CUENTO CON CABALLO DE YORGOS
Me escribe una preciosa postal Jorge Sanmartín. El texto es breve pero inolvidable: Antón te mando un caballo es amigo de una sirena.Y dibuja, con el máximo esquematismo posible, con la mayor capacidad de sugerencia, un caballo. Un caballo que es un auténtico caballo con alzada, mirada al frente y una ampulosa cola.
Salgo al galope con ese caballo a la llanura. Soy como un potrero que ingresa en la noche, cabalgando, con su perra Noa y con su gata Cati. Llevo un libro en la mano, La red del pescador, la nueva novela de José Luis Galar (Zaragoza, 1965), que empieza con el personaje Gastón de Buj en un viaje en el tiempo que da claves para entender la ficción en la que estoy a punto de zambullirme. Antes de abrir el libro, sentado en un banco, al relente, contemplo el paisaje: esta noche fría, azotada por el viento, esta noche que arracima estrellas en una urdimbre de terciopelo. Al fondo, en ese edificio público que están haciendo desde hace algún tiempo y donde mora Jorge, el guardián de las sombras, parpadea siempre una luz: sólo una luz mortecina que ilumina dos cuartos, uno abierto del todo, y otro entrevisto tras un tabique. Siempre pienso si allí hay sombras, fantasmas, o albañiles que se refugian hasta que vuelven, con el alba, al tajo. Esa luz ahí, de día y de noche, para nadie quizá, es perturbadora. Antes de descabalgar Jorge, Yorgos, debes saberlo: me he montado en tu alazán de papel, en tu alazán amigo de una sirena-, miro la torre de la iglesia, la fronda copiosa de los pinos, las constelaciones que se prolongan a lo lejos, sobre descampados que andan y andan y andan hasta las cordilleras de Utebo o de Casetas. O más allá, en un prehistórico paisaje lunar.
Y entonces, chisto al caballo, lo detengo y lo ato a un palenque imaginario. La perra se escabulle y trisca; la gata, desamparada, me mira como si buscase un regazo de abrigo. Abro Las redes del pescador (Leyere. Lleva veinte días en el mercado y está a punto de llegar a su segunda edición), leo la historia de Gastón de Buj, afecto al rey de Aragón, pero esa historia inicial no me atrapa tanto como otra que comienza en Zaragoza en 1999, donde un sacerdote que trabajaba en el Archivo Diocesano acaba de ahorcarse con su cinturón en un psiquiátrico. Tenía 69 años y unos días antes había llamado a su sobrina Rebeca para decirle que temía que lo iban a matar. Rebeca, desde Roma, llama al detective Marcos al cual, por cierto, le gusta la camarera Lola, y a ella le gusta él; una noche como ésta, tras el ardiente ron, se miran, se beben en silencio y se van cada uno por un lado tras esperar en vano que el otro abriese la boca, que el otro pusiese palabras al mudo idilio - y le pide que investigue el caso. Al principio, sólo hablan por teléfono y Rebeca, atractiva también, es lo suficientemente enigmática, pero Marcos ha sido cauto, más que cauto previsor, y encarga que tomen fotos del entierro del suicida. Es un entierro pobre, bajo la lluvia y casi sin gente, salvo unos cuantos curas. Y así avanza una novela honesta, en la que pasan cosas constantemente, donde se unen lo inmediato, lo que ocurre hoy mismo, con una trama más compleja, no siempre fácil de seguir con una primera lectura, en la que todo se complica: Marcos irá, en sus pesquisas, desde la cartuja de Aula Dei hasta el Vaticano mismo, y en el drama cargado de suspense irrumpen dos elementos extraños como un cardenal y un sacerdote, siciliano, nada menos.
Estuve ayer con José Luis Galar. Desde hace casi quince años, cuando trabajaba en El día de Aragón, tengo un amigo detective: Fernando González, nacido en Extremadura, pero representante de automóviles durante un tiempo, rapsoda de Gabriel y Galán, y detective paciente y discreto. Me llamó y me invitó a un café en el Tabernillas. Me esperaba con José Luis Galar, tan discreto y afable como Fernando, que además es su tío, el segundo padre que le regaló la vida, cruel con su verdadero padre. Yo ya conocía a José Luis Galar Gimeno como autor, había leído Muerte en un cabaret, y le conté que Fernando y yo, desde algún tiempo, nos vemos, me cuenta sus casos, tomo notas, porque será él el amigo investigador de mi fotógrafo Manuel Martín Mormeneo, que querría salir a resolver algunos casos con sus fotos, algo que le ayuda a hacer el fotógrafo Luis a su amigo Marcos en Las redes del pescador, la novela que Galar llevaba en su maleta y estampó con ese pudor sincero que te gana de inmediato. No adelanto mucho más del argumento. Coincidimos que Fernando González tiene un aire a Banaceck (George Peppard, aquel actor rubio que perseguía el amor de Audrey Hepburn en "Desayuno con diamantes").
Jorge, Yorgos amigo, no me he vuelto loco. Me gusta leer de madrugada, entre mis animales, contra la caricia del frío. Si no se lo dices, te diré algo: a veces leo a tu papá: Viajes y novelerías, sobre todo; me ha emocionado que te lo dedicase a ti. La luz inquietante se desmaya al fondo. Vuelvo a casa con mi perra y mi gata, a horcajadass de mi caballo como Gastón de Buj. Cuando estoy a punto de entrar en mi calle, ya sabes, Perera Larrosa 7, adonde me has enviado la carta, el cuento (Antón te mando un caballo es amigo de una sirena) y el alazán, se paró un coche minúsculo: un Nissan micra rojo. Como te lo digo: 1.27 de la madrugada en el reloj de la torre. Y dentro, la vi perfectamente, iba una muchacha, que se volvió. Ralentizó la marcha, miró al caballo y volvió a concentrarse en el volante, a la par que aceleraba. Tenía un pelo espléndido, ésa es la verdad. Jorge, te digo una cosa, esa mujer que conducía de madrugada era una sirena como esas que tú tienes en casa, en la bañera, en los dibujos y en los libros
* Esta foto del niño Yorgos, Jorge Sanmartín, es de Víctor Juan Borroy y está tomada en diciembre en Belchite, mientras el niño recitaba "Verde que te quiero verde, // verde viento, verdes ramas. // El barco sobre la mar, // y el caballo en la montaña".
Salgo al galope con ese caballo a la llanura. Soy como un potrero que ingresa en la noche, cabalgando, con su perra Noa y con su gata Cati. Llevo un libro en la mano, La red del pescador, la nueva novela de José Luis Galar (Zaragoza, 1965), que empieza con el personaje Gastón de Buj en un viaje en el tiempo que da claves para entender la ficción en la que estoy a punto de zambullirme. Antes de abrir el libro, sentado en un banco, al relente, contemplo el paisaje: esta noche fría, azotada por el viento, esta noche que arracima estrellas en una urdimbre de terciopelo. Al fondo, en ese edificio público que están haciendo desde hace algún tiempo y donde mora Jorge, el guardián de las sombras, parpadea siempre una luz: sólo una luz mortecina que ilumina dos cuartos, uno abierto del todo, y otro entrevisto tras un tabique. Siempre pienso si allí hay sombras, fantasmas, o albañiles que se refugian hasta que vuelven, con el alba, al tajo. Esa luz ahí, de día y de noche, para nadie quizá, es perturbadora. Antes de descabalgar Jorge, Yorgos, debes saberlo: me he montado en tu alazán de papel, en tu alazán amigo de una sirena-, miro la torre de la iglesia, la fronda copiosa de los pinos, las constelaciones que se prolongan a lo lejos, sobre descampados que andan y andan y andan hasta las cordilleras de Utebo o de Casetas. O más allá, en un prehistórico paisaje lunar.
Y entonces, chisto al caballo, lo detengo y lo ato a un palenque imaginario. La perra se escabulle y trisca; la gata, desamparada, me mira como si buscase un regazo de abrigo. Abro Las redes del pescador (Leyere. Lleva veinte días en el mercado y está a punto de llegar a su segunda edición), leo la historia de Gastón de Buj, afecto al rey de Aragón, pero esa historia inicial no me atrapa tanto como otra que comienza en Zaragoza en 1999, donde un sacerdote que trabajaba en el Archivo Diocesano acaba de ahorcarse con su cinturón en un psiquiátrico. Tenía 69 años y unos días antes había llamado a su sobrina Rebeca para decirle que temía que lo iban a matar. Rebeca, desde Roma, llama al detective Marcos al cual, por cierto, le gusta la camarera Lola, y a ella le gusta él; una noche como ésta, tras el ardiente ron, se miran, se beben en silencio y se van cada uno por un lado tras esperar en vano que el otro abriese la boca, que el otro pusiese palabras al mudo idilio - y le pide que investigue el caso. Al principio, sólo hablan por teléfono y Rebeca, atractiva también, es lo suficientemente enigmática, pero Marcos ha sido cauto, más que cauto previsor, y encarga que tomen fotos del entierro del suicida. Es un entierro pobre, bajo la lluvia y casi sin gente, salvo unos cuantos curas. Y así avanza una novela honesta, en la que pasan cosas constantemente, donde se unen lo inmediato, lo que ocurre hoy mismo, con una trama más compleja, no siempre fácil de seguir con una primera lectura, en la que todo se complica: Marcos irá, en sus pesquisas, desde la cartuja de Aula Dei hasta el Vaticano mismo, y en el drama cargado de suspense irrumpen dos elementos extraños como un cardenal y un sacerdote, siciliano, nada menos.
Estuve ayer con José Luis Galar. Desde hace casi quince años, cuando trabajaba en El día de Aragón, tengo un amigo detective: Fernando González, nacido en Extremadura, pero representante de automóviles durante un tiempo, rapsoda de Gabriel y Galán, y detective paciente y discreto. Me llamó y me invitó a un café en el Tabernillas. Me esperaba con José Luis Galar, tan discreto y afable como Fernando, que además es su tío, el segundo padre que le regaló la vida, cruel con su verdadero padre. Yo ya conocía a José Luis Galar Gimeno como autor, había leído Muerte en un cabaret, y le conté que Fernando y yo, desde algún tiempo, nos vemos, me cuenta sus casos, tomo notas, porque será él el amigo investigador de mi fotógrafo Manuel Martín Mormeneo, que querría salir a resolver algunos casos con sus fotos, algo que le ayuda a hacer el fotógrafo Luis a su amigo Marcos en Las redes del pescador, la novela que Galar llevaba en su maleta y estampó con ese pudor sincero que te gana de inmediato. No adelanto mucho más del argumento. Coincidimos que Fernando González tiene un aire a Banaceck (George Peppard, aquel actor rubio que perseguía el amor de Audrey Hepburn en "Desayuno con diamantes").
Jorge, Yorgos amigo, no me he vuelto loco. Me gusta leer de madrugada, entre mis animales, contra la caricia del frío. Si no se lo dices, te diré algo: a veces leo a tu papá: Viajes y novelerías, sobre todo; me ha emocionado que te lo dedicase a ti. La luz inquietante se desmaya al fondo. Vuelvo a casa con mi perra y mi gata, a horcajadass de mi caballo como Gastón de Buj. Cuando estoy a punto de entrar en mi calle, ya sabes, Perera Larrosa 7, adonde me has enviado la carta, el cuento (Antón te mando un caballo es amigo de una sirena) y el alazán, se paró un coche minúsculo: un Nissan micra rojo. Como te lo digo: 1.27 de la madrugada en el reloj de la torre. Y dentro, la vi perfectamente, iba una muchacha, que se volvió. Ralentizó la marcha, miró al caballo y volvió a concentrarse en el volante, a la par que aceleraba. Tenía un pelo espléndido, ésa es la verdad. Jorge, te digo una cosa, esa mujer que conducía de madrugada era una sirena como esas que tú tienes en casa, en la bañera, en los dibujos y en los libros
* Esta foto del niño Yorgos, Jorge Sanmartín, es de Víctor Juan Borroy y está tomada en diciembre en Belchite, mientras el niño recitaba "Verde que te quiero verde, // verde viento, verdes ramas. // El barco sobre la mar, // y el caballo en la montaña".
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