UNA HISTORIA DE AMOR
CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 10
Suba, le dijo una joven desde el interior del coche que paró a su lado. La perra gruñó e hizo un ademán de arañar el Audi 3, metalizado en azul oscuro. Vive ahí, ¿no? Lleve al animal a casa que lo espero. Tardó poco más de treinta segundos. Sucedió todo tan de prisa que Martín Mormeneo ni tuvo tiempo de pensar. Miró adentro y reconoció a la muchacha. Era la que había visto pasar, días atrás, por medio del descampado.
-¿Hacia dónde vamos? preguntó ella.
-Irías hacia alguna parte.
-A una verbena.
-Entonces, casi mejor que cambiemos el rumbo.
-No me digas que no te gusta bailar. ¿Conoces algún bar? volvió a preguntar ella.
-¿Que esté abierto a las dos de la mañana? Creo que no, salvo que vayamos a la ciudad.
-Ya buscaremos algún sitio.
Martín Mormeneo la miraba de reojo. En la oscuridad sólo relucía su piel blanca. Las luces del salpicadero dibujaban algunas sombras en su rostro y matizaban el brillo aterciopelado de sus ojos.
-No me mires así, que no puedo devolverte las miradas dijo ella.
-¿De verdad te llamas Sonia?
-¿Cómo te gustaría llamarme?
-Sonia.
No se atrevió a decir, Sonia, la presuntuosa. Era endiabladamente bonita. Tenía una conducción tranquila y en el interior del Audi olía muy bien. Ella también olía bien, a bambú tal vez. No pudo eludir una mirada a sus piernas. Aquellos muslos eran una promesa de felicidad. Los tentadores muslos de un sueño. Dieron vueltas por El Cuenco, Torremedina, por la carretera angosta hacia Casetas. Martín Mormeneo estaba hechizado por la noche, por los chalés con sus arboledas y por la inesperada compañía. Le dijo:
-Vengo a menudo por aquí. Me gustan los huertos, los albérchigos, las higueras, los manzanos. Alargas una mano y coges lo que te apetezca: una morada breva, un melocotón. Además, hay una casa que me gusta mucho, toda cerrada de mirtos. Se llama El Aleph. Siempre juego a pensar que ocurre dentro, en los jardines, cuando cae la tarde.
-A ti te gustan mucho las casas ajenas. He visto cómo miras hacia la ventana de mi cuarto. ¿A qué te dedicas?
-Paseo a mi perra y observo la vida.
-¿Sólo eso?
-Lo demás tiene muy poca importancia.
-He oído decir que eres fotógrafo.
-Sí. Fotógrafo de tambores y bombos.
-Ya veo que tienes un gran sentido del humor. ¿Qué quiere decir eso de Fotógrafo de tambores y bombos?
-Es una historia muy larga.
-No tengo prisa y estoy segura de que la perra ya se habrá dormido.
Paró el coche en medio de un recodo de la carretera, en una alargada alameda. Martín Mormeneo iba hasta ella a menudo en su bicicleta. La noche, aunque no había aparecido la luna, tenía una claridad azulenca e íntima. Sonia dejó encendidas las luces del salpicadero.
-Me debes una historia.
-Es muy poco interesante.
-Eso ya lo decidiré yo. Cuenta...
-Soy fotógrafo de casualidad. Durante años he trabajo de secretario de ayuntamiento en varios municipios. Pero en uno de ellos, en Urrea de Gaén, descubrí la Semana Santa. Ya te he dicho que es una historia muy poco interesante. Allí, logré instalar mi taller de fotógrafo aficionado. Hice muchas fotos, conseguí publicar un par de libros, y un día puse un letrero con mi nuevo oficio: Martín Martín Mormeneo. Fotógrafo, y le añadí un título un poco pomposo: El hombre inscrito en el paisaje. Continué tomando fotos de casi todo: de la vida diaria, de los ancianos en las callejas, de las granjas de cerdos, del cementerio (he sido un fotógrafo de cruces y de nichos, ya ves, rarezas de artista), y finalmente encontré un motivo de inspiración en la Semana Santa: en el vestuario, en el tercerol, en los desfiles y procesiones, en los talleres donde se fabrican tambores y bombos, en la rompida de la hora. A los cinco años cambié el rótulo y puse: Manuel Martín Mormeneo. Fotógrafo de tambores y bombos. Y cuando vine aquí, un amigo, Pepe Melero, me regaló una placa de cerámica de Muel con esa inscripción, y la he colgado en mi casa. Es casi una ironía. Aquí, con esa publicidad, me encargan pocas cosas...
-Yo querría encargarte algo muy especial.
-¿Muy especial?
-Sí, pero antes necesito conocerte mejor.
Martín Mormeneo adelantó una mano hacia su respaldo, que pareció reptar distraídamente hacia la cabeza de Sonia, y hundió sus dedos en el pelo de la joven. El fotógrafo pensaba que la primera caricia, delicadísima, debe empezar por el pelo.
-¿Cuándo vas a besarme?
Lo hizo. Con suavidad, con lentitud, como si explorase la pulposa textura de sus labios; luego con hondura, lengua con lengua, con el rabioso frenesí de dos desconocidos que se encuentran sin aliento en un beso, con la ansiedad de dos desconocidos que se andaban buscando.
Sonia se retiró para mirarlo a los ojos. Alargó uno de sus brazos hacia su cuello y aproximó el otro hasta los botones de su camisa. Martín Mormeneo temblaba; le habría gustado pellizcarse para sentir el gozoso dolor de estar vivo. Sonia, de nuevo, tomó la iniciativa:
-Vamos a ver qué más sabes hacer.
Los asientos se reclinaron automáticamente. La alameda, cómplice y oscura, agrupó sus copas de fronda y se encendió de gemidos.
Suba, le dijo una joven desde el interior del coche que paró a su lado. La perra gruñó e hizo un ademán de arañar el Audi 3, metalizado en azul oscuro. Vive ahí, ¿no? Lleve al animal a casa que lo espero. Tardó poco más de treinta segundos. Sucedió todo tan de prisa que Martín Mormeneo ni tuvo tiempo de pensar. Miró adentro y reconoció a la muchacha. Era la que había visto pasar, días atrás, por medio del descampado.
-¿Hacia dónde vamos? preguntó ella.
-Irías hacia alguna parte.
-A una verbena.
-Entonces, casi mejor que cambiemos el rumbo.
-No me digas que no te gusta bailar. ¿Conoces algún bar? volvió a preguntar ella.
-¿Que esté abierto a las dos de la mañana? Creo que no, salvo que vayamos a la ciudad.
-Ya buscaremos algún sitio.
Martín Mormeneo la miraba de reojo. En la oscuridad sólo relucía su piel blanca. Las luces del salpicadero dibujaban algunas sombras en su rostro y matizaban el brillo aterciopelado de sus ojos.
-No me mires así, que no puedo devolverte las miradas dijo ella.
-¿De verdad te llamas Sonia?
-¿Cómo te gustaría llamarme?
-Sonia.
No se atrevió a decir, Sonia, la presuntuosa. Era endiabladamente bonita. Tenía una conducción tranquila y en el interior del Audi olía muy bien. Ella también olía bien, a bambú tal vez. No pudo eludir una mirada a sus piernas. Aquellos muslos eran una promesa de felicidad. Los tentadores muslos de un sueño. Dieron vueltas por El Cuenco, Torremedina, por la carretera angosta hacia Casetas. Martín Mormeneo estaba hechizado por la noche, por los chalés con sus arboledas y por la inesperada compañía. Le dijo:
-Vengo a menudo por aquí. Me gustan los huertos, los albérchigos, las higueras, los manzanos. Alargas una mano y coges lo que te apetezca: una morada breva, un melocotón. Además, hay una casa que me gusta mucho, toda cerrada de mirtos. Se llama El Aleph. Siempre juego a pensar que ocurre dentro, en los jardines, cuando cae la tarde.
-A ti te gustan mucho las casas ajenas. He visto cómo miras hacia la ventana de mi cuarto. ¿A qué te dedicas?
-Paseo a mi perra y observo la vida.
-¿Sólo eso?
-Lo demás tiene muy poca importancia.
-He oído decir que eres fotógrafo.
-Sí. Fotógrafo de tambores y bombos.
-Ya veo que tienes un gran sentido del humor. ¿Qué quiere decir eso de Fotógrafo de tambores y bombos?
-Es una historia muy larga.
-No tengo prisa y estoy segura de que la perra ya se habrá dormido.
Paró el coche en medio de un recodo de la carretera, en una alargada alameda. Martín Mormeneo iba hasta ella a menudo en su bicicleta. La noche, aunque no había aparecido la luna, tenía una claridad azulenca e íntima. Sonia dejó encendidas las luces del salpicadero.
-Me debes una historia.
-Es muy poco interesante.
-Eso ya lo decidiré yo. Cuenta...
-Soy fotógrafo de casualidad. Durante años he trabajo de secretario de ayuntamiento en varios municipios. Pero en uno de ellos, en Urrea de Gaén, descubrí la Semana Santa. Ya te he dicho que es una historia muy poco interesante. Allí, logré instalar mi taller de fotógrafo aficionado. Hice muchas fotos, conseguí publicar un par de libros, y un día puse un letrero con mi nuevo oficio: Martín Martín Mormeneo. Fotógrafo, y le añadí un título un poco pomposo: El hombre inscrito en el paisaje. Continué tomando fotos de casi todo: de la vida diaria, de los ancianos en las callejas, de las granjas de cerdos, del cementerio (he sido un fotógrafo de cruces y de nichos, ya ves, rarezas de artista), y finalmente encontré un motivo de inspiración en la Semana Santa: en el vestuario, en el tercerol, en los desfiles y procesiones, en los talleres donde se fabrican tambores y bombos, en la rompida de la hora. A los cinco años cambié el rótulo y puse: Manuel Martín Mormeneo. Fotógrafo de tambores y bombos. Y cuando vine aquí, un amigo, Pepe Melero, me regaló una placa de cerámica de Muel con esa inscripción, y la he colgado en mi casa. Es casi una ironía. Aquí, con esa publicidad, me encargan pocas cosas...
-Yo querría encargarte algo muy especial.
-¿Muy especial?
-Sí, pero antes necesito conocerte mejor.
Martín Mormeneo adelantó una mano hacia su respaldo, que pareció reptar distraídamente hacia la cabeza de Sonia, y hundió sus dedos en el pelo de la joven. El fotógrafo pensaba que la primera caricia, delicadísima, debe empezar por el pelo.
-¿Cuándo vas a besarme?
Lo hizo. Con suavidad, con lentitud, como si explorase la pulposa textura de sus labios; luego con hondura, lengua con lengua, con el rabioso frenesí de dos desconocidos que se encuentran sin aliento en un beso, con la ansiedad de dos desconocidos que se andaban buscando.
Sonia se retiró para mirarlo a los ojos. Alargó uno de sus brazos hacia su cuello y aproximó el otro hasta los botones de su camisa. Martín Mormeneo temblaba; le habría gustado pellizcarse para sentir el gozoso dolor de estar vivo. Sonia, de nuevo, tomó la iniciativa:
-Vamos a ver qué más sabes hacer.
Los asientos se reclinaron automáticamente. La alameda, cómplice y oscura, agrupó sus copas de fronda y se encendió de gemidos.
8 comentarios
Anónimo -
Anónimo -
Sonia -
nebdia -
Jota -
"A lo que tú vas, yo...
(P)Volvo.
Antón -
Si volviera a sucederle algo así a este fotógrafo casi invisible de Garrapinillos, amigo sin embargo de Javier Cruces, tendré en cuenta que le ocurra en un Volvo, que también es otro coche formidable para el amor. Dicen, vaya...
Anónimo -
Anónimo -