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Antón Castro

UNA MAÑANA DE FÚTBOL EN TORRE RAMONA

Los sábados por la mañana son de fútbol. Un barullo incontenible de mujeres que fuman, de hombres que también fuman e insultan al árbitro, casi siempre de modo estratégico (“tenemos que hacernos notar, no vaya a ser que nos pierda el respeto”, comentan unos), y sobre todo ese festín de jugadores jóvenes, casi párvulos, entusiastas, que calientan, combaten el frío y garbean con el chándal con su escudo dibujado. Torre Romana se despereza, sólo un poco, como a sorbos, de la boira, y los futbolistas exhiben sus buenas maneras, la rasmia que desmorona el frío en cada bocanada de vaho. Diego y sus chicos de Garrapinillos juegan con el Unión San José, que va segundo y pugna para ser primero. Me advierte. “Hoy jugamos con cinco defensas, cuatro medios y un delantero”. Sorprendentemente, el delantero es él: se faja desde el primer minuto, rasea, gambetea y olisquea el peligro. En uno de los primeros lances, acosa al defensa, le hace trastabillar y el adversario marca en su propia puerta. Otra jugada, apenas unos después, la resuelve magistralmente José Ángel “Tirillas”, un extremo de los de antes: veloz como el rayo, lebrel sin tregua que desafía en cada balón al lateral y a la línea de fondo. Ante el arquero, le engaña y le desborda.

Los nervios locales se multiplican y un padre se eriza, y al hacerlo insulta al árbitro. Hay que decirlo, y él lo dice: es un insulto táctico y a tiempo antes de que la mañana y la aspiración al título se vengan abajo. Magnífico y correoso partido en todas las líneas. Gayoso, nuestro arquero, para un penalti, Adrián Serna se estira a sus anchas con esa planta de magnífico jugador que exhibe, Mario Martín se multiplica como un gladiador ante las fieras, Langarita derrapa a destajo, y los centrales –Christian y el búlgaro Laser, nuestro extranjero ideal- no pierden ni el gas ni el aliento. Diego va y viene, avanza, regatea, penetra y sirve buenos balones a los suyos. Posee pundonor, un poco de talento y trabaja sin descanso. Es el perfecto jugador de equipo con calidad. Y no es pasión de padre. Llega casi siempre, se filtra entre las torres de la zaga, aunque le falta un poco de fuerza y de contundencia en el remate. Y además, y esto sí es pasión de padre, lo hace con dulzura, con una modestia que desarma. Por eso, ya que el viernes tuvo un amago de rebeldía, ayer no hice otra cosa que recalcar ante todos su primera tentativa de matar al padre.

La segunda parte es vibrante, desde el primer minuto. El Unión –como grita una mujer, que defienda la deportividad y el buen rollo, sin renunciar a sus cigarrillos nerviosos y a sus ánimos (ella no insulta al árbitro; le dice a los jugadores: “Cariño”)- ataca y ataca, y el Garrapinillos contragolpea con precisión en el uso del tiralíneas, el despliegue de la geometría, pero falla arriba, en el instante decisivo. Recorta distancias el Unión tras un fallo que encadena pequeños despistes y se agiganta, pero el aspirante sigue a su ritmo: “Tirillas”, mientras le resiste la airosa cadera, profundiza hasta el fondo como una flecha agoniosa, Adrián se desmorona entre calambres, Mario Martín se eleva con furia de potro y los centrales siguen sin dar respiro. La tensión se multiplica en cada área, pero el pitido final del joven árbitro de color –convencido incluso de sus errores- favorece el esfuerzo del Garrapinillos. Fue un partido perfecto, de emoción sin límite, deportivo, intenso.

Y Diego, que retrasó al final su puesto para actuar como medio centro de contención, culminó una preciosa mañana de fútbol que ensancha, ante mis ojos y los de sus compañeros, su crédito, aunque si hubiese que buscar una figura que no fuese la del bloque, el foco debiera desplazarse hacia Miguel Ángel Gayoso Pescatore, hijo de gallego de Orense y de italiana, nuestro magnífico portero recién regresado de la nieve. Torre Romana, a las once, parece una majestuosa escuela de fútbol. Un diez de seda, alevín tal vez y embutido en rojo, provoca admiración. Otra mujer dice, desde el interior su de ostentoso abrigo de piel: “Ese niño es un artista”.

Sigo por el transistor del móvil el partido entre Casablanca y San Gregorio, de División de Honor infantil. Jorge juega el partido completo a todo tren en la carrera y en el esfuerzo, pero pierde por 5-1. Diego, que sabe que su hermano es un interior izquierdo que penetra y culebrea en la zona de peligro, como ha hecho en los tres últimos y maravillosos años en Garrapinillos, me pregunta: “¿Es que este equipo del San Gregorio no tiene lateral izquierdo? Tu hijo juega demasiado atrás, donde de nada sirven sus regates. Quédate tranquilo: luchó muchísimo y no fue fácil desbordarlo. No sé si no se equivocarán con la táctica…” Mientras sigo el partido imposible por el móvil, viene Ana Lóbez que ilustra mañana una página sobre “El Quijote” en “Heraldo”, y llama el fotógrafo aragonés Joaquín Ariza Andolz, zaragozano que emigró a Barcelona en 1992 y que ha publicado el libro “Desnudos / Nudes” del que hablé otro día. Joaquín, que proyecta un libro de “Hombres” que será comercializado también en Estados Unidos, vendrá por Zaragoza pronto. Ese día conversaré con él y podremos poner rostro a este maestro inadvertido del lenguaje del cuerpo esculpido por la luz. O del cuerpo que se proyecta hacia la cámara y se copia en su corazón de láminas y espejos.

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