Blogia
Antón Castro

LAS MUJERES DEL CUADRO

Mi primer profesor en realidad fue una maestra y se llamaba Matilde. Lo que más me gustaba de ella era que olía a manzanas rojas y que apenas usaba la tiza. En su casa, conocida como la mansión de Gelito, se vendía fruta: uvas, peras, ciruelas claudias y aquellas manzanas rojas que mi madre compraba. En los aparadores de la cocina y en las estanterías del comedor de nuestra casa siempre había una o dos manzanas relucientes que esparcían un olor delicado, un olor a limpio y tal vez a rosas inundadas de rocío. A menudo, cuando terminaba las clases, que era de alumnos rezagados (algunos ya trabajaban en Carpintería Ferro o en Piensos Verdía Castro) o de párvulos, la propia Matilde se encargaba de pesar las piezas en una báscula dorada. Con ella aprendí a leer, a sumar y a restar, y me aficioné tanto a la lectura que devoraba todo lo que caía en mis manos. Incluso las vidas de santos de los almanaques. Aunque lo que más me gustaba de ella eran las lecturas que nos hacía. Se ponía de pie ante el encerado, exhibía a diario su colección de rebecas –mi compañero de pupitre y primo segundo, Leonardo de Celia, le contó hasta trece-, y empezaba a leer historias de brujería, relatos de aparecidos, cuentos de reyes antiguos con una voz deliciosa y honda. Su voz tenía una melodía exacta de manantial sereno que nace entre peñascos. Los jueves por la tarde nos contaba lo que ella llamaba relatos del país. Cuentos donde siempre aparecía la lluvia y un fantasma que, eso aseguraba, dormía durante el día en el misterioso soto que pertenecía a su familia y que no se encontraba muy lejos de la escuela. Y por la noche, como si fuese un murciélago gigantesco o una lechuza, el fantasma salía a deambular por el mundo y por las playas cercanas; antes de que irrumpiese la claridad del alba regresaba a la fronda y desaparecía en la espesa copa de los abedules y los pinos.
Matilde era soltera y rara vez salía de casa: la veíamos allí, en su local, y alguna vez paseando por el jardín. O, durante el recreo, en la barbería de su hermano Jacinto. Poco más sabíamos de ella. Y tampoco yo hubiera querido saber más. ¿Qué me importaba a mí que nunca fuese a misa o que se le hubiese muerto su único novio conocido en una tarde de violento oleaje en el mar de Barrañán? Mi primo Leonardo me contaba eso y más cosas: que sabía inglés y francés, que bordaba sirenas y barcos con hilos de colores. O descubría el color de su ropa interior, por ejemplo, que era algo que parecía obsesionarle. Hoy, lleva bragas negras; hoy, bragas blancas con lazo azul; hoy, faja de vieja de color crema de membrillo, informaba con escaso sigilo. Mi padre, que estaba a punto de emigrar a Suiza, dijo con evidente enojo: “¿Qué puede importarle eso a un crío de cinco años?”. El mismo día que yo le conté que Leonardo me había obligado a mirar por debajo del pupitre con tintero para verle la entrepierna, y que en efecto usada ropa interior blanca o negra bajo la falda roja, me llevó casi al anochecer a la mansión. Preguntó por ella, por doña Matilde. Le contó lo que había ocurrido y le dijo que yo no volvería más a su clase, que lo entendiera, que se sentía avergonzado de mi comportamiento. Matilde me miró con más pena que reprobación, y dijo con vaga melancolía: “Todos tenemos curiosidad, y los mayores mucha más”. Volví a casa pensando que entre esos mayores a los que había aludido no se refería a los alumnos rezagados precisamente, sino a mi propio padre. Y al padre de Leonardo, al padre de Leonardo en particular.
No me hizo demasiado gracia dejar las clases de Matilde, pero sabía que tarde o temprano tendría que abandonarlas para asistir a la Escuela Pública del pazo de Mosende, en Preguín. No me hacía ninguna ilusión porque veía a mi hermano Crisanto verdaderamente aborrecido. Desesperado. Más de diez o veinte veces, observé a mi madre a luz de la lámpara o del candil curándole las heridas. Era el alumno más odiado de don Antonio, don Antonio Salgar Bertamiráns, el profesor. Resultaba raro el día que no quebraba un palo de cañaveral en su espalda y en sus manos, y resultaba más raro aún que la piel de mi hermano no reventase de cardenales y de llagas. Crisanto era su víctima preferida, y no le importaba tenerlo dos o tres horas encerrado en el pestilente retrete a modo de castigo. Casi ni llegamos a coincidir: el mismo día en que mis compañeros me lanzaron al aire, una, dos, tres veces, por haber aprendido a multiplicar, Crisanto abandonó muy digno el retrete, entró en el aula y cogió el cabás. Se acercó al profeso, estupefacto, y le dijo: “Me marcho para siempre. Es usted una bestia”. Don Antonio cogió el palo de cañaveral (ese día se lo había renovado José Ferreirós. Todos teníamos la obligación de llevarle uno nuevo cada vez que se estropeaba el otro) y avanzó para golpearle. Mi hermano, que tenía ya trece años y era el estudiante más grande y más fuerte de clase, lo paró en seco: “Ni se le ocurra porque estoy dispuesto a matarlo”. Eso exactamente oímos todos. “Si no me voy ahora mismo, tendré que matarlo”, oí de nuevo. Y yo me sentí orgulloso de mi hermano. Esa es la verdad. Mi padre ya estaba en Vevey y mi madre trabajaba en el campo para otros. Entonces, no decíamos por cuenta ajena, sino a jornal. Crisanto, hasta que encontró su sitio, se empleó de aprendiz de sastre, de mecánico, de carpintero, y finalmente descubrió que lo que le gustaba de veras era la albañilería. Hoy, lo mismo trabaja en Santander, en A Coruña o en Muxía, y es un solvente contratista de obras.
Al principio, don Antonio me convirtió a mí en el objeto de su resquemor y de su odio. Aprovechaba cualquier despiste mío, para sorprenderme con un auténtico latigazo; el impacto era tan tremendo, tan doloroso, que yo estallaba de dolor con un río de lágrimas y de sangre obstinada. Incluso me suspendió un curso. Es curioso, pese a su crueldad, a mí me gustaba la escuela y quizá su método de enseñanza. Ahora contábamos con tres pizarras y una buena biblioteca. Una de las ventanas daba a un magnífico jardín de membrillos, perales, manzanos, ciruelas y paraguayos. Y como el edificio había sido un antiguo palacio, con porches, escaleras de piedra, cobertizos y corredores, tenía la sensación de que entraba en una casa encantada. Jugábamos a la rayuela, a vaqueros, aprendíamos geografía a través de los equipos de fútbol, viajábamos a Roma o Grecia con cuentos mitológicos y con los héroes: Medea, Aquiles, Teseo, Ariadna, Helena, Ulises. Aprendíamos cosas de Estados Unidos gracias a las series de televisión como “Caravana”, “El virginiano”, “Los Monroe” o “Daniel Boone”.
Don Antonio tenía casa en el pueblo, Santa Mariña de Lañas (Arteixo. A Coruña), y coincidíamos en las sesiones de televisión en Casa Recouso. Allí parecía otro: simpático, afectuoso, casi burlón, un ser humano, no la bestia que humilló a mi hermano, no el animal que me pegaba a mí con ira. Un día, nos anunció, ante una enorme bandeja de cacahuetes que pagó él, que estaban terminando el nuevo colegio de chicas y que la profesora iba a ser su mujer, doña Clara, que hasta entonces había estado en Betanzos. Aquella sí que fue una noticia que nos conmovió a todos. No es que modificase su mal genio, su crueldad insoportable, de la noche al día, pero se notó. Y mi madre tuvo un gesto insólito en ella: me envió a su casa para darle la bienvenida con una caja de galletas, una botella de quina santa Catalina y una docena de huevos. Era un domingo por la mañana, lo recuerdo perfectamente, de un 17 de enero. Había vendaval y un poste de la luz se había desplomado y carbonizó en el acto a un mulo. Había visto la nueva vivienda, que también era la nueva escuela de chicas, varias veces y desde lejos. Resultaba muy bonita con aquel color amarillo y tantas ventanas a la carretera. Llamé. Y me abrió una mujer. “Esto era para don Antonio y para usted. De parte de mi madre”. “¿Para mí?”. “Sí, eso me ha dicho mi madre”. Me atreví a decir: “¿Será usted la mujer de don Antonio, doña Clara?”. “Sí, sí, lo soy. La nueva maestra”. Su marido no estaba, había ido a buscar el pan. Me hizo pasar al comedor. Me pareció un comedor de ricos, elegante, lleno de libros, de cerámica, de cuadros. Lo miré todo, asombrado, con la codicia, la timidez y el pasmo del ignorante. Sufrí como una borrachera de sensaciones atropelladas. Dije: “Es increíble”. Ella preguntó: “¿Qué es increíble?”. Avergonzado, respondí: “Todo. Todo”. Me explicó los cuadros y enumeró los nombres de los pintores. Juraría que me dijo: “Yo también soy pintora”.
De repente, en un pasillo espacioso, vi el retrato de una muchacha realmente guapa. Parecía un ángel, una diosa, una criatura de otro mundo. Se lo dije. “Nadie la ha definido así jamás”, contestó doña Clara. “¿Te gustaría conocerla?”. Jamás se me habría ocurrido pensar que las personas que están en los cuadros pueden estar vivas; siempre había pensado que los cuadros sólo se pintan a los muertos. Al instante, entró una niña de seis o siete u ocho años. “Aquí la tienes. Esta es Rosario. La niña del cuadro. Nuestra hija”. Enrojecí, tartamudeé, hubiera querido huir o desaparecer de súbito. Nunca había visto a una muchacha tan bella: carecía entonces y carezco ahora de los adjetivos adecuados para describirla. Apareció don Antonio con el pan, y su mujer le enseñó lo que yo le había llevado. “Él no es como su hermano Crisanto”, dijo. “Ni ella parece una bestia como usted”, pensé para mis adentros. Doña Clara, luego, me acompañó al camino, mientras Rosario miraba desde la ventana manchada de gotas de lluvia. Jamás he podido olvidarme de aquella estampa ni de sus ojos claros al otro lado del cristal empapado. Doña Clara sacó de un bolsillo un minúsculo libro, “La flor” de Rosalía de Castro, y me lo regaló. Ni me atreví a abrirlo, preñado de emoción, estremecido de felicidad. Poco antes de entrar en casa, hojée sus páginas y leí la dedicatoria de la autora: “A mi madre”.
La historia no terminó aquí. Fui a verlas otras veces, a Clara y a su hija Rosario, con coñac bajo el brazo, con una porción de cerdo recién matado, que mi madre me había dado, o con un sombrero de moras o con flores del bosque, que yo había recogido. Nunca supe bien del todo cuál de las dos me atraía más. Eran dos quimeras distintas: Doña Clara era el tipo de maestra hermosa e inteligente que yo hubiera querido tener, y Rosario encarnaba un paraíso de pasión y dulzura que seguramente no me reservaría el destino en el porvenir. El día que mi padre, que regresaba de Suiza cada Navidad con un fajo de billetes en un bolsillo interior de su calzoncillo de felpa, nos dijo que había comprado una casa en otro pueblo más grande, Arteixo, enfermé de angustia, de amor, de melancolía. Crecí de golpe a una nueva forma del espanto y de la decepción.
Ahora, cuando van allá más de treinta años, me he convertido en pintor. Un pintor relativamente famoso. Estoy a punto de presentar mi último trabajo, que combina óleos, acuarelas y dibujos con algunos textos de evocación y pequeños cuentos de fantasmas en noches de lluvia. Sólo os revelaré su título: “Clara y Rosario”. Algún día, estoy seguro, también pintaré a Matilde, aquella maestra que olía a manzanas rojas.

*Incluyo en mi blog este texto porque “Mar adentro” me ha hecho recordar algunas de las cosas que aquí cuento. El texto ha sido incluido en el volumen “Maestras” (Prames, en colaboración con el ayuntamiento de Bisecas), en el que también participan autores que quiero y admiro como Carlos Castán, Cristina Grande, Víctor Juan Borroy (escribe sobre María Sánchez Arbós), Julio Llamazares, Ramón Acín, Nacho García-Valiño o Daniel Gascón, entre otros.

4 comentarios

Chorche -

La verdad es que le tengo cariño a Prames, porque publica de vez en cuando libros como soles. "Maestras" es uno. "La memoria amarilla" es otro. Cuando me cambiaron de sección en la librería (de historia y política a pedagogía y psicología), lo primero que hice fue sacarlo de la estanteria y ponerlo en expositor. Yo te vendo, Antón, lo juro. jeje. Saludos

Antonio -

Hermoso en envoltorio y contenido.
¡Es un libro parido con mimo
y se nota!

Antón -

Me alegra que te haya gustado. Había un puñado de gente encantadora y el tema es realmente entrañable. Gracias por tu aliento.

Chorche -

Gran libro...Maestras, digo..aunque sobra la aportación de Castells ;)