TOLEDO: NOSTALGIA DEL GRECO
Hace muchos años, más de 21, cuando iba a nacer nuestra hija Aloma, hicimos un viaje por Toledo en Renault ocho verde, con matrícula de Barcelona, comprado en Valderrobres o La Fresneda. Era el coche familiar de los hermanos Gascón Brumós, y se lo había vendido Juan Bautista Billoro, ya finado, al que yo convertí en bandolero de El testamento de amor de Patricio Julve (Destino, 1995; 2000). Recuerdo que dormimos, mi nueva familia, incluyendo a Daniel, y mis cuñadosy yo en un hostal que tenía una habitación inmensa y muchas camas desportilladas, como de cuartel. Volví el viernes, en compañía de Ángeles de Irisarri y Manuel Soria, su marido, publicista y pintor secreto. Toledo tiene algo especial: el sabor de la piedra y el arte, la caligrafía de la monumentalidad, el aroma de los siglos. Pasear por Toledo me devolvió de golpe un montón de recuerdos. Entonces, visité la casa-museo de El Greco, la iglesia de San Tomé, donde estaba el cuadro del Conde de Orgaz del artista cretense, la sinagoga, y sobre todo recuerdo que di vueltas arriba y abajo por las pinas callejas, y al final bajé al río Tajo, que pasaba como un cristal hinchado de reflejos y de celajes entre los puentes. Esta vez no pude ver el Greco, ni el museo de Victorio Macho, casi nada, en realidad, porque esta ciudad de Toledo cierra el mundo del arte a las seis de la tarde. Cuando empieza la vida, para Toledo se acaba el arte y la leyenda. Sólo traje un pequeño consuelo además de ese consuelo mayúsculo que fue el triunfo de Romance de ciego de Ángeles de Irisarri-: vi la estatua de uno de mis poetas favoritos de siempre: Garcilaso de la Vega, aquel que escribió las églogas, aquel que evocó a Elisa, vida mía, aquel que habló así de amor: Yo no nací sino para quereros
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