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Antón Castro

UN ENIGMA CON FANTASMA

CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 3

Le pareció un encargo extraño, pero lo aceptó. Era el primer trabajo profesional que le hacían en el barrio, que cuenta con un fotógrafo de mucho prestigio como Javier Cruces, y creyó que no debía rechazarlo. El hombre le dijo: “Me he atrevido llamar a su puerta porque vi la placa, ‘Manuel Martín Mormeneo. Fotógrafo de tambores y bombos’. Lo que voy a pedirle tiene muy poco que ver con su especialidad. ¿Querría saber si me haría un reportaje de una casa abandonada?”. El hombre entró y los dos bajaron al estudio del sótano. Allí, entre los focos, la colección de cámaras y la biblioteca de fotografía, le explicó que se trataba de Villa Adoración, que estaba a merced de la espesura y la suciedad. “Ahora los chicos la conocen como ‘La mansión del Americano’. Fue de mis abuelos, de mis padres, y ahora es mía. Esa es toda la información que precisa”. Concertaron un número mínimo de fotos, un plazo de entrega, el precio y algunas características de las tomas. El hombre le concedió total libertad, “aunque me gustaría que fuesen tan artísticas como las que cuelgan en sus paredes”, le pidió. Manuel Martín Mormeneo pensó que era un encargo misterioso, casi inquietante, pero a él no le pagaban por hacer preguntas. Conocía vagamente la casa: durante sus sesiones vespertinas de footing la había visto por fuera y la había mirado siempre con cierta inquietud. El conjunto en general imponía pavor, las paredes estaban desconchadas, la maleza avanzaba dispuesta a engullir los últimos escombros, y le llamaban la atención los restos de un campo de tenis que también tenía una pared de frontón y una dependencia cochambrosa que debió ser un molino. Se accedía al caserón por un camino sombrío, junto a la acequia, y por la carretera. Trabajó como solía hacerlo, con meticulosidad, estudiando cada ángulo y apoyándose en sus cuadernos de notas. Lo hizo durante varios días, con diversas cámaras y objetivos, disparando al alba, con las luces duras del mediodía y al atardecer, cuando el cielo derrama esa iluminación amortiguada de sangre, oro neblinoso y sueño. También operó de noche, con trípodes y con focos específicos, sin otra urgencia que la de su propio miedo. Aquella naturaleza en desorden no sólo estaba viva, adquiría caracteres monstruosos. El aleteo de cualquier ave o el chicotazo del viento multiplicaban el pavor. Martín Mormeneo combinó el blanco y negro con el color, mandó repetir algunos positivos, seleccionó 60 fotos de un total de 300, y al cabo de un mes le entregó el álbum. Unos días antes se había cruzado con Javier Cruces. “No sé si lograrás lo que quiere. Por lo menos otros seis fotógrafos hemos hecho antes el mismo reportaje”, le dijo. Ese encuentro lo había dejado muy intrigado y en el fondo lo estimuló todavía más, hasta el punto de que fue a repetir algunas tomas nocturnas y tuvo la suerte de captar los ojos vidriosos de una lechuza. ¿Qué querría en realidad? Le entregó el reportaje con seis fotos más de las que había previsto, 60 y no 54, y le dijo que lo mirase con calma. “No me diga nada. Ya me llamará luego”. Lo hizo a la mañana siguiente: “Señor Mormeneo, han quedado muy bien. Es usted un buen profesional. Sus fotos me han llevado a evocar muchos recuerdos de familia. No he dormido en toda la noche”. Sin embargo, el fotógrafo intuyó su decepción, su falta de verdadero entusiasmo. “¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que no le ha gustado?”, le preguntó. Y el otro respondió con pesadumbre: “Tampoco ha sido usted capaz de retratar el fantasma”.

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