MIQUEL ÁNGEL RIERA Y EUGENIO ESTRADA:HISTORIA DEDOS QUE SOÑARON
No sé si un crítico debe escribir un artículo en primera persona. Pero en esta ocasión, al recordar la vida y la obra de Eugenio Estrada, voy a hacerlo. No sé por qué razón la figura de Miquel Ángel Riera --autor de libros tan fascinantes como Isla Flaubert, Los dioses inaccesibles o Crónica lasciva de una decadencia, compuestos originalmente en catalán, lector insaciable de Kavafis y de Lampedusa-- y la de Eugenio Estrada se superponen en mi memoria, conforman un mundo, una poética, una actitud que mi cerebro reúne y enlaza indefectiblemente, aunque ellos no llegaron a tratarse. A Eugenio lo conocí en 1988 en una de las aulas del ICE; estaba estudiando el arte infantil y acumulaba sobre su mesa y en las carpetas de las repisas miles de dibujos de niños: los acariciaba, les extirpaba detalles, los glosaba una y otra vez, y les encontraba parentescos con Miró, Picasso, Klee o Kandinski. Le entusiasmaba aquella inocencia que permitía borrar los muros, eliminar las perspectivas y trascender el sentido común en una gran orgía de imaginación y trazos.
Habíamos concertado la cita a las diez y media de la mañana: eran tales su vigor, su torrencialidad y su entusiasmo por sus descubrimientos que llegó la hora de comer, las dos quizá, y allí seguíamos viendo dibujos, caras obnubiladas, casas con cerca, árbol y nube, figuras de un bestiario que aún no había sido designado. Al volver a la redacción de El día de Aragó escribí una frase en mi Dietario de olvidos: "El cubismo es un niño que ha descubierto siete rostros al cielo y desconfía de la precisión de las perspectivas".
En unos cuadernos que publicaba el ICE, Eugenio Estrada editó una síntesis de sus trabajos con los niños. Me la remitió, aunque hacía tiempo que no nos veíamos, y yo se la entregué a Miquel Ángel Riera en una visita que hizo a Zaragoza. Recuerdo que me cité con el novelista otra mañana en el Hotel Corona de Aragón y que charlamos de literatura (le seducían autores como Henry James, Thomas Mann, Virginia Woolf, Tolstoi y Robert Walser, aquel suizo que apareció muerto sobre la nieve tras un arrebato de locura), de viajes y de arte. Llevaba encima la monografía de Eugenio Estrada --creo que su título era El lenguaje plástico elaborado por los niños- y le gustaron tanto la idea y las conclusiones que cada vez que hablábamos o nos escribíamos siempre había un comentario o una pregunta acerca de Eugenio Estrada Díez, el pintor leonés afincado en Zaragoza.
Miquel Ángel Riera fue una de las personas más entrañables que he conocido jamás, destrozado en algún rincón del alma y de la palabra por un dolor sin nombre, ignoto, que iba más allá de la añoranza. Eugenio Estrada poseía un misterio parejo, su parte oculta, sus fantasmas. Estuvimos tiempo y tiempo sin vernos, perdidos en la lejanía, pero a principios de los 90 volvimos a encontrarnos. Y, en visitas a su estudio o en tertulias de lento crepúsculo de sábado en el Café Levante, fui accediendo a su vasta biografía de niño de aldea (nació en Cubillas de Rueda en 1934) fascinado por el campo: le encantaba --como si hubiese recuperado al zagal que fue tras tanto trajinar con dibujos de inadvertidos muchachos con alma de artista-- recordar una atmósfera de animales encerrados tras las cercas, de carros, de construcción de parideras, cancelas para la huerta o casas que se alzaban casi de repente y expelían una mancha de humo que ennegrecía el celaje del valle. Le encantaba describir la llegada de los buhoneros, de los pastores o el amontonamiento natural de las manzanas derribadas por el vendaval. Decía que en aquel ámbito matricial de contacto con la naturaleza y el enigma de la labranza había nacido el pintor: los colores se le habían trasvasado del agro al corazón y a la mano, y una fuerza desconocida le empujaba a soñar, a crear mundos, a disolver en acuarela y sueño lo que veía mientras iba y volvía a la escuela. Me dijo una vez: "Como decía Klee, supe desde niño que la pintura tiene música. Música y el sabor de las cosas del campo".
Había un momento que, en esa búsqueda de su ser de creador, contaba su traslado a León, su contacto con Antonio Gamoneda y Victoriano Crémer, que le abrieron los ojos a la poesía y las nuevas artes, y su ingreso en sucesivas academias, que asentaron su formación y le otorgaron una habilidad de amanuense incuestionable en la que se apoyó sin amaneramiento. Fueron años de investigación y ubicación espiritual, aunque el impacto mayor estaba por llegar: una muestra de impresionistas y postimpresionistas en Madrid operó como un aldabonazo, como un reclamo. Fue ese trallazo de clarividencia y persuación que te cambia el existir.
Si se podía hacer eso, él querría ser artista con todas las consecuencias, pareció decirse. Y de inmediato, en una aventura que le gustaba evocar como algo que definía su pulsión más sincera, marchó a la Provenza para ver de cerca la obra de Cezanne, que se le aparecía a cada hora con su pintura sombría e inquietante como una obsesión insalvable. Cézanne fue durante un tiempo su dios por su forma de elaborar el cuadro, por sus texturas, por su indagación plástica, por su forma de atisbar el cubismo tal vez, corriente en la que --de un modo particular, sin rigidez ni la temática convencional del movimiento-- se movió durante años Eugenio y en la que resumió su universo de desgarro y de reflexión, de exaltación y de lirismo, de serena belleza.
El recuerdo de la estancia en Colombia activaba su melancolía. Al invocar aquellos dos años, rescataba lo que anheló ser, el tamaño de su esperanza. Dio clases de arte en distintas universidades y ahondó en el mundo que llevaba dentro: exploró el expresionismo americano y su manantial de cromatismo, aspectos que le llevaron hacia el análisis de distintas suertes matéricas y de los empastes. El influjo de Millares, Tàpies y Saura, en medio del informalismo reinante, añadieron matices a su evolución, cada vez más precisa. Alternó durante muchos años creación y docencia, impartió enseñanzas novedosas como el diseño y dibujo creativo, y fue configurando un universo cada vez más personal, dominado por el sentido plástico, el predominio del verde, el aura constructiva. El desengaño fue abriéndose camino en la obra de Eugenio: le dolían las prisas, el abotargamiento, la pérdida de sensaciones definitivas o intensas de una sociedad febril y enloquecida.
En ese instante, a mediados de los 90, pareció desembocar en un arte más metafísico (en realidad, metafísico lo había sido siempre), bien construido, con homenajes evidentes a su infancia de caóticos jardines y al trabajo de Carrá, Mondrian o Morandi, que siempre fueron sus maestros. La sutileza enigmática y seca de Morandi y su concentrada perfección le animaron constantemente; aunque los tres citados fueron modelos de enfrentarse al cuadro y de exponer una laboriosa teoría plástica suspensa en la geometría. Aquella época --que agrupó, en torbellino de escombros, vergeles, objetos de dibujo, ventanas, maniquíes, flores, manzanas: elementos para un nuevo concepto de bodegón sin duda-- dio paso a un último estadio de marcada depuración formal, de estilización y de compendio.
Eugenio Estrada volcó sus pinceles y su memoria hacia la reinterpretación del pretérito y de su memoria de hombre y niño desde el rigor y la esencialidad. Así, además de ese cuadro oval que es un espejo donde el creador sueña que se mira y se desnuda, la presencia de una ausencia, irrumpieron los fósiles, las huellas del tiempo, los héroes enterrados a la intemperie, las ventanas, el mar cuyo hálito flota en el fondo de un lienzo, las escaleras, las piedras, los cantos rodados, la arqueología. El pintor mantenía intactos su oficio y su progresión: dibujaba estructuras y les suministraba unidad y hondura. Eugenio era un hombre que reflexionaba sobre su condición de artista plástico, alguien que, como ha dicho Ángel Azpeitia, se sabía "clásico y moderno". Recupero por un instante aquellas tardes de sábado en el Café Levante y le oigo --exultante, más volcado en la pintura que nunca, confiado-- contar cómo le habían devuelto la vida las exposiciones en Detursa (octubre de 1995), Centro Arte de León (1994) o Resonancias dentro de los proyectos educativos que coordinaba Manuel Val. Por entonces, había tenido que dejar de fumar y había sido víctima de una enfermedad terrible que le afectaba a la garganta y a los pulmones, una dolencia que le había esclavizado en arduas e inútiles sesiones de quimioterapia. Partió un domingo por la tarde y concertamos una cita para el próximo fin de semana. Antes del adiós me había invitado a su taller y me había mostrado sus cuadros, sus murales, el homenaje explícito que había rendido a León, a Colombia y a su niñez en papel de embalaje. Señaló uno de sus libros favoritos: la biografía de Velázquez que escribió Ortega y Gasset, era su texto de cabecera y la prueba de una deuda contraída con un creador, señaló.
A Miquel Ángel Riera tampoco volví a verlo desde un sábado inolvidable de marinas y paseos en Mallorca. Riera había titulado El pis de la badia (El piso de la bahía) su último poemario: era un manifiesto de amor a una mujer y al espacio donde ambos se encontraban frente al mar, un poemario de plenitud, para gozar de una pasión tranquila alimentada. Me remitió dos ejemplares de la segunda edición corregida y aumentada, y uno venía destinado a ese amigo invisible que se llamaba Eugenio Estrada Díez. La dedicatoria contenía una frase que le habría gustado al artista: "A Eugenio Estrada, pintor de León, porque nos demostró que la pintura moderna supone un desesperado esfuerzo para recuperar la libertad inocente del joven, la intuición virginal del niño. Su amigo imposible Miquel Ángel". Los dos, Miquel Ángel y Eugenio, se fueron casi a la par a la región lejana de las nieblas. Estoy seguro de que ahora sí se habrán encontrado y se habrán hecho amigos en el arte después de la muerte.
Habíamos concertado la cita a las diez y media de la mañana: eran tales su vigor, su torrencialidad y su entusiasmo por sus descubrimientos que llegó la hora de comer, las dos quizá, y allí seguíamos viendo dibujos, caras obnubiladas, casas con cerca, árbol y nube, figuras de un bestiario que aún no había sido designado. Al volver a la redacción de El día de Aragó escribí una frase en mi Dietario de olvidos: "El cubismo es un niño que ha descubierto siete rostros al cielo y desconfía de la precisión de las perspectivas".
En unos cuadernos que publicaba el ICE, Eugenio Estrada editó una síntesis de sus trabajos con los niños. Me la remitió, aunque hacía tiempo que no nos veíamos, y yo se la entregué a Miquel Ángel Riera en una visita que hizo a Zaragoza. Recuerdo que me cité con el novelista otra mañana en el Hotel Corona de Aragón y que charlamos de literatura (le seducían autores como Henry James, Thomas Mann, Virginia Woolf, Tolstoi y Robert Walser, aquel suizo que apareció muerto sobre la nieve tras un arrebato de locura), de viajes y de arte. Llevaba encima la monografía de Eugenio Estrada --creo que su título era El lenguaje plástico elaborado por los niños- y le gustaron tanto la idea y las conclusiones que cada vez que hablábamos o nos escribíamos siempre había un comentario o una pregunta acerca de Eugenio Estrada Díez, el pintor leonés afincado en Zaragoza.
Miquel Ángel Riera fue una de las personas más entrañables que he conocido jamás, destrozado en algún rincón del alma y de la palabra por un dolor sin nombre, ignoto, que iba más allá de la añoranza. Eugenio Estrada poseía un misterio parejo, su parte oculta, sus fantasmas. Estuvimos tiempo y tiempo sin vernos, perdidos en la lejanía, pero a principios de los 90 volvimos a encontrarnos. Y, en visitas a su estudio o en tertulias de lento crepúsculo de sábado en el Café Levante, fui accediendo a su vasta biografía de niño de aldea (nació en Cubillas de Rueda en 1934) fascinado por el campo: le encantaba --como si hubiese recuperado al zagal que fue tras tanto trajinar con dibujos de inadvertidos muchachos con alma de artista-- recordar una atmósfera de animales encerrados tras las cercas, de carros, de construcción de parideras, cancelas para la huerta o casas que se alzaban casi de repente y expelían una mancha de humo que ennegrecía el celaje del valle. Le encantaba describir la llegada de los buhoneros, de los pastores o el amontonamiento natural de las manzanas derribadas por el vendaval. Decía que en aquel ámbito matricial de contacto con la naturaleza y el enigma de la labranza había nacido el pintor: los colores se le habían trasvasado del agro al corazón y a la mano, y una fuerza desconocida le empujaba a soñar, a crear mundos, a disolver en acuarela y sueño lo que veía mientras iba y volvía a la escuela. Me dijo una vez: "Como decía Klee, supe desde niño que la pintura tiene música. Música y el sabor de las cosas del campo".
Había un momento que, en esa búsqueda de su ser de creador, contaba su traslado a León, su contacto con Antonio Gamoneda y Victoriano Crémer, que le abrieron los ojos a la poesía y las nuevas artes, y su ingreso en sucesivas academias, que asentaron su formación y le otorgaron una habilidad de amanuense incuestionable en la que se apoyó sin amaneramiento. Fueron años de investigación y ubicación espiritual, aunque el impacto mayor estaba por llegar: una muestra de impresionistas y postimpresionistas en Madrid operó como un aldabonazo, como un reclamo. Fue ese trallazo de clarividencia y persuación que te cambia el existir.
Si se podía hacer eso, él querría ser artista con todas las consecuencias, pareció decirse. Y de inmediato, en una aventura que le gustaba evocar como algo que definía su pulsión más sincera, marchó a la Provenza para ver de cerca la obra de Cezanne, que se le aparecía a cada hora con su pintura sombría e inquietante como una obsesión insalvable. Cézanne fue durante un tiempo su dios por su forma de elaborar el cuadro, por sus texturas, por su indagación plástica, por su forma de atisbar el cubismo tal vez, corriente en la que --de un modo particular, sin rigidez ni la temática convencional del movimiento-- se movió durante años Eugenio y en la que resumió su universo de desgarro y de reflexión, de exaltación y de lirismo, de serena belleza.
El recuerdo de la estancia en Colombia activaba su melancolía. Al invocar aquellos dos años, rescataba lo que anheló ser, el tamaño de su esperanza. Dio clases de arte en distintas universidades y ahondó en el mundo que llevaba dentro: exploró el expresionismo americano y su manantial de cromatismo, aspectos que le llevaron hacia el análisis de distintas suertes matéricas y de los empastes. El influjo de Millares, Tàpies y Saura, en medio del informalismo reinante, añadieron matices a su evolución, cada vez más precisa. Alternó durante muchos años creación y docencia, impartió enseñanzas novedosas como el diseño y dibujo creativo, y fue configurando un universo cada vez más personal, dominado por el sentido plástico, el predominio del verde, el aura constructiva. El desengaño fue abriéndose camino en la obra de Eugenio: le dolían las prisas, el abotargamiento, la pérdida de sensaciones definitivas o intensas de una sociedad febril y enloquecida.
En ese instante, a mediados de los 90, pareció desembocar en un arte más metafísico (en realidad, metafísico lo había sido siempre), bien construido, con homenajes evidentes a su infancia de caóticos jardines y al trabajo de Carrá, Mondrian o Morandi, que siempre fueron sus maestros. La sutileza enigmática y seca de Morandi y su concentrada perfección le animaron constantemente; aunque los tres citados fueron modelos de enfrentarse al cuadro y de exponer una laboriosa teoría plástica suspensa en la geometría. Aquella época --que agrupó, en torbellino de escombros, vergeles, objetos de dibujo, ventanas, maniquíes, flores, manzanas: elementos para un nuevo concepto de bodegón sin duda-- dio paso a un último estadio de marcada depuración formal, de estilización y de compendio.
Eugenio Estrada volcó sus pinceles y su memoria hacia la reinterpretación del pretérito y de su memoria de hombre y niño desde el rigor y la esencialidad. Así, además de ese cuadro oval que es un espejo donde el creador sueña que se mira y se desnuda, la presencia de una ausencia, irrumpieron los fósiles, las huellas del tiempo, los héroes enterrados a la intemperie, las ventanas, el mar cuyo hálito flota en el fondo de un lienzo, las escaleras, las piedras, los cantos rodados, la arqueología. El pintor mantenía intactos su oficio y su progresión: dibujaba estructuras y les suministraba unidad y hondura. Eugenio era un hombre que reflexionaba sobre su condición de artista plástico, alguien que, como ha dicho Ángel Azpeitia, se sabía "clásico y moderno". Recupero por un instante aquellas tardes de sábado en el Café Levante y le oigo --exultante, más volcado en la pintura que nunca, confiado-- contar cómo le habían devuelto la vida las exposiciones en Detursa (octubre de 1995), Centro Arte de León (1994) o Resonancias dentro de los proyectos educativos que coordinaba Manuel Val. Por entonces, había tenido que dejar de fumar y había sido víctima de una enfermedad terrible que le afectaba a la garganta y a los pulmones, una dolencia que le había esclavizado en arduas e inútiles sesiones de quimioterapia. Partió un domingo por la tarde y concertamos una cita para el próximo fin de semana. Antes del adiós me había invitado a su taller y me había mostrado sus cuadros, sus murales, el homenaje explícito que había rendido a León, a Colombia y a su niñez en papel de embalaje. Señaló uno de sus libros favoritos: la biografía de Velázquez que escribió Ortega y Gasset, era su texto de cabecera y la prueba de una deuda contraída con un creador, señaló.
A Miquel Ángel Riera tampoco volví a verlo desde un sábado inolvidable de marinas y paseos en Mallorca. Riera había titulado El pis de la badia (El piso de la bahía) su último poemario: era un manifiesto de amor a una mujer y al espacio donde ambos se encontraban frente al mar, un poemario de plenitud, para gozar de una pasión tranquila alimentada. Me remitió dos ejemplares de la segunda edición corregida y aumentada, y uno venía destinado a ese amigo invisible que se llamaba Eugenio Estrada Díez. La dedicatoria contenía una frase que le habría gustado al artista: "A Eugenio Estrada, pintor de León, porque nos demostró que la pintura moderna supone un desesperado esfuerzo para recuperar la libertad inocente del joven, la intuición virginal del niño. Su amigo imposible Miquel Ángel". Los dos, Miquel Ángel y Eugenio, se fueron casi a la par a la región lejana de las nieblas. Estoy seguro de que ahora sí se habrán encontrado y se habrán hecho amigos en el arte después de la muerte.
2 comentarios
Miquel Àngel Tena-Rúbies -
Enrique -
Gracias.