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Antón Castro

JULIO ALEJANDRO: EL MAR, EL MONCAYO Y EL CINE

Huesca ha dado alguno de los personajes más fascinantes del siglo XX como ese creador total que fue Ramón Acín: pintor, dibujante, periodista, pedagogo, antropólogo fascinado por lo popular y su artesanía; el modernista Llanas Aguilaniedo, que sedujo a personajes de tanto paladar como Pere Gimferrer; el escritor Ramón José Sender, que se sentía entrañado con la tierra y sus paisajes. El narrador volvía una y otra vez a los territorios de su mágica infancia y de su excitada juventud como periodista en “La tierra” y como novio fugaz de la pianista Fermina Atarés, madre de otros dos oscenses ilustres, ilustrados e iluminados: Antonio, el hermano reciente de Goya en ciertos tonos del negro y otras visiones inquietantes, y Carlos, el cineasta que jamás pudo olvidar a una abuela sombría y a una tía y joven que era una tentación constante por su espléndida belleza.

No nació oscense exactamente Ramón y Cajal, pero lo fue de corazón: se crió en Ayerbe, donde intuyó los secretos de la fotografía, se reveló un dibujante excelente (ya se ha demostrado que sus investigaciones científicas abrieron caminos esenciales al arte, incluido los americanos) y creció a la sombra del castillo de Montearagón y de algunas huertas repletas a las que entraba más por sentido de aventura que por hambruna o gula. Oscense, vivo y redivivo en cien tertulias, es Pepín Bello, el cómplice ideal de Luis Buñuel, el hombre imaginativo capaz de soñar imágenes turbulentas que perturbarían el siglo, como la navaja barbera que rasga el ojo o los carnuzos hallados en las afueras, en alguna ribera del Guatizalema y del Flumen.

No queremos abrumar con la nómina. Pero cada vez que pensamos en Huesca se nos viene a la imaginación Julio Alejandro de Castro Cardús: el navegante, el joven poeta que visitó a Antonio Machado, el dramaturgo que fue confundido con un seudónimo o un “alter ego” de Alejandro Casona, el soldado de varias batallas (la nuestra, oceánica y terrible; la guerra de Filipinas; la guerra de incomprensión en su propio país) y, sobre todo, el guionista asombroso que supo hacer hablar y sentir a la mujer que poblaría las películas de Luis Buñuel.

Hace no demasiado tiempo fallecía María Félix, la “doña”, la mujer increíble de fuego y nardo que encarnó a “Doña Bárbara”, la novela de Rómulo Gallegos. Julio Alejandro siempre hablaba de ella como un enamorado más: de su orgullo, de su personalidad, de su gusto por las joyas, de su desdén hacia las otras. Y hablaba de Dolores del Río: le encantaba contar la historia de aquel marido o amante que llenaba el tálamo y la bañera de gardenias; solía contar sus encuentros clandestinos con el hombre de su vida, un tal Orson Welles. Julio contaba y no paraba: era un narrador oral prodigioso. Llenaba su vida y las de los demás de relatos, de aparecidos, de anécdotas increíbles. Había conocido a García Márquez, a Juan Rulfo (quizá uno de sus personajes favoritos: lo miraba con ternura, con compasión, con idolatría y fue el director artístico de “Pedro Páramo”, la película de Carlos Velo), fugazmente al difícil Luis Cernuda o al realizador Vittorio de Sica. En un viaje a México, al ver una de sus películas, el realizador le preguntó a Jeanne Rucar, la esposa de Buñuel: “¿Le pega a usted, Buñuel, Jeanne?”. Ella contestó: “No sólo no me pega. Si entra una araña en su despacho, me llama aterrorizado para que la mate”. Estas cosas las sabía siempre Julio, que era como una enciclopedia abierta, un mosaico inagotable de amigos y vivencias, de emociones y de ternura. Y a veces de picardía. De una cantante mexicana muy famosa, que rompía corazones de mujeres allá donde iba, comentó: “Tiene un clítoris tan grande como un pene de hombre”.

Unos días antes de morir en Denia, estuvimos en su casa con vistas al mar de Jávea (Alicante). Nos enseñó los manuscritos de sus poemas, una novela sobre una mujer gallega en la emigración que estaba revisando; nos enseñó sus cuadros, sus telas, sus tesoros hallados en una chamarilería: grabados chinos, bastones, pecios. Y cuando declinaba la tarde y el sol enrojecía sobre la línea del horizonte como un halcón de sangre, sacó una revista de cine, “Academia” tal vez, donde había escrito un artículo que recordaba su infancia de cines en Huesca y aquellas películas mudas con pregonero y un pianista que acaso fuese mujer.

Ahora, el escritor José Antonio Román Ledo acaba de publicar su primera biografía: “Julio Alejandro. Guionista de Luis Buñuel. Una vida fecunda y azarosa” (Biblioteca Aragonesa de Cultura. Ibercaja y otros), que prologa el mismo Julio con un texto que en realidad estaba pensado para otro lugar, y que cierra Daniel Gascón. Román Ledo hace hablar al personaje, exhuma sus textos, recompone –apoyado en Fernando y Matilde Castro- algunas imprecisiones, incluye un jugoso vocabulario del autor, con sus declaraciones que a veces son auténticos aforismos, e intenta establecer todos los títulos de una apasionante trayectoria. Recuerda, además, la fascinación que produjo en gentes tan dispares como José Luis García Sánchez, Agustín Sánchez Vidal (que fue uno de sus grandes amigos con Alberto Sánchez, LuisitoAlegre, Alfredo Castellón, Vicente Sánchez…), David Trueba, Perico Beltrán o Rafael Azcona, que se decidió a dejar Madrid para esparcir sus cenizas en el Moncayo y se atrevió a bajarse los pantalones en la plaza de San Francisco entre un pelotón de amigos memorables de Julio. El libro está lleno de fotos. Es un magnífico aperitivo para adentrarse en el mundo de esta criatura excepcional que soñó y nos enseñó a soñar. El año que viene se cumple el primer centenario de su nacimiento un 26 de febrero en Huesca.

4 comentarios

pilar llanas -

me hace mucha ilusion recordar a julio alejandro con tu escrito ..sigue escribiendo ,no dejes que se pierdan las miles de anecdotas de el

Antón Castro -

Sigo disfrutando de tu prosa poética y, sin embargo, precisa. GRACIAS.
Román Ledo

Román Ledo -

Sigo disfrutando de tu prosa poética y de tu generosidad.
Gracias.

román ledo -

Sigo disfrutando de tu prosa poética y de tu generosidad.
Gracias.