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Antón Castro

UN MALENTENDIDO, UNA NOCHE, UN TREN HACIA NINGUNA PARTE

Anoche me llamó mi hermano. Hablamos de los padres. Y no sé bien por qué hubo un momento en que lloró por teléfono. Mi hermano avanza hacia los 53 años. Me emocionó su fragilidad a medianoche.

Hemos tenido una relación difícil durante algún tiempo. Los malditos malentendidos. Sin embargo, yo siempre lo he querido con locura. Me busco de niño y lo veo a él. Primero en los días de escuela: sólo coincidimos un año y él era un inadaptado feroz, al que encerraban en el retrete y al que siempre le buscaban peleas a la salida del colegio. Incluso teníamos una medio tía, que en realidad era tía de un primo hermano, que tenía delirios y periodos de insoportable locura, que lo encorría entre los maizales, en medio de una selva de maleza. Mi hermano lo dejó todo: quiso ser peluquero, mecánico, sastre, y para mí era el mayor seductor del mundo. Yo amaba a los mujeres bonitas por los ojos de mi hermano. Teníamos un álbum de fotos que yo ordenaba; eran las fotos que mi hermano se hacía con sus amigos y amigas en las fiestas, en los viajes, en los domingos del Penal, un descampado del fútbol y de los primeros amores. Cuando llegaba la noche, cantaba el vocalista Santi Par y yo bailaba como un loco, en el torbellino incesante de la noche tachonada de estrellas, y miraba de reojo a mi hermano, que apresaba el talle de Alicia, que se enterraba en los ojos de su hermana mayor Lola, el primer monumento de lascivia que desordenó mi pureza de nueve años, cuando era Toniño a secas. Toniño para mi madre, para mis tíos, para aquella novia que venía de Sanromán con los bolsillos llenos de caramelos y de galletas de coco. Y luego mi hermano también bailaba con Nieves, que quizá fuese la mujer más elegante de entonces, con su media melena al viento y un desparpajo animal que la convertiría en nuestra Sofía Loren local.

Mi hermano andaba siempre de aquí para allá, en DKW, de fiesta en fiesta, con sus locos amores. ¿En qué consistían entonces para mí los locos amores? No pensaba en el sexo, ni en los besos, sino en la presencia de un cuerpo de mujer, me lo imaginaba hablando con las chicas, enamorándolas con sus historias en el atrio, en la sombra de los paraguas del domingo tras la misa. Era un tipo bárbaro, pensaba yo. Había aprendido a bailar en nuestra cocina primero con la escoba, luego con María de Nacha –que también fue uno de mis amores inolvidables: me llevaba 20 años y me dijo que no iba a crecer más y que me esperaría para que nos casásemos; un día descubrí que se había casado con un carnicero. Y ese día empecé a crecer de veras: desde entonces aplicaba cada tarde el oído a la tierra y escuchaba el tambor de la lluvia. Era mi expresión desesperada de una inefable melancolía-, más tarde con Carmen de Nión. Así no había ni baile ni muchacha que se le resistiera.

Un día hice con él un viaje a la isla de La Toja. Aún sigo buscando ese viaje en mi memoria como quien busca la minúscula arena de un tesoro. Fue un viaje entre chicas mayores en el que mi hermano parecía un gallito de corral. (Es probable que esa percepción sólo sea una exacerbación de mi mitomanía. Bien se ve que soy un enfermedad de afectación desde antes de nacer casi). Es fácil entender que lo admirase con locura, que fuese un ídolo. ¿Qué iba a hacer sino repasar una y otra vez sus fotos con chicas, con disfraces, las instantáneas de las bodas a las que había ido, que me permitían a ir descubriendo una infinita familia? Nos llevamos ocho años.

Vino hace algún tiempo a Zaragoza. En el Pilar de hace dos años, convertido ya en un sólido maestro de obras. Y me contó una historia preciosa. Amaba a L. con locura, una chica realmente bella que tiene un gran talento como modista, como diseñadora de ropas unisex, ahora mismo, cuando frisa la cincuentena. Ella acababa de salir de una compleja relación y él aprovechó para ir a verla a Loureda, para sacarla a bailar, para hablar de nuestro padre que estaba en la emigración y volvía a casa siempre del mismo modo: con su traje de pana marrón, con el calzoncillo lleno de billetes en un bolsillo interior, con naranjas borrachas y rodeado de ranas. Parece ficción, pero no lo es: mi padre llegaba en Navidades, avanzaba por el camino y cuando yo me acercaba a abrazarlo, estaba rodeado de cinco, seis, siete u ocho ranas. Ranas, no sapos. Sigo con mi hermano: concertó una cita con L. en Uxes, un pueblo próximo por donde pasa el tren y donde hay una celda inmensa de pájaros de todas las variedades. Se vieron allí, antes del baile, pasearon, se internaron en el monte, volvieron pronto de la mano, demasiado pronto tal vez, me diría mi hermano. Y cuando empezaba a caer la madrugada apareció el otro. Y L., intimidada, y mi hermano, oliéndose una trifulca, se separaron. No volvieron a verse. No volvieron a hablarse en muchos años, más allá de un saludo convencional al coincidir por la calle de paseo.

L. se casó luego con un primo hermano nuestro: Alexandre Ledo Belvís. Un camionero aficionado a los bólidos, a los karts y al trial, el organizador de las gymkanas automovilísticas de Arteixo. Se ha hecho medio famoso bajo la denominación empresarial de “Carreiras Belvís. Sempre a todo trapo”. Y mi hermano también se casó y ya es abuelo de dos preciosas nietas. Hace poco, mi hermano y L. coincidieron casi treinta años después y tuvieron un momento de cháchara íntima mientras los demás asaban sardinas y patatas y churrasco en una gran reunión familiar, a la que faltó mi padre (Esgrimió un argumento inapelable: faltaban sus cinco nietos de Zaragoza). Y recobraron sin palabras, con la mudez de una memoria agolpada de súbito, aquella noche imposible, aquella vida que se les escapó junto a un tren que no iba a ninguna parte. Sólo diré que L. era (es) endiabladamente guapa, elegante, como una Ornella Mutti de aldea.

¿Qué por que he contado esta historia? No lo sé. He salido a la calle de madrugada, he notado el viento en la cara y en el pelo alborotado, he sentido el hechizo de una medialuna gigantesca en la sangre, y pensé en mi hermano. De adolescente iba a su casa por leche y bajaba muy tarde, con noche oscura como boca de lobo, y tenía que atravesar un cementerio de protestantes. Sentía tanto miedo que me ponía a cantar: “A Santiago voy, ligerito...”. Y mi hermano, que volvía de la obra, replicaba desde el fondo del camino: “... ligerito, suspirando, camino de Compostela”. Mi hermano también se sabía aquella canción contra el pánico de Santi Par, nuestro vocalista ideal. Hace un instante, pensé en mi hermano y recordé que anoche, hacia las doce, me llamó y se emocionó hablando de nuestros padres: de Benito, el emigrante, de Carmen, la campesina; de Benito y Carmen, que nunca leerán esto porque apenas saben leer y no sabrán que nos vuelven a unir como cuando éramos niños, como cuando yo veía a mi hermano como el primer dios que tenía un álbum de cromos que me transformaba, de tanto mirarlo, en el amante del amor.

7 comentarios

Javier -

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Entiendo que Dulcinea te envíe recuerdos -en realidad es amor-, es mi flaca figura la que despierta su admiración.

El herrero de San Felices sabrá herrar bien a Rocinante. ¡Aldonza Lorenzo me espera en El Toboso!
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Para Javier -

A mí también me gustó mucho el artículo de Félix. A veces, al ponerme en este blog no soy consciente de a veces alguien entra y lee que lo uno ha escrito. A ver si aprendo a poner fotos y dibujos como otros que visito, que me encantan. He descubierto con placer varios este fin de semana último, y me gusta mucho también -por ahora más en la forma y en lo que promete, que en el fondo- el Nanoblog.
Javier, Dulcinea del Toboso, me manda recuerdos para ti. Un abrazo. Antón

Anónimo -

Antoncico: no sabe ir en bicicleta como para ir en moto.

De Antón -

Querido y maravilloso Anónimo: ¿Cómo me voy a joder con algo tan excepcional que te pasaba a ti? Ala contrario: es un estímulo maravilloso. Y además (si no me equivoco, este anónimo del Paseo Sagasta es el presidente de mi club de fans, o soy yo el presidente de su club de fans. Un gallego no sabe si sube o si baja la escalera), este señor es el que no se creía lo de los delfines. Y tampoco ahora esto. Lo de los delfines ya sabe que es cierto: aparecían al crepúsculo y jugaban con nosotros en la playa. La anécdota de las ranas ya aparecía en mi libro "El álbum del solitario" (sé que no se le ha olvidado a mi Anónimo), y es tan de verdad, tan de verdad, que debiera ser mentira, una fabulación de "Planetas".

Qué bonito para un chico que nunca aprendió a manejarse bien en bicicleta ver a su padre rodeado de sargantanas y saber luego, de su boca, el secreto para amaestrarlas.

Hay Anónimos que si no existieran habría que inventarlos. Viva el sueño, aunque sea en el Paseo Sagasta. Y viva Pepe Melero, por si anduviese por ahí, en su Volvo crema a la espera de Sonia. Me ha dicho que irá en moto esta vez...

Anónimo -

Antoncico: te vas a joder. Mi padre cuando volvía a casa Sagasta arriba venía también rodeado de ranas y, además, de lagartijas, muchas, muchas lagartijas. Sólo te digo que quisieron contratarlo los del Circo Atlas para que les enseñara a amaestrar ranas y lagartijas...

Javier -

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Es muy admirable relatar aquí una parte de tu intimidad y describirla de forma tan magistral, con tanto detalle.

Es muy admirable también tu memoria porque en tus recuerdos despiertan los míos y rememoran un pasado que no podía imaginar siquiera que estuviera vivo.

Félix Romeo también lo hizo el pasado domingo -19/9/04- desde un artículo publicado en el Heraldo titulado vuelta al cole.

Un abrazo, J. ;)
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Otro anónimo -

Buenos días Anton. Porque ninguna confidencia sobre el Café Europa?.