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Antón Castro

ALEA

Déjame que te cambie el nombre. ¿Recuerdas cómo nos conocimos? Fue por la tarde, cerca del castillo. Las luces se tamizaron de golpe y el cielo se llenó de pájaros en estampida. ¿Qué habías venido a hacer allí?, me pregunté. Te vi entre estudiantes o investigadores. ¿Cuántos erais: doce, nueve, quince? Me fijé en el grupo, pero pronto te distinguí a ti, como una esmeralda que se alza del légamo. Con tus pantalones vaqueros ceñidos, el jersei largo y rojo, la mochila en la espalda y una intensa melena que pugnaba con el desorden de sus rizos. Habría jurado que tú también me miraste. Pensé: cómo busco un pretexto para acercarme, qué ardid puedo inventar para hablarle. Llevaba como siempre mi cámara. Avancé. Os pediría que me hicieseis una foto ante la gigantesca mole, incluso podría ofrecerme para retrataros a todos. Lo demás fue espontáneo. A veces soy un buen actor. Y de aquel instante, de aquel par de minutos inolvidables, conservo tu foto y una impresión: la del suave viento que te ceñía, que esculpía tu cuerpo en la explanada de Loarre. No me importa como te llames en realidad: para mí, por si no vuelvo a verte, serás para siempre Alea. Eso he escrito en la amplificada imagen tuya que cuelga en mi estudio. Cuando se enciende la brisa del crepúsculo, abro la ventana y digo: “Entra Alea”. Y entras, invisible, con un fogoso olor a moras.

1 comentario

Cide -

me recuerda a esos momentos que describe Azorín en sus Reflexiones de un pequeño filósofo. Espero que te lo tomes como un halago, porque es maravilloso poder escribir así.