBERTAD INDIVIDUAL DE RAMÓN SAMPEDRO
Siempre ocurre lo mismo: cuando has leído un libro que te ha conmovido, cuando has visto una película que te ha estremecido en lo más hondo de ti mismo, sientes la insuficiencia de las palabras, temes que no tengas ni el talento ni la inspiración para encontrar frases rotundas, puntos de vista, una visión general que te permita expresar lo que querrías, mejor aún, cómo lo has visto, y qué manantial de incitaciones o de emociones sembró en tu cerebro, en el corazón, en la piel. Me ocurre eso con Mar adentro. He querido verla lo más pronto posible: no quería que me la contasen una y mil veces, he leído muy poco sobre ella, para zambullirme en sus imágenes, en sus diálogos, con una imposible pureza. La película me ha parecido de una rara y ondulada emoción que no se desvanece, ni siquiera cuando adquiere los matices más teóricos alrededor de la legalización de la eutanasia. Ramón Sampedro era un hombre brillante, un pensador, un inválido que había pensado mucho y que se había enriquecido, día a día, con la ópera, con la filosofía, con la lluvia que caía al otro lado de las ventanas, con el recuerdo del mar donde empezó a morir en vida, con la poesía y, sobre todo, con tanta gente que le fue a ver, que le iba a ver casi a diario durante un largo cuarto de siglo y le contaba mil y una historias.
Alejandro Amenábar ha hecho una película que es como un vaivén constante de sentimientos. Sentimientos en cascada, vertiginosos, que rara vez se atropellan. Esta es una película de palabras justas, depuradísimas, pero ante todo es una película de miradas, hondas como el mar que se imagina Ramón, una película de silencios. El silencio puede ser como una sinfonía arrolladora de comunicación y de complicidad. El guión, con dos o tres caídas levísimas, es estupendo, sólido, urdido hasta en el último vocablo, pese a la utilización de tres lenguas: gallego, castellano y catalán. Y destacan la planificación, la construcción de escenas, el punto de vista, la relación entre el eco exterior de los deseos de Ramón y su serenidad lúcida, su afirmación constante en su idea de la dignidad funciona impecablemente, igual que funciona muy bien una idea que acaba siendo un sostén simbólico de la obra: la dicotomía entre la inmovilidad y el dinamismo de la imaginación, que le permite a Ramón soñar, viajar como un pájaro o plantarse en el mar; y como ha soñado eso, como ha viajado a la velocidad de la luz, en los dedos de una música de atmósfera, tiene derecho incluso a imaginarse que se encuentra en la orilla con Belén Rueda, que la besa, que le acaricia la espalda o el pelo, y que descubre el hombro levemente para alcanzar la tersura del pecho.
Hacía años que yo no veia una película donde todo el equipo de actores, seis, siete u ocho, estuviesen a un nivel tan increíble: el memorable Bardem, el intérprete que a todo se atreve, Belén Rueda, Lola Dueñas, en el mejor papel de su vida, en la mejor interpretación de su cada vez más interesante carrera, la maravillosa y casi inconcebible Mabel Rivera (Manuela, la cuñada de Ramón), Celso Bugallo, Clara Segura (creo que me he enamorado de ella), Joan Dalmau, etc. Y todos están espléndidos, integrados, armoniosos, en esa textura de emotividad que no cesa: conviven aquí las lágrimas y el dolor con el humor, incluso con el humor negro, con la ironía, con el amor (que lo hay a varias bandas). Y hay una buena utilización de los paisajes, una visión estilizada no tenía por que ser totalizadora- de Galicia. Yo he visto en la película a mi madre (mi madre es idéntica en su manera de ver el mundo a Mabel Rivera), a mi padre, he visto una relación del hombre con la incertidumbre, con la protección, un sentido poético trufado de fatalismo, paganismo y resignación.
Y una de las cosas más satisfactorias para mí es la defensa que se hace de la libertad individual. Ramón Sampedro no quería ser el tetrapléjico que era todos los tetrapléjicos ni un símbolo colectivo: defendía su derecho a morir cuando la vida le robaba lo esencial: un movimiento definitivo en pos del amor y de las caricias de tan sólo dos metros. Así se lo dice a Belén Rueda, que está muy bien también, mejor cuando se ríe, mejor cuando la cámara capta sin perder permiso su fresca vitalidad de mujer sin doblez. Diáfana como la luz del mundo.
Querría transmitir una percepción final. Esta película me ha tocado muy adentro, tan adentro como la inteligencia de Ramón, tan adentro como el mar, entre otras cosas porque aquí he visto muchos aspectos de mis raíces. Ha sido un encuentro en la química de las pasiones humanas- con ese territorio que llevo impreso en el alma, inyectado en sangre irremediablemente como si fuese arsénico del paisaje, como si fuese una grandiosa herida de melancolía en el centro de mis venas.
Alejandro Amenábar ha hecho una película que es como un vaivén constante de sentimientos. Sentimientos en cascada, vertiginosos, que rara vez se atropellan. Esta es una película de palabras justas, depuradísimas, pero ante todo es una película de miradas, hondas como el mar que se imagina Ramón, una película de silencios. El silencio puede ser como una sinfonía arrolladora de comunicación y de complicidad. El guión, con dos o tres caídas levísimas, es estupendo, sólido, urdido hasta en el último vocablo, pese a la utilización de tres lenguas: gallego, castellano y catalán. Y destacan la planificación, la construcción de escenas, el punto de vista, la relación entre el eco exterior de los deseos de Ramón y su serenidad lúcida, su afirmación constante en su idea de la dignidad funciona impecablemente, igual que funciona muy bien una idea que acaba siendo un sostén simbólico de la obra: la dicotomía entre la inmovilidad y el dinamismo de la imaginación, que le permite a Ramón soñar, viajar como un pájaro o plantarse en el mar; y como ha soñado eso, como ha viajado a la velocidad de la luz, en los dedos de una música de atmósfera, tiene derecho incluso a imaginarse que se encuentra en la orilla con Belén Rueda, que la besa, que le acaricia la espalda o el pelo, y que descubre el hombro levemente para alcanzar la tersura del pecho.
Hacía años que yo no veia una película donde todo el equipo de actores, seis, siete u ocho, estuviesen a un nivel tan increíble: el memorable Bardem, el intérprete que a todo se atreve, Belén Rueda, Lola Dueñas, en el mejor papel de su vida, en la mejor interpretación de su cada vez más interesante carrera, la maravillosa y casi inconcebible Mabel Rivera (Manuela, la cuñada de Ramón), Celso Bugallo, Clara Segura (creo que me he enamorado de ella), Joan Dalmau, etc. Y todos están espléndidos, integrados, armoniosos, en esa textura de emotividad que no cesa: conviven aquí las lágrimas y el dolor con el humor, incluso con el humor negro, con la ironía, con el amor (que lo hay a varias bandas). Y hay una buena utilización de los paisajes, una visión estilizada no tenía por que ser totalizadora- de Galicia. Yo he visto en la película a mi madre (mi madre es idéntica en su manera de ver el mundo a Mabel Rivera), a mi padre, he visto una relación del hombre con la incertidumbre, con la protección, un sentido poético trufado de fatalismo, paganismo y resignación.
Y una de las cosas más satisfactorias para mí es la defensa que se hace de la libertad individual. Ramón Sampedro no quería ser el tetrapléjico que era todos los tetrapléjicos ni un símbolo colectivo: defendía su derecho a morir cuando la vida le robaba lo esencial: un movimiento definitivo en pos del amor y de las caricias de tan sólo dos metros. Así se lo dice a Belén Rueda, que está muy bien también, mejor cuando se ríe, mejor cuando la cámara capta sin perder permiso su fresca vitalidad de mujer sin doblez. Diáfana como la luz del mundo.
Querría transmitir una percepción final. Esta película me ha tocado muy adentro, tan adentro como la inteligencia de Ramón, tan adentro como el mar, entre otras cosas porque aquí he visto muchos aspectos de mis raíces. Ha sido un encuentro en la química de las pasiones humanas- con ese territorio que llevo impreso en el alma, inyectado en sangre irremediablemente como si fuese arsénico del paisaje, como si fuese una grandiosa herida de melancolía en el centro de mis venas.
6 comentarios
Antón -
Cide -
Negra sombra
Cando penso que te fuches,
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.
Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.
Si cantan, es ti que cantas,
si choran, es ti que choras,
i es o marmurio do río
i es a noite i es a aurora.
En todo estás e ti es todo,
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás nunca,
sombra que sempre me asombras.
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NEGRA SOMBRA
(traducción al castellano - Mónica B. Suárez Groba)
Cuando pienso que te fuiste,
negra sombra que me asombras,
a los pies de mis cabezales,
tornas haciéndome mofa.
Cuando imagino que te has ido,
en el mismo sol te me muestras,
y eres la estrella que brilla,
y eres el viento que zumba.
Si cantan, eres tú que cantas,
si lloran, eres tú que lloras,
y eres el murmullo del río
y eres la noche y eres la aurora.
En todo estás y tú eres todo,
para mí y en mí misma moras,
ni me abandonarás nunca,
sombra que siempre me asombras.
Anton -
Javier B -
Por cierto, en el mismo disco (corte número nueve) Dulce Pontes interpreta con una voz portentosa la canción Lela, con letra de Castelao, también de una belleza cautivadora.
Antón -
Cide -