EL ANCIANO Y SU GEMELO
CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 2
Martín Mormeneo oyó en el kiosco de Oliverio Melús que se había muerto alguien a las cinco de la mañana. Es la noticia ingrata del día. Una conmoción invisible se instala en la panadería, en el estanco, en las tabernas o en el parque donde los ancianos bisbisean. Uno, que todavía monta en bicicleta y recorre sus campos, dice: Un día nos tocará a nosotros como a cualquier carnuz. Mientras, fumemos. Y fuman con parsimonia, sobre el banco de hormigón, como lagartos que apuran el último sol del verano. Es una mañana tibia y monótona en este barrio de las afueras, sacudido una y otra vez por el ruido de los aviones. Martín Mormeneo ya ha comprado los periódicos y el pan, y enfila hacia casa. Se encuentra con otro anciano de ojos azules, con el que charla a menudo cuando pasea a su perra Eloísa, y le pregunta quién se ha muerto. El antiguo practicante. Era de aquí y valía más que todos esos médicos de ahora. Mormeneo quiere saber algo más de él. No le importaba levantarse a cualquier hora, lloviese a cántaros, hiciese cierzo o nevase agrega el anciano-. Lo mismo te pinchaba, que te curaba o te recomendaba una pastilla. Aquí todos lo conocíamos. Qué hombre: seco, alto y muy hablador. Seguro que lo ha visto. En la iglesia ya han escrito su nombre: Segundo Cayuela, quinto mío del 44. Al terminar su trabajo, pedía un vaso de vino. O dos. Era su único defecto.
Martín Mormeneo sigue andando y piensa que aquello no era un defecto, sino una forma de relación con la alegría. Coge una de sus cámaras, una Canon convencional, y regresa a la plaza. Enfoca la portalada de la iglesia, comprueba a través del visor que se leen las letras del nombre del difunto, Segundo Cayuela Miravete, y dispara. En ésas, sale el sacerdote de la taberna Casa Indalecio y lo observa un instante. Esa foto no le servirá de nada le dice-. Es falsa. El muerto es otro: su hermano gemelo, Abelardo, que se dedicaba a la cría de caballos en Torremedina. Acaba de llamarme Segundo y me lo ha dicho: No me mate antes de tiempo, señor cura, aunque es bonito saber que la gente me aprecia. Jamás me había pasado algo así. El sacerdote, José Aniés, sólo lleva dos meses en la parroquia.
El anciano de los ojos azules tampoco le había dicho a Martín Mormeneo que Segundo Cayuela es un formidable bromista, capaz de inventarse su propia muerte. O de inventarse un hermano gemelo.
Martín Mormeneo oyó en el kiosco de Oliverio Melús que se había muerto alguien a las cinco de la mañana. Es la noticia ingrata del día. Una conmoción invisible se instala en la panadería, en el estanco, en las tabernas o en el parque donde los ancianos bisbisean. Uno, que todavía monta en bicicleta y recorre sus campos, dice: Un día nos tocará a nosotros como a cualquier carnuz. Mientras, fumemos. Y fuman con parsimonia, sobre el banco de hormigón, como lagartos que apuran el último sol del verano. Es una mañana tibia y monótona en este barrio de las afueras, sacudido una y otra vez por el ruido de los aviones. Martín Mormeneo ya ha comprado los periódicos y el pan, y enfila hacia casa. Se encuentra con otro anciano de ojos azules, con el que charla a menudo cuando pasea a su perra Eloísa, y le pregunta quién se ha muerto. El antiguo practicante. Era de aquí y valía más que todos esos médicos de ahora. Mormeneo quiere saber algo más de él. No le importaba levantarse a cualquier hora, lloviese a cántaros, hiciese cierzo o nevase agrega el anciano-. Lo mismo te pinchaba, que te curaba o te recomendaba una pastilla. Aquí todos lo conocíamos. Qué hombre: seco, alto y muy hablador. Seguro que lo ha visto. En la iglesia ya han escrito su nombre: Segundo Cayuela, quinto mío del 44. Al terminar su trabajo, pedía un vaso de vino. O dos. Era su único defecto.
Martín Mormeneo sigue andando y piensa que aquello no era un defecto, sino una forma de relación con la alegría. Coge una de sus cámaras, una Canon convencional, y regresa a la plaza. Enfoca la portalada de la iglesia, comprueba a través del visor que se leen las letras del nombre del difunto, Segundo Cayuela Miravete, y dispara. En ésas, sale el sacerdote de la taberna Casa Indalecio y lo observa un instante. Esa foto no le servirá de nada le dice-. Es falsa. El muerto es otro: su hermano gemelo, Abelardo, que se dedicaba a la cría de caballos en Torremedina. Acaba de llamarme Segundo y me lo ha dicho: No me mate antes de tiempo, señor cura, aunque es bonito saber que la gente me aprecia. Jamás me había pasado algo así. El sacerdote, José Aniés, sólo lleva dos meses en la parroquia.
El anciano de los ojos azules tampoco le había dicho a Martín Mormeneo que Segundo Cayuela es un formidable bromista, capaz de inventarse su propia muerte. O de inventarse un hermano gemelo.
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Javier -