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Antón Castro

HISTORIA DEL PADRE / 1

Mi padre marchó a servir a los ocho años. No fue demasiado lejos: de la aldea de Vilarnovo, en Santa Mariña de Lañas, a Pastoriza, apenas alejados por diez kilómetros. Pero en 1933, cuando los coches se contaban con los dedos de una mano, aquella distancia tenía algo de destierro o de forzoso exilio del seno materno. Mi padre era hijo de agricultores y ganaderos. Jesús, su progenitor, apodado por herencia casi remota “O Touciñeiro”, era tratante de ganado, albéitar y labrador en campos que obedecían por el nombre de “O Limpeiro” o “Barbacán”. Campos con regatos y juncos; campos idóneos para la patata, el maizal y la cebolla; campos donde los pájaros traían un alba de luz entre sus trinos y con ella un ejército de hombres y mujeres que dominaban el ajetreo de la huerta o de la siega. Mi abuelo tenía vacas, gallinas, pobreza en abundancia y muchos hijos: llegaron a sobrevivir seis de ocho.
Mi padre era el segundo, un par de años más joven que la primogénita Emilia, que se llamaba como su madre, campesina esbelta y ligeramente encorvada siempre, cerrada en negro perpetuo. Quizá hubiese algo en ella de heroína romántica cuyo luto rivalizaba con el esplendor de una naturaleza exuberante, tejida con todos los colores de la tierra. Cuando se dieron cuenta, Jesús y Emilia, de que la miseria azuzaba, buscaron un lugar al sol para su primer varón y lo enviaron a una casa ajena con hacienda y animales que engrandecía a diario un matrimonio sin hijos. O quizá con un hijo impedido. Podría decirse que fue el primer fantasma real que vio mi padre. Un niño prematuramente envejecido se enfrentó de súbito al joven extraño, que berreaba como un energúmeno cuando empezaba a caer la noche o cuando tenía hambre. Yacía como un animal tranquilo y fatigado sobre paja más que sobre cosco, sobre secos matorrales más que sobre espuma o alfalfa. Quizá fue lo primero que le advirtieron al recién llegado: “Él está ahí como si estuviese muerto para ti. No sabe hablar, sólo grita”. Si mi padre conociese ya entonces la palabra monstruo, quizá sólo conocía una similar pero algo más etérea, como “fantasma”, hubiese preguntado: “¿Es como el monstruo de mis pesadillas nocturnas?”.
Allí creció, se hizo adolescente, se supo querido como el hijo imposible que sus amos no habían tenido; allí comió por vez primera pan en abundancia, acarreó agua, patatas, volteó el arado, hasta el punto de que sin proponérselo se volvió casi un forzudo que desafiaba a los mulos, a los bueyes o a un puñado de hombres. Se hizo invencible en el tiro de soga en las fiestas de verano. Sintió la justa añoranza de sus padres y de sus hermanos, y absorbió las calamidades de la guerra y los muertos de las cunetas, aquellos difuntos terriblemente familiares, con resignación y fastidio, con el estupor de quien percibe el horror pero no entiende por qué se produce ni a quién le afecta exactamente. Hacia 1945 fue llamado a filas, y el día que supo que lo enviaban a Melilla para tres años, la señora, esa segunda madre que le había otorgado el destino, le dijo: “Ahora sí que empezamos a perderte para siempre”. Frase que modificó con sutileza tras recibir la primera carta de mi padre, con una foto vestido ya de militar, desde las islas Chafarinas: “Pareces un señorito del cine. Ahora sí que no tenemos nada que hacer”.
El primer recuerdo que tengo de mi padre es una visita a esa casa en Pastoriza, lugar de “A Maceira”. El manzano. Me veo llegando en su bicicleta, atado a él un cordel y abrazándolo yo como si fuese lo último que iba a hacer en el mundo. Mi padre hablaba lo justo, y además hay muchas veces en que un hijo no necesita explicaciones de su padre: sigue ciegamente, con emoción y embeleso, sus pasos y se sabe seguro. Protegido contra la tormenta. Recuerdo vagamente lo que vi: la casa, mucho más grande que la nuestra de Vilarnovo (y al decir nuestra, quiero decir la que mis padres habían alquilado enfrente a la de sus padres, diminuta, y con un pequeño establo incorporado), el pajar, el patín del hórreo, el jardín, en el que yo sabía que mi padre había trabajado, y un cobertizo abierto pero con tejado, en cuyo interior no tardé en descubrir a aquel muchacho que se había vuelto hombre que parecía alimaña o monstruo, o un inventario de pequeñas deformidades que suscitaba, sobre todo, pena. Más pena que espanto.
Lo vi entre las sombras, enredado en los haces, reptando hacia los barrotes de su cubil que era, en realidad, una jaula gigante. Se le encendieron los ojos al ver a mi padre, deduje que sabía decir su nombre, “Benito, Benito, Benito…”, y que lo decía de manera entrecortada, e hizo eso que se decía entonces que hacían las personas o los perros alegres: le hizo una auténtica fiesta de gestos, de gemidos, de miradas. La señora me regaló manzanas, un pastel de membrillo y una frase que guardo: “Eres igual que tu padre”. Cuando nos fuimos, de nuevo en la bicicleta y yo atado con más fuerza porque había que subir algunas cuestas, habría querido que mi padre me contase el secreto de aquella relación, el secreto de aquella alegría que se había convertido, en el instante de la despedida, en un arrebato incontenible de melancolía y llanto. Años después, mi padre aplacó mi curiosidad a su manera: “Nos hicimos amigos. Nos hicimos hermanos. ¿Cómo se cuenta eso?”, dijo.

5 comentarios

guidito -

espectacular

Javier -

¡Precioso!... ¿y cómo se cuenta que no hay medicina que te haga sentir tan bien como el abrazo de un amigo? ¡Antoncicooo...!

Javier Burbano -

Enhorabuena por el texto. Describes las cosas con gran detalle pero sin perder la viveza y el ritmo. Galicia te da energía. Un fuerte abrazo

pepe cerda -

Que bien te sienta ir a tu pueblo. Estas inmenso.
Pepe

Antonio -

¡Qué cantidad de imágenes, de olores, de sensaciones,
de emoción, en un texto tan sencillo como profundo!
¡Abrazos!