EVOCACIÓN DE RAFAEL PÉREZ ESTRADA
Una de las mejores colecciones de poesía en España es la de Calambur, que llega su número 50. Y lo hace de la mano de un poeta ya desaparecido: Rafael Pérez Estrada (1934-2000), al cual conocí en el verano de 1999 en su ciudad de Málaga. Antes, Santiago Gascón, casado con la malagueña Araceli (un nombre muy literario: Araceli se titula la novela más conocida de Elsa Morante, inspirada en parte en su amiga Araceli Zambrano), me había puesto en contacto con Rafael: había leído algunos de sus poemas, de sus prosas poéticas, esa escritura entre alada y sensual, rebosante de imaginación y exactitud, que se disuelve en un ritmo que parece el propio del corazón de la música. Aficionado a las sirenas, a los marineros, a los jardines, a los ángeles, aficionado a las invisibles formas de la belleza, a los bestiarios, Rafael era todo un caballero del sur: te enviaba sus dibujos conservo uno, espléndido, en tinta negra, de una sirena cartera-, sus libros dedicados y te revelaba su admiración de inmediato. Se movía entre Lorca y Cunqueiro y el postismo, era un puro torrente de imágenes y de hallazgos felices que a veces resultan casi naïf.
Al final, decidimos hacer un viaje a Andalucía: Málaga, Sevilla, Granada, más tarde regresaríamos a Galicia por la ruta de la Plata. Y en Málaga, en su bar de siempre, con sus amigos, Antonio Soler, Juvenal Soto, Santiago Gascón, entre otros, lo vi, conversé con él, le tomé fotos. Se las tomé yo o mi amigo Patricio Julve. Hablamos de todo: de su pasión por el mar y la pintura, de los amores prohibidos, de los poetas que amaba, de los rincones malagueños, de su elegante madre que pintaba, de la eufonía incesante de su prosa, trabajada a buril, esculpida con la brisa del ingenio y la gracia, con las neblinas del mar.
Acaba de llegarme ese poemario hecho de retazos: Bajo el cielo indeciso, y vuelvo a encontrarme con un escritor personalísimo, que moldea el lenguaje a su antojo, que halla recursos en cualquier sitio, que te sumerge en un mundo que sigue el vaivén de las estaciones, los sonidos de la melancolía, los impulsos de la blanca luz de las bahías y los parques del sur. En este ejemplar, rescatado por los herederos de Rafael Pérez Estrada, hay muchas piezas espléndidas, que se te quedan en el cerebro con su música invencible de ruiseñor de siglos. Pienso en el poemita a Isla Correyero, en la Carta a un poeta muy querido, La mosca, que me hace recordar a Antonio Machado, aunque el estilo y la sofisticación sean muy diferentes, pienso en esa historia de amor imaginada por una mujer que se titula Mulatos de la luz y de la noche, en la pieza Caballos (transcribo el párrafo final: Y él sabía que soñar caballos, traer a los desiertos de las ensoñaciones la belleza de un bruto blanco significaría la muerte del soñador, el paso de la frontera de todos los espejos. Y por eso agotaba su vida modelando caballos). Pienso en la visita a la casa del pintor y poeta Juan Carlos Mestre, o en esa prodigiosa pieza de apenas veinte líneas: La huella del crimen, sobre la muerte de un jardinero, o La casa del poeta, composición con ecos marinos dedicada a José Ángel Cilleruelo.
En este libro, hay mucho que leer. Mucho donde abismarse. Lo hice durante media hora a las dos de la mañana en la explanada y me quedé absorto, poseído, hechizado, y al volver la noche se tachonó de estrellas para Rafael. Aquí está un fragmento de creación de ese hombre maravilloso heredero de la imaginería de Juan Ramón Jiménez, fabulador de libros imposibles o soñador, creador de bestias y ángeles entreverados- que fue Rafael Pérez Estrada, aquel poeta sonriente que parecía un contador de Las Mil y una noches. Los niños, con él, no tenían tiempo ni para el cansancio, el abatimiento o la tristeza. Es un escritor solitario, sin posible adscripción, un raro que, cuando caía la tarde y las primeras cervezas, o las cerezas sin dueño de mayo, inventaba para todos un tigre devorador de lirios.
Al final, decidimos hacer un viaje a Andalucía: Málaga, Sevilla, Granada, más tarde regresaríamos a Galicia por la ruta de la Plata. Y en Málaga, en su bar de siempre, con sus amigos, Antonio Soler, Juvenal Soto, Santiago Gascón, entre otros, lo vi, conversé con él, le tomé fotos. Se las tomé yo o mi amigo Patricio Julve. Hablamos de todo: de su pasión por el mar y la pintura, de los amores prohibidos, de los poetas que amaba, de los rincones malagueños, de su elegante madre que pintaba, de la eufonía incesante de su prosa, trabajada a buril, esculpida con la brisa del ingenio y la gracia, con las neblinas del mar.
Acaba de llegarme ese poemario hecho de retazos: Bajo el cielo indeciso, y vuelvo a encontrarme con un escritor personalísimo, que moldea el lenguaje a su antojo, que halla recursos en cualquier sitio, que te sumerge en un mundo que sigue el vaivén de las estaciones, los sonidos de la melancolía, los impulsos de la blanca luz de las bahías y los parques del sur. En este ejemplar, rescatado por los herederos de Rafael Pérez Estrada, hay muchas piezas espléndidas, que se te quedan en el cerebro con su música invencible de ruiseñor de siglos. Pienso en el poemita a Isla Correyero, en la Carta a un poeta muy querido, La mosca, que me hace recordar a Antonio Machado, aunque el estilo y la sofisticación sean muy diferentes, pienso en esa historia de amor imaginada por una mujer que se titula Mulatos de la luz y de la noche, en la pieza Caballos (transcribo el párrafo final: Y él sabía que soñar caballos, traer a los desiertos de las ensoñaciones la belleza de un bruto blanco significaría la muerte del soñador, el paso de la frontera de todos los espejos. Y por eso agotaba su vida modelando caballos). Pienso en la visita a la casa del pintor y poeta Juan Carlos Mestre, o en esa prodigiosa pieza de apenas veinte líneas: La huella del crimen, sobre la muerte de un jardinero, o La casa del poeta, composición con ecos marinos dedicada a José Ángel Cilleruelo.
En este libro, hay mucho que leer. Mucho donde abismarse. Lo hice durante media hora a las dos de la mañana en la explanada y me quedé absorto, poseído, hechizado, y al volver la noche se tachonó de estrellas para Rafael. Aquí está un fragmento de creación de ese hombre maravilloso heredero de la imaginería de Juan Ramón Jiménez, fabulador de libros imposibles o soñador, creador de bestias y ángeles entreverados- que fue Rafael Pérez Estrada, aquel poeta sonriente que parecía un contador de Las Mil y una noches. Los niños, con él, no tenían tiempo ni para el cansancio, el abatimiento o la tristeza. Es un escritor solitario, sin posible adscripción, un raro que, cuando caía la tarde y las primeras cervezas, o las cerezas sin dueño de mayo, inventaba para todos un tigre devorador de lirios.
2 comentarios
Querido José Ángel: -
José Ángel Cilleruelo -