"BANDERAS ROTAS": UNA AUTOBIOGRAFÍA DE LABORDETA
Labordeta, que ya sabe mucho de cine, ha decidido contarnos la película de su vida, sus recuerdos reales e inventados, desde el Congreso de los Diputados. Desde allí, entre tantos rostros que no parecen excitarle, inicia su viaje en el tiempo: su Cinema paradiso de la memoria. Por cierto, algunos de los capítulos más divertidos y disparatados del volumen transcurren en los cines de barrio: allí descubre el sueño en la oscuridad y otros sueños menos etéreos: asiste a la revelación del sexo ajeno, y a aquellas sesiones del eructo más o menos anónimo. En la adolescencia de Labordeta se cambiaban los besos por los eructos. Los besos los borraban los curas en el cine Fuenclara, aunque la censura los hubiese permitido por su castidad. Alguien eructaba con estruendo y casi se paralizaba la película: los alborotadores acababan todos de patitas en la calle. Era una forma de transgresión y de combatir el aburrimiento de otra negra provincia de falangistas.
Desde su escaño, emprende José Antonio la travesía: de atrás adelante, y desde el presente hacia el futuro. Y el pasado empieza con un equívoco junto a su utópico padre, que salvó del fusilamiento a unos jóvenes falangistas y estos le devolvieron el favor. Tan republicano debía parecer el veterano y patriarca latinista que un día se encontró con Domingo Miral, y éste le dijo: Labordeta, pensé que estaba usted haciendo guardia sobre los luceros. Continuamos con el equívoco: José Antonio, abandonado a rastras por los rincones con un solo año, creció con una obsesión. Le dijeron tantas veces que habían fusilado a Primo de Rivera, que él proclamó envuelto en pánico cuando su padre le anunció que se iban a Alicante: Que me fusilarán otra vez. No, que me fusilarán otra vez. No falta el capítulo de los paseos, los fusilamientos, las huidas provocados por la Guerra Civil, esa enciclopedia universal de la infamia a la puerta de casa. Pero además, en aquella España que fraguaba clandestinidades casi perfectas, Labordeta ingresó en el colegio alemán, donde se hacían pocos quebrados y se tocaba mucho la flauta travesera.
Lo curioso es que Labordeta no sabía escribir en castellano y sí en alemán. El día que se anunció que Alemania había perdido la Segunda Guerra Mundial, se percató de que cambiaba su vida: debía aprender a escribir como hablaba. Perdida la guerra, descubrí a Aragón. El chiquillo esquizofrénico que eran entonces recobraba la sensatez. Los veranos en Canfranc le alejaron de los nazis y le acercaron a la idea del paraíso: uno estaba aquí, en su propio lugar de veraneo, en Canfranc, en Echo, en la maravillosa selva de Oza. Y el otro se divisaba a lo lejos, tras las murallas de los Pirineos. Lo que se adivinaba al otro extremo era la libertad, la civilización, la alegría; y aquí uno debía resignarse a los amigos, a los primeros amores, a las primeras travesuras; algunas eran divertidas como ese juego de chinitas entre dos jóvenes enamorados que se estrellaron en el rostro de un venerable poeta llamado Beremundo Méndez, que se creía patrimonio nacional y recitaba sus versos ante un plato de migas a la pastora. Estuvo a punto de llevarlos a la cárcel.
Banderas rotas también es un libro de viajes. En el sentido simbólico, de tranco de vida, de aventura iniciática, y en el sentido más convencional de devaneo por diversos espacios, de travesía. Labordeta y sus amigos lo mismo iban detrás de un peñasco para ver el nido de ametralladoras que vigilaban la frontera para que los ingleses y franceses no invadiesen la España de Franco, que dilataban el tedio de los domingos en el paseo de Independencia o en los cines en busca de muchachas en flor y de comidas campestres a la orilla del río. El colegio Santo Tomás era una isla de libertad y de coeducación, donde rivalizaba el pintoresquismo de los alumnos con el de los profesores o aparecidos, uno de ellos era Pío Fernández Cueto, el rapsoda; otro el tío Donato, que se había equivocado de bando, y narraba unas historias tan truculentas que así no había muchacho sagaz que perfeccionase su caligrafía. José Antonio, que padecía insomnio, era incapaz de enderezar el bolígrafo o pizarrillo.
En este momento de la rememoración, Labordeta escribe el guión de una película impresionante y dramática. Gómez, el gafe y detestado por todos, acompaña a los muchachos al Ebro en un día de nieblas. Iban a jugar en las almadías. Jugaron, gritaron, y regresaron, hasta que alguien detectó que faltaba Gómez. Lo verían más tarde con su hinchado rostro de ahogado de río en el depósito de cadáveres. Aquella fue una nueva revelación: la de la muerte. Por entonces, cuando el mercado central era como un torbellino de gritos y de seres anónimos ansiosos y hambrientos, de pobres prostitutas, se enamoró José Antonio de una panadera diez años mayor que él. El hombre pudoroso que es dice que la mujer no entendía lo que ocurría a su cliente preferido. Pero tampoco cuenta más. Afirma: Los aragoneses somos mu miraos. No nos gusta sobresalir mucho ni darnos postín por casi nada. Él también es así.
Luego, avanza por los capítulos centrales de su vida: se licenció en Historia, admiró a su hermano Miguel, ingresó en la cofradía del Niké (José Antonio se opone a lo que él llama los mandarines oficiales y recuerda todo cuanto se hizo: cuanto se editó, cuánto se escribió desde la penumbra del café con nata). Y va reivindicando a todos sus amigos. Los reivindica y los retrata. Hemos de decir que éste es un libro de retratos en una frase o en frase y media: Gudel es el hospiciano de muerta juventud antes de hora, Gil Comín Gargallo, al que reivindica y recuerda que igual que a su padre, esta ciudad nunca les reconoció nada, Tello, Fernando Ferreró, Luis García Abrines, que puso en práctica, como clase de teórica, la verdadera metafísica del chusco al que dividía en chusco, bichusco, trichusco y chubasco, Fernando Ferreró, que explicaba las formas de amar que los mediterráneos habíamos sido capaces de descubrir.
Y lo mismo dirá más adelante de sus amigos cantados, contados y encontrados, como puede ser Imanol, esa especie de oso grande y desamparado, Krahe, Sabina, Paco Ibáñez, Carbonell, Mariano Gistaín, José Luis Cano, Miguel Mena. Banderas rotas es el cuaderno de los camaradas, de las decepciones, de las aventuras que conducían a la dignidad y a la utopía, y que sobre todo es el cuaderno de un puñado de amigos verdaderos repleto de maravillosas fotos.
También está la aventura turolense que dio lugar a Andalán, el relato del PSA y su caída, la historia de la canción con algún que otro anecdotario chisposo, como cuando le dice el Rey:
--Y eso de cantautor, ¿de dónde le viene?
--Ya ve le respondí en broma--, de cantarles a las chicas de la Sección Femenina en un albergue de Canfranc.
Se nos recuerda que fue Ovidi Monllor quien le ayudó para que grabase su primer disco, aunque la discografía no creía nada en él, y le decía: Nunca llegarás a nada en esto de la canción mientras no te quites esa pinta de alcalde de pueblo que arrastras. Confiesa que el cantautor nació en Jaca, en casa del fotógrafo Pedro Tramullas, cuando interpretó una melodía con desgarro surrealista, mientras un ilustre profesor de la nada intentaba domesticar un perro lobo que huía de él como alma que lleva el diablo. Si estuviese aquí el profesor, que levante la mano. Labordeta no dice nada.
José Antonio también repasa su militancia en el nuevo partido emergente, que es la Chunta, y repasa entre otros mil asuntos algunos detalles familiares. Su pudor le lleva a escamotearnos su historia de amor con Juana de Grandes, aquella mujer que se parecía a Capucine o a Audrey Hepburn, a la que intentó seducir con un verso de César Vallejo que ridiculizaba a un notario. Empezaba bien: ella es hija de notario. Y dedica páginas preciosas y hondas a su hija Ángela, de la que hace un gran retrato y explica una relación de tensión entre ambos y de ambos con el mundo. Por cierto, este libro debe leerse con su novela Bombones de licor delante.
Hay muchas más cosas aquí: una historia de Aragón y de España, la crónica de la posguerra y de las esperanzas, una expedición entusiasta y sin resentimiento. Y no hay nostalgia alguna por aquel tiempo de represión y de cutrez mental. Aragón existía desde hace cerca de un milenio, pero a Labordeta ha tenido el honor de reinventarlo y de ser su pasaporte, su salvoconducto y su embajador dentro y fuera de España. Él le ha dado certezas, símbolos, identidad: lo ha hecho reconocible en todas partes. Ha tenido ese don y debemos agradecérselo. Y eso es bonito, emocionante, tanto como cuando dice:
--Con 66 años lo único que se puede ser es buena gente.
Esa aspiración la ha logrado en la poesía, en la novela, en la política, en la amistad y en este necesario y hermoso libro de homenajes.
Desde su escaño, emprende José Antonio la travesía: de atrás adelante, y desde el presente hacia el futuro. Y el pasado empieza con un equívoco junto a su utópico padre, que salvó del fusilamiento a unos jóvenes falangistas y estos le devolvieron el favor. Tan republicano debía parecer el veterano y patriarca latinista que un día se encontró con Domingo Miral, y éste le dijo: Labordeta, pensé que estaba usted haciendo guardia sobre los luceros. Continuamos con el equívoco: José Antonio, abandonado a rastras por los rincones con un solo año, creció con una obsesión. Le dijeron tantas veces que habían fusilado a Primo de Rivera, que él proclamó envuelto en pánico cuando su padre le anunció que se iban a Alicante: Que me fusilarán otra vez. No, que me fusilarán otra vez. No falta el capítulo de los paseos, los fusilamientos, las huidas provocados por la Guerra Civil, esa enciclopedia universal de la infamia a la puerta de casa. Pero además, en aquella España que fraguaba clandestinidades casi perfectas, Labordeta ingresó en el colegio alemán, donde se hacían pocos quebrados y se tocaba mucho la flauta travesera.
Lo curioso es que Labordeta no sabía escribir en castellano y sí en alemán. El día que se anunció que Alemania había perdido la Segunda Guerra Mundial, se percató de que cambiaba su vida: debía aprender a escribir como hablaba. Perdida la guerra, descubrí a Aragón. El chiquillo esquizofrénico que eran entonces recobraba la sensatez. Los veranos en Canfranc le alejaron de los nazis y le acercaron a la idea del paraíso: uno estaba aquí, en su propio lugar de veraneo, en Canfranc, en Echo, en la maravillosa selva de Oza. Y el otro se divisaba a lo lejos, tras las murallas de los Pirineos. Lo que se adivinaba al otro extremo era la libertad, la civilización, la alegría; y aquí uno debía resignarse a los amigos, a los primeros amores, a las primeras travesuras; algunas eran divertidas como ese juego de chinitas entre dos jóvenes enamorados que se estrellaron en el rostro de un venerable poeta llamado Beremundo Méndez, que se creía patrimonio nacional y recitaba sus versos ante un plato de migas a la pastora. Estuvo a punto de llevarlos a la cárcel.
Banderas rotas también es un libro de viajes. En el sentido simbólico, de tranco de vida, de aventura iniciática, y en el sentido más convencional de devaneo por diversos espacios, de travesía. Labordeta y sus amigos lo mismo iban detrás de un peñasco para ver el nido de ametralladoras que vigilaban la frontera para que los ingleses y franceses no invadiesen la España de Franco, que dilataban el tedio de los domingos en el paseo de Independencia o en los cines en busca de muchachas en flor y de comidas campestres a la orilla del río. El colegio Santo Tomás era una isla de libertad y de coeducación, donde rivalizaba el pintoresquismo de los alumnos con el de los profesores o aparecidos, uno de ellos era Pío Fernández Cueto, el rapsoda; otro el tío Donato, que se había equivocado de bando, y narraba unas historias tan truculentas que así no había muchacho sagaz que perfeccionase su caligrafía. José Antonio, que padecía insomnio, era incapaz de enderezar el bolígrafo o pizarrillo.
En este momento de la rememoración, Labordeta escribe el guión de una película impresionante y dramática. Gómez, el gafe y detestado por todos, acompaña a los muchachos al Ebro en un día de nieblas. Iban a jugar en las almadías. Jugaron, gritaron, y regresaron, hasta que alguien detectó que faltaba Gómez. Lo verían más tarde con su hinchado rostro de ahogado de río en el depósito de cadáveres. Aquella fue una nueva revelación: la de la muerte. Por entonces, cuando el mercado central era como un torbellino de gritos y de seres anónimos ansiosos y hambrientos, de pobres prostitutas, se enamoró José Antonio de una panadera diez años mayor que él. El hombre pudoroso que es dice que la mujer no entendía lo que ocurría a su cliente preferido. Pero tampoco cuenta más. Afirma: Los aragoneses somos mu miraos. No nos gusta sobresalir mucho ni darnos postín por casi nada. Él también es así.
Luego, avanza por los capítulos centrales de su vida: se licenció en Historia, admiró a su hermano Miguel, ingresó en la cofradía del Niké (José Antonio se opone a lo que él llama los mandarines oficiales y recuerda todo cuanto se hizo: cuanto se editó, cuánto se escribió desde la penumbra del café con nata). Y va reivindicando a todos sus amigos. Los reivindica y los retrata. Hemos de decir que éste es un libro de retratos en una frase o en frase y media: Gudel es el hospiciano de muerta juventud antes de hora, Gil Comín Gargallo, al que reivindica y recuerda que igual que a su padre, esta ciudad nunca les reconoció nada, Tello, Fernando Ferreró, Luis García Abrines, que puso en práctica, como clase de teórica, la verdadera metafísica del chusco al que dividía en chusco, bichusco, trichusco y chubasco, Fernando Ferreró, que explicaba las formas de amar que los mediterráneos habíamos sido capaces de descubrir.
Y lo mismo dirá más adelante de sus amigos cantados, contados y encontrados, como puede ser Imanol, esa especie de oso grande y desamparado, Krahe, Sabina, Paco Ibáñez, Carbonell, Mariano Gistaín, José Luis Cano, Miguel Mena. Banderas rotas es el cuaderno de los camaradas, de las decepciones, de las aventuras que conducían a la dignidad y a la utopía, y que sobre todo es el cuaderno de un puñado de amigos verdaderos repleto de maravillosas fotos.
También está la aventura turolense que dio lugar a Andalán, el relato del PSA y su caída, la historia de la canción con algún que otro anecdotario chisposo, como cuando le dice el Rey:
--Y eso de cantautor, ¿de dónde le viene?
--Ya ve le respondí en broma--, de cantarles a las chicas de la Sección Femenina en un albergue de Canfranc.
Se nos recuerda que fue Ovidi Monllor quien le ayudó para que grabase su primer disco, aunque la discografía no creía nada en él, y le decía: Nunca llegarás a nada en esto de la canción mientras no te quites esa pinta de alcalde de pueblo que arrastras. Confiesa que el cantautor nació en Jaca, en casa del fotógrafo Pedro Tramullas, cuando interpretó una melodía con desgarro surrealista, mientras un ilustre profesor de la nada intentaba domesticar un perro lobo que huía de él como alma que lleva el diablo. Si estuviese aquí el profesor, que levante la mano. Labordeta no dice nada.
José Antonio también repasa su militancia en el nuevo partido emergente, que es la Chunta, y repasa entre otros mil asuntos algunos detalles familiares. Su pudor le lleva a escamotearnos su historia de amor con Juana de Grandes, aquella mujer que se parecía a Capucine o a Audrey Hepburn, a la que intentó seducir con un verso de César Vallejo que ridiculizaba a un notario. Empezaba bien: ella es hija de notario. Y dedica páginas preciosas y hondas a su hija Ángela, de la que hace un gran retrato y explica una relación de tensión entre ambos y de ambos con el mundo. Por cierto, este libro debe leerse con su novela Bombones de licor delante.
Hay muchas más cosas aquí: una historia de Aragón y de España, la crónica de la posguerra y de las esperanzas, una expedición entusiasta y sin resentimiento. Y no hay nostalgia alguna por aquel tiempo de represión y de cutrez mental. Aragón existía desde hace cerca de un milenio, pero a Labordeta ha tenido el honor de reinventarlo y de ser su pasaporte, su salvoconducto y su embajador dentro y fuera de España. Él le ha dado certezas, símbolos, identidad: lo ha hecho reconocible en todas partes. Ha tenido ese don y debemos agradecérselo. Y eso es bonito, emocionante, tanto como cuando dice:
--Con 66 años lo único que se puede ser es buena gente.
Esa aspiración la ha logrado en la poesía, en la novela, en la política, en la amistad y en este necesario y hermoso libro de homenajes.
2 comentarios
Mar Eab -
Por contra, lo oí no hace mucho en RNE pasar de puntillas al respecto del Sr Vera.
Mar Eab -