ZARAGOZA CON NIEVE, HACIA 1978
Llegué a Zaragoza en el otoño de 1978. Vine al amanecer, hacia las seis de la mañana, y me llevaron de paseo hacia Las Fuentes. Allí, en la casa de una amiga, escuché un disco que me fascinó: Al final de este viaje de Silvio Rodríguez. Lo oí en la cocina mientras desayunaba: aquella amiga lo había grabado y le había puesto un adorno rosa y unas flores a la cubierta. Oímos hasta tres veces Ojalá y me pareció una hermosa canción de amor y bienvenida. Poco después mi vida cambió demasiado deprisa: no tenía donde caerme muerto, no sabía qué hacer o por donde empezar, no sabía cómo iba a sobrevivir y lo cierto es que tampoco sabía hacer nada. Trabajé en la vendimia en Alfamén, en la naranja en varios sitios de Valencia, aprendí a hacer macramé, algo de cuero, vendí en el Paseo de la Independencia, ayudé en la construcción de un bar llamado Lumpen, y tenía la sensación de que a mis 19 años era un hombre sin futuro.
Hacía cosas extravagantes: salía por la noche de expedición a las basuras, oía en un aparato vetusto cintas con las grabaciones de Los Beatles que regaló un amigo alemán de Heidelberg, debía compartir a mi proyecto de novia con un poeta que escribía versos a las estatuas, y salí perdiendo, e incluso iba a casa de una amiga enigmática a ver las carreras de galgos en el canódromo. En realidad, iba a verla a ella, que era pintora, que se había marchado de casa como yo, y que rompía corazones sin saberlo. Y un día, llegó la nieve: me veo como entonces, con mis botas de invierno, pintadas de verde (prometo que no es una licencia poética ni exageración de gallego), sepultado por una gran nevada en la plaza del Portillo. Me veo como era entonces, apocado y flaco, vegetariano absoluto, con mi amigo Gregorio Maestro, que iba en bicicleta junto a su perra. Hay un momento en que Goyo, que ya entonces era un magnífico guitarrista y recorría el mundo con El Silbo Vulnerado, sacó una cámara de fotos y decidió inmortalizar el instante. Conservo la foto en algún lugar, levemente sepia, completamente irreconocible y pasmado ante la nieve. Creo que era la segunda vez en toda mi vida que veía nevar. Años atrás, en mi aldea de Castelo, en Santa Mariña de Lañas, vi todo anegado de nieve: tenía siete años, esperaba que mi padre volviese de Suiza y mi hermano del baile, y recuerdo perfectamente la casa y las eras de Albino y Lola, nuestros ricos vecinos. Años después me dirían algo casi inconcebible tratándose de una aldea de poco más de una decena de casas: aquellos vecinos, cuyas habitaciones conocía como la mía, cuyas fincas conocía como las nuestras, hacían una deliciosa siesta en el pajar siempre que podían: se amaban, mejor dicho, follaban a sus anchas hasta que llegaban los criados (aquella estirpe rústica de muchachos denegridos: los Mangolo), los sobrinos, los nietos, y aquél era un secreto a voces que lo sabía todo el pueblo menos nosotros, menos los muchachos perplejos que acababan de descubrir un rastro de pisadas en la nieve, en Castelo, año 1996, casi cuarenta años atrás. Albino y Lola, sin imaginárselo, eran unos modernos. Pienso en la nieve, vuelvo de la apacible y helada noche de diáfano y azulenco cielo en la explanada, y me pregunto: ¿Dónde se amaron entonces, en aquella semana maravillosa de nevisca, en aquella semana inolvidable en que no hubo escuela?
Hacía cosas extravagantes: salía por la noche de expedición a las basuras, oía en un aparato vetusto cintas con las grabaciones de Los Beatles que regaló un amigo alemán de Heidelberg, debía compartir a mi proyecto de novia con un poeta que escribía versos a las estatuas, y salí perdiendo, e incluso iba a casa de una amiga enigmática a ver las carreras de galgos en el canódromo. En realidad, iba a verla a ella, que era pintora, que se había marchado de casa como yo, y que rompía corazones sin saberlo. Y un día, llegó la nieve: me veo como entonces, con mis botas de invierno, pintadas de verde (prometo que no es una licencia poética ni exageración de gallego), sepultado por una gran nevada en la plaza del Portillo. Me veo como era entonces, apocado y flaco, vegetariano absoluto, con mi amigo Gregorio Maestro, que iba en bicicleta junto a su perra. Hay un momento en que Goyo, que ya entonces era un magnífico guitarrista y recorría el mundo con El Silbo Vulnerado, sacó una cámara de fotos y decidió inmortalizar el instante. Conservo la foto en algún lugar, levemente sepia, completamente irreconocible y pasmado ante la nieve. Creo que era la segunda vez en toda mi vida que veía nevar. Años atrás, en mi aldea de Castelo, en Santa Mariña de Lañas, vi todo anegado de nieve: tenía siete años, esperaba que mi padre volviese de Suiza y mi hermano del baile, y recuerdo perfectamente la casa y las eras de Albino y Lola, nuestros ricos vecinos. Años después me dirían algo casi inconcebible tratándose de una aldea de poco más de una decena de casas: aquellos vecinos, cuyas habitaciones conocía como la mía, cuyas fincas conocía como las nuestras, hacían una deliciosa siesta en el pajar siempre que podían: se amaban, mejor dicho, follaban a sus anchas hasta que llegaban los criados (aquella estirpe rústica de muchachos denegridos: los Mangolo), los sobrinos, los nietos, y aquél era un secreto a voces que lo sabía todo el pueblo menos nosotros, menos los muchachos perplejos que acababan de descubrir un rastro de pisadas en la nieve, en Castelo, año 1996, casi cuarenta años atrás. Albino y Lola, sin imaginárselo, eran unos modernos. Pienso en la nieve, vuelvo de la apacible y helada noche de diáfano y azulenco cielo en la explanada, y me pregunto: ¿Dónde se amaron entonces, en aquella semana maravillosa de nevisca, en aquella semana inolvidable en que no hubo escuela?
9 comentarios
gustavo -
Miguel Mena -
Miguel Mena -
La verdad es que yo, después de 22 años aquí, me siento muy zaragozano. Además, como pasaba aquí gran parte de los veranos de mi infancia, con mi tía Pili, pues hasta tengo recuerdos infantiles de Zaragoza: las piscinas del Parque, los baños en el Ebro por La Almozara, los tranvías (Parque-San José, Venecia-Delicias, Bajo Aragón), el trolebús que iba a la avenida de Cataluña, el cine Rialto, el cine Torrero (allí vi Sonrisas y lágrimas", el cine Dux, el lavadero junto a la harinera, la acequia que cruzaba San José, la pequeña biblioteca del Parque Pignatelli donde leía libros de Guillermo y de Los Cinco... cuando leí "La infancia y sus cómplices" de Fernando Sanmartín me pareció que también hablaba de mi niñez.
Cide -
En "Cien años de soledad" se dice algo así como que: "uno no es de donde entierra a sus muertos sino de donde nacen sus hijos". Creo que es una frase que te va al pelo.
Un abrazo
De Antón para Ricardo -
Ricardo Soriano Anadón -
Me pregunto si podría darle recuerdos a Goyo de Richi y transmitirles también a Segis y Julián (gente del Lumpen) mi profundo pesar por la muerte de su padre Julián Martínez, un buen amigo y extraordinaria persona a la que el barrio debería recordar,de la que me enteré demasiado tarde.
Saludos y gracias por su blog.
Ricardo
Cide -
http://cide.blogia.com
Como puedes imaginar, tu visita siempre será motivo de alegría para mí.
De Antón -
Cide -