UN VIAJE A VALLADOLID
Querría contar mi viaje a Valladolid, invitado por la Fundación Siglo y la profesora aragonesa Pilar Celma, compañera del cervantista Javier Blasco Pascual. Hacía 25 años que no estaba en Valladolid. Siempre recordaré que fue en un viaje a Galicia, cuando acababa de marchar de mi casa en Arteixo y ya vivía en Zaragoza. No recuerdo cómo pero alguien me dijo que tenía un amigo, comerciante de calzado, que estaba en Zaragoza y que regresaba a Santiago. Podía llevarme si aceptaba las condiciones de su desplazamiento con paradas aquí y allá, con noche en Soria, etc. Acepté complacido y agradecido; si voy solo me siento perdido, como un vagabundo fantasma; si voy con alguien, me siento arropado. Me persigue el temor a perder los trenes, los autobuses, ese nerviosismo contiguo al pánico. Fui: paramos en Soria, dormimos en el parador de Machado y Leonor, en el Burgo de Osma y en Valladolid. Mi taxista accidental tenía que hacer cosas, y yo me perdí por las librerías, aunque entonces no tenía dinero, y por el parque Zorrilla. Recuerdo una mañana de patos y cisnes, de cipreses y pinos emboscados, y de relectura de Don Juan Tenorio. Entonces, quería ser poeta y aún no sabía que estaba a punto de ser padre. Esa noche llegamos a Santiago. El viajante tenía una novia en Santiago, gallega, en una casa arcaica con flores en el alféizar, vigas de madera y varias compañeras de piso. De noche, mientras pensaba no sé si en las chicas o en mi chica, llovía a mares y me aferré al calor de las sábanas como si me despidiese del mundo tiritando. Al volver la vista hacia atrás pienso en la novela Anatol y dos más de Blanca Riestra, una de mis novelas jóvenes favoritas. Me fascinó: la leí en La Iglesuela del Cid en unos días de nieve y viajé a mi niñez, a la piedra encantada de Santiago, a la añoranza: cuando llevaba dos meses en Zaragoza me llamaron para decirme que me habían dado una beca para que estudiase Filosofía y Letras en Santiago, pero entonces la rechacé. Y Santiago es uno de esos lugares donde siempre quiero volver, y es el lugar donde empecé a amar con locura, ahora que se cumplen 25 años de mi vida con Carmen Gascón.
Hice el viaje a Valladolid en el autobús Linecar. Paramos en Soria (conversé, qué bonito gesto del azar, con el historiador numantino Carmelo Romero, conversé hasta que me mareé y me dormí), en Aranda de Duero y en Valladolid, claro. Salí a dar un paseo hacia la una y media, visité la librería Oletvm y compré algunos libros: Cuentos imprescindibles de mi pariente remoto Anton Chejov, La puerta del bosque, las notas alrededor del Paisaje sentimental de Sergio Charchoune de Gustavo Martín Garzo, El amigo de las mujeres, también de Martín Garzo, y un libro de pintura y literatura infantil sobre Picasso para Jorge y Diego, que aún no les he entregado. A lo largo del día irían llegándome otros libros, muchos otros: Javier Blasco, Ramón González, Ignacio Aldecoa, Fernando Valls, Miguel Delibes (en una pulcra edición de Pilar Celma) Y al volver al hotel reconocí a Juan Antonio Masoliver Ródenas, hundido en el sofá. Lo reconocí con su perfil de pájaro y, aunque no nos conocíamos, decidí saludarlo. Había buscado en Zaragoza infructuosamente su libro Voces contemporáneas (El Acantilado). Lo leo todos los miércoles en La Vanguardia y tengo algunos de sus libros en casa como La sombra del triángulo. Pronto se unió a nosotros Fernando Valls, profesor, crítico y director de Quimera. Recuerdo que meses atrás coincidí con Fernando y Pedro Sorela en Madrid y pasamos una velada preciosa, una velada justita de alcohol que se prolongó hasta deshoras. Fernando siempre es muy cariñoso conmigo: le tiene un gran aprecio al suplemento Artes & Letras, valora mucho nuestro trabajo, lo compra en Barcelona siempre que puede. Es un buen tipo, seguro de sí mismo y de sus juicios literarios, con él me río mucho, hablamos de todo, discutimos un poco, hacemos teatro nocturno, como ha podido comprobar el escritor Alejandro Cuevas (en la foto), con excelentes libros en Destino y Losada. Por cierto, ya de pasada, Cuevas es un absoluto admirador de Félix Romeo. Me dijo: No conozco a nadie que sepa tanto de literatura ni que tenga esa memoria prodigiosa.
Fuimos a comer a un restaurante típico. Era el día del cocido, que todos consideraron excepcional y sabroso, pero quizá algo excesivo por su larga combinatoria de platos. Y conocí a Pilar Celma. Unos días atrás había estado en Valladolid José Luis Calvo Carilla, y la noche anterior Félix Romeo, que había ido al Patio Herreriano a saludar a su gran amiga Teresa Velázquez. Comimos estupendamente, y yo también fui al Patio Herreriano. Mientras iba, me llamó Concha Lomba que prepara una exposición de Antonio Fernández Molina en el Paraninfo; Antonio aparecería varias veces en la conversación, Menos Cuarto de Palencia, dirigida por Juan Carlos Zapatero, prepara una antología de sus cuentos breves, que coordinará Calvo Carilla. Valls, director de la colección, y Zapatero están entusiasmados con el proyecto. Valoran, con mucha sinceridad, el talento de Antonio, a quien el Gobierno de Aragón le ha publicado en bilingüe El cuello cercenado. Recomiendo el libro Grandes minicuentos fantásticos (Alfaguara, 2004), seleccionados por Benito Arias García, donde figura Antonio Fernández Molina , con varias piezas, Javier Tomeo con El unicornio y Mariano Gistaín con la pieza ¡Qué domingo!.
No pude ver a Teresa Velázquez, ni tampoco a Aguayo, Sinaga, Lagunas o Broto, que figuran en la colección permanente del museo pero no están expuestos; sí una delicada escultura de Honorio García Condoy y un Saura. La colección no me volvió loco, aunque no está mal. Sí me gustó el edificio, la vocación pedagógica que tiene, su apuesta por el arte contemporáneo, la muestra de Jordi Colomer Y de allí nos fuimos a la reunión en torno a la narrativa española en los suplementos literarios, que se hacía en el Aula Triste del Palacio de Santa Cruz. El marco era extraño, todo rodeado de decanos y rectores en pintura, claro, y con un imponente coro o sala de reuniones con cadieras de madera labrada. Habría alrededor de 50 o 60 personas entre el público. Hablábamos Fernando Valls, Juan Antonio Tono Masoliver, Blanca Berasátegui (responsable del El Cultural de El Mundo), Mercedes Monmany (estudiosa de literatura extranjera, especialmente de italiana, y crítica del Cultural de la ABC), José María Guelbenzu (escritor, editor de Alfaguara y Taurus durante años, y crítico de El País) y yo, que había llevado algunos suplementos de Artes & Letras, que entregamos a la gente. Fue una tertulia divertida, con el humor de Masoliver, con el rigor de Guelbenzu, la solidez de Monmany, la larga aventura en los suplementos de Blanca Berasátegui (que, siendo a la persona que menos conocía, me pareció muy afectuosa), el conocimiento de casi todo de Valls. Se habló de cómo se hacen los suplementos, si se vende más o no el día que salen, de la obsesión por hacer visible lo invisible, de si la peor crítica es el silencio, del conflicto El País y Echevarría, de si una reseña debe ser o no ser educativa, etc. Yo, según nos han dicho en Heraldo nuestros especialistas en ventas y marketing, recordé que los jueves no vendemos más periódicos. Al final, Germán Delibes se acercó a saludarnos. Y también el historiador de Chantada, Almuiñas, amigo de Eloy Fernández Clemente, Carlos Forcadell o Carmelo Romero, y hablamos un rato en gallego. ¿Quién me iba a decir a mí que acabaría la tarde hablando en galego en Valladolid?
Ya de noche, prosiguió la tertulia. Aparecieron muchos nombres: Juan Manuel de Prada, Lucía Etxebarria, Julio Llamazares, Félix Romeo, que había sido el arrollador dueño de la noche anterior vallisoletana, Javier Cercas, que está a punto de publicar una nueva novela, Ignacio Martínez de Pisón y su libro de ensayo narrativo Enterrar a los muertos. Hubo contagio de risas, escasas maledicencias, algunas discrepancias en torno a una novela -Fernando Valls dijo que La ruina del mundo de Luis Mateo Díez era uno de los grandes libros en España de los últimos años, y yo recordé que me recordaba el mundo de Os escuros soños de Clío, y que era un gran libro, sin duda, heredero de Juan Rulfo, pero que no estaba nada seguro que fuese el mejor de Mateo Díez- y buen rollo. A mí lado se sentó Alejandro Cuevas, que sería el cicerone de una noche sin copas. Valladolid cerró demasiado pronto sus tabernas. Creo que Alejandro se marchó desconcertado, pero a mí me cayó espléndidamente y además es un magnífico escritor con el que he compartido catálogo en Destino. El delirio nocturno fue breve, pero delicioso: nos reímos un poco por las calles, estuvimos de entrar en un garito de señoras, más bien por error, recordamos no sé a santo de qué a Vázquez Montalbán y nos despedimos. Llevábamos ya Las venas con poca sangre, los ojos con mucha noche.
La mañana del viernes, a las ocho, quedé a conversar con Javier Blasco, un hombre encantador, zaragozano de Luesma, gran estudioso cervantino. Acaba de publicar en la Universidad de Valladolid una biografía de Cervantes, está a punto de reeditar su libro Cervantes, raro inventor, que se publicó hace algún tiempo en México, y me obsequió con esa pequeña y curiosa monografía acerca de sus investigaciones en torno a Fray Baltasar Navarrete, autor de La pícara Justina (libro muy barroco que inventa un discurso femenino) y, según él, del Quijote apócrifo. Javier Blasco me dijo: Hay una cosa de la que estoy completamente seguro: Jerónimo de Pasamonte no pudo escribir el Quijote apócrifo. No tenía vida, ni conocimientos ni esa complejidad estilística y narrativa que aparece en el libro. Estoy, por decirlo de algún modo, más seguro de que Avellaneda no es Jerónimo de Pasamonte que lo sea el propio Fray Baltasar Navarrete. He encontrado alrededor de 600 correspondencias entre La pícara Justina y el Quijote apócrifo. Está realizando una auténtica investigación detectivesca. Le comenté que José Luis Madrigal había dicho que podía ser Tirso de Molina, y también le pareció más probable que lo sea Pasamonte, teoría que sustenta Martín de Riquer desde 1968, Alfonso Martín Jiménez y ahora Juan Antonio Frago en un nuevo libro de Gredos que no he leído ni visto. Lo que no sabía Javier Blasco, eso me dijo en el garaje, es que Tirso de Molina pasó un año como mercedario en el monasterio del Oliver, donde escribió La Dama del Olivar. A ver si por ahí se abre otro flanco de investigación por aquello de los vocablos aragoneses del Quijote apócrifo
Y después, el viaje de nuevo, en medio del mareo. Valladolid, Aranda, San Esteban de Gormaz, Soria todos esos lugares que vislumbras, medio dormido, desde el coche. De vez en cuando veía en la televisión Ejecutivo agresivo con Adam Sandler, Jack Nicholson y Marisa Tomei, una de mis numerosas actrices favoritas, sobre todo por su forma de sonreír. Y más tarde, pusieron Master y comander, pero no era capaz de seguirla. Había demasiada luz. El viaje duró casi seis horas. Vi nieve, y el conductor nos anunció que se cernían días de mucho frío sobre el mundo. Pensé: qué trabajo más duro el de los conductores, y qué aburrido.
Hice el viaje a Valladolid en el autobús Linecar. Paramos en Soria (conversé, qué bonito gesto del azar, con el historiador numantino Carmelo Romero, conversé hasta que me mareé y me dormí), en Aranda de Duero y en Valladolid, claro. Salí a dar un paseo hacia la una y media, visité la librería Oletvm y compré algunos libros: Cuentos imprescindibles de mi pariente remoto Anton Chejov, La puerta del bosque, las notas alrededor del Paisaje sentimental de Sergio Charchoune de Gustavo Martín Garzo, El amigo de las mujeres, también de Martín Garzo, y un libro de pintura y literatura infantil sobre Picasso para Jorge y Diego, que aún no les he entregado. A lo largo del día irían llegándome otros libros, muchos otros: Javier Blasco, Ramón González, Ignacio Aldecoa, Fernando Valls, Miguel Delibes (en una pulcra edición de Pilar Celma) Y al volver al hotel reconocí a Juan Antonio Masoliver Ródenas, hundido en el sofá. Lo reconocí con su perfil de pájaro y, aunque no nos conocíamos, decidí saludarlo. Había buscado en Zaragoza infructuosamente su libro Voces contemporáneas (El Acantilado). Lo leo todos los miércoles en La Vanguardia y tengo algunos de sus libros en casa como La sombra del triángulo. Pronto se unió a nosotros Fernando Valls, profesor, crítico y director de Quimera. Recuerdo que meses atrás coincidí con Fernando y Pedro Sorela en Madrid y pasamos una velada preciosa, una velada justita de alcohol que se prolongó hasta deshoras. Fernando siempre es muy cariñoso conmigo: le tiene un gran aprecio al suplemento Artes & Letras, valora mucho nuestro trabajo, lo compra en Barcelona siempre que puede. Es un buen tipo, seguro de sí mismo y de sus juicios literarios, con él me río mucho, hablamos de todo, discutimos un poco, hacemos teatro nocturno, como ha podido comprobar el escritor Alejandro Cuevas (en la foto), con excelentes libros en Destino y Losada. Por cierto, ya de pasada, Cuevas es un absoluto admirador de Félix Romeo. Me dijo: No conozco a nadie que sepa tanto de literatura ni que tenga esa memoria prodigiosa.
Fuimos a comer a un restaurante típico. Era el día del cocido, que todos consideraron excepcional y sabroso, pero quizá algo excesivo por su larga combinatoria de platos. Y conocí a Pilar Celma. Unos días atrás había estado en Valladolid José Luis Calvo Carilla, y la noche anterior Félix Romeo, que había ido al Patio Herreriano a saludar a su gran amiga Teresa Velázquez. Comimos estupendamente, y yo también fui al Patio Herreriano. Mientras iba, me llamó Concha Lomba que prepara una exposición de Antonio Fernández Molina en el Paraninfo; Antonio aparecería varias veces en la conversación, Menos Cuarto de Palencia, dirigida por Juan Carlos Zapatero, prepara una antología de sus cuentos breves, que coordinará Calvo Carilla. Valls, director de la colección, y Zapatero están entusiasmados con el proyecto. Valoran, con mucha sinceridad, el talento de Antonio, a quien el Gobierno de Aragón le ha publicado en bilingüe El cuello cercenado. Recomiendo el libro Grandes minicuentos fantásticos (Alfaguara, 2004), seleccionados por Benito Arias García, donde figura Antonio Fernández Molina , con varias piezas, Javier Tomeo con El unicornio y Mariano Gistaín con la pieza ¡Qué domingo!.
No pude ver a Teresa Velázquez, ni tampoco a Aguayo, Sinaga, Lagunas o Broto, que figuran en la colección permanente del museo pero no están expuestos; sí una delicada escultura de Honorio García Condoy y un Saura. La colección no me volvió loco, aunque no está mal. Sí me gustó el edificio, la vocación pedagógica que tiene, su apuesta por el arte contemporáneo, la muestra de Jordi Colomer Y de allí nos fuimos a la reunión en torno a la narrativa española en los suplementos literarios, que se hacía en el Aula Triste del Palacio de Santa Cruz. El marco era extraño, todo rodeado de decanos y rectores en pintura, claro, y con un imponente coro o sala de reuniones con cadieras de madera labrada. Habría alrededor de 50 o 60 personas entre el público. Hablábamos Fernando Valls, Juan Antonio Tono Masoliver, Blanca Berasátegui (responsable del El Cultural de El Mundo), Mercedes Monmany (estudiosa de literatura extranjera, especialmente de italiana, y crítica del Cultural de la ABC), José María Guelbenzu (escritor, editor de Alfaguara y Taurus durante años, y crítico de El País) y yo, que había llevado algunos suplementos de Artes & Letras, que entregamos a la gente. Fue una tertulia divertida, con el humor de Masoliver, con el rigor de Guelbenzu, la solidez de Monmany, la larga aventura en los suplementos de Blanca Berasátegui (que, siendo a la persona que menos conocía, me pareció muy afectuosa), el conocimiento de casi todo de Valls. Se habló de cómo se hacen los suplementos, si se vende más o no el día que salen, de la obsesión por hacer visible lo invisible, de si la peor crítica es el silencio, del conflicto El País y Echevarría, de si una reseña debe ser o no ser educativa, etc. Yo, según nos han dicho en Heraldo nuestros especialistas en ventas y marketing, recordé que los jueves no vendemos más periódicos. Al final, Germán Delibes se acercó a saludarnos. Y también el historiador de Chantada, Almuiñas, amigo de Eloy Fernández Clemente, Carlos Forcadell o Carmelo Romero, y hablamos un rato en gallego. ¿Quién me iba a decir a mí que acabaría la tarde hablando en galego en Valladolid?
Ya de noche, prosiguió la tertulia. Aparecieron muchos nombres: Juan Manuel de Prada, Lucía Etxebarria, Julio Llamazares, Félix Romeo, que había sido el arrollador dueño de la noche anterior vallisoletana, Javier Cercas, que está a punto de publicar una nueva novela, Ignacio Martínez de Pisón y su libro de ensayo narrativo Enterrar a los muertos. Hubo contagio de risas, escasas maledicencias, algunas discrepancias en torno a una novela -Fernando Valls dijo que La ruina del mundo de Luis Mateo Díez era uno de los grandes libros en España de los últimos años, y yo recordé que me recordaba el mundo de Os escuros soños de Clío, y que era un gran libro, sin duda, heredero de Juan Rulfo, pero que no estaba nada seguro que fuese el mejor de Mateo Díez- y buen rollo. A mí lado se sentó Alejandro Cuevas, que sería el cicerone de una noche sin copas. Valladolid cerró demasiado pronto sus tabernas. Creo que Alejandro se marchó desconcertado, pero a mí me cayó espléndidamente y además es un magnífico escritor con el que he compartido catálogo en Destino. El delirio nocturno fue breve, pero delicioso: nos reímos un poco por las calles, estuvimos de entrar en un garito de señoras, más bien por error, recordamos no sé a santo de qué a Vázquez Montalbán y nos despedimos. Llevábamos ya Las venas con poca sangre, los ojos con mucha noche.
La mañana del viernes, a las ocho, quedé a conversar con Javier Blasco, un hombre encantador, zaragozano de Luesma, gran estudioso cervantino. Acaba de publicar en la Universidad de Valladolid una biografía de Cervantes, está a punto de reeditar su libro Cervantes, raro inventor, que se publicó hace algún tiempo en México, y me obsequió con esa pequeña y curiosa monografía acerca de sus investigaciones en torno a Fray Baltasar Navarrete, autor de La pícara Justina (libro muy barroco que inventa un discurso femenino) y, según él, del Quijote apócrifo. Javier Blasco me dijo: Hay una cosa de la que estoy completamente seguro: Jerónimo de Pasamonte no pudo escribir el Quijote apócrifo. No tenía vida, ni conocimientos ni esa complejidad estilística y narrativa que aparece en el libro. Estoy, por decirlo de algún modo, más seguro de que Avellaneda no es Jerónimo de Pasamonte que lo sea el propio Fray Baltasar Navarrete. He encontrado alrededor de 600 correspondencias entre La pícara Justina y el Quijote apócrifo. Está realizando una auténtica investigación detectivesca. Le comenté que José Luis Madrigal había dicho que podía ser Tirso de Molina, y también le pareció más probable que lo sea Pasamonte, teoría que sustenta Martín de Riquer desde 1968, Alfonso Martín Jiménez y ahora Juan Antonio Frago en un nuevo libro de Gredos que no he leído ni visto. Lo que no sabía Javier Blasco, eso me dijo en el garaje, es que Tirso de Molina pasó un año como mercedario en el monasterio del Oliver, donde escribió La Dama del Olivar. A ver si por ahí se abre otro flanco de investigación por aquello de los vocablos aragoneses del Quijote apócrifo
Y después, el viaje de nuevo, en medio del mareo. Valladolid, Aranda, San Esteban de Gormaz, Soria todos esos lugares que vislumbras, medio dormido, desde el coche. De vez en cuando veía en la televisión Ejecutivo agresivo con Adam Sandler, Jack Nicholson y Marisa Tomei, una de mis numerosas actrices favoritas, sobre todo por su forma de sonreír. Y más tarde, pusieron Master y comander, pero no era capaz de seguirla. Había demasiada luz. El viaje duró casi seis horas. Vi nieve, y el conductor nos anunció que se cernían días de mucho frío sobre el mundo. Pensé: qué trabajo más duro el de los conductores, y qué aburrido.
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M. Amén -