JESÚS MONCADA Y EL EBRO*
-¿Cuándo se da usted cuenta de la importancia del Ebro?
-Yo no me di cuenta: el Ebro formaba parte de mi vida. Mequinenza era una población que vivía con el Ebro. Pasaba el río por la población y se usaba el agua para todo: para regar, para navegar, para lavar. La vida entera estaba ligada al río, que crecía, bramaba, y al hacerlo impresionaba. Estaba como encajonado en el valle. Mequinenza era un pueblo largo que se extendía por la vega abajo. Casi podía decirse que el pueblo vivía en el Ebro.
-¿Por qué?
-Piense que se hacía transporte de carbón desde mediados del siglo XIX, el lignito viajaba sobre las aguas cuando las carreteras eran prácticamente inexistentes. Y además el río servía para regar una preciosa huerta árabe. El regadío y el secano estaban próximos al río, y estaban separados por una línea neta.
-Hablemos de la navegación.
-Mequinenza era un puerto fluvial y eso casi resultaba insólito. Había una importante flota de laúdes. Aquello era un mundo fascinante. Cuando los barcos permanecían amarrados, y sin sus dueños, pescabas desde ellos. Yo tenía cañas de cañaveral y de bambú. Pescaba muchas veces con cañas cortas desde la orilla, entre las mujeres que lavan porque aún no había agua corriente (no tardaría en llegar), en el Ebro y el Segre, que allí se encuentran. Yo pescaba madrillas, un pez pequeño. Y también había gente ya mayor que empleaba caña de carrete para la carpa, el barbo o la anguila.
-¿Existían pescadores profesionales?
-Yo conocí al menos a dos. Salían a pescar con la barca, y tendían sus redes y sus cebos. Luego, lo que habían sacado, lo vendían en Mequinenza en cestos.
-Resultan muy atractivos en Camino de sirga los navegantes. Pienso en Nelson o Arquímedes Quintana.
-A ellos les gustaba que los llamasen navegantes o llauters, se hinchaban de orgullo, pero el suyo no era un mundo cerrado. Y también era muy especial el carácter de los patrones, porque ser patrón en el Ebro era muy duro, difícil. Había que ser muy buen navegante para no perder la carga en verano. El Ebro en invierno llevaba más agua y no se corría tanto peligro, pero en el estío los barcos podían zozobrar o encallarse, y la carga se derramaba. Y era una vergüenza que se te fuese el lignito al fondo. Había barcos para el invierno; los laúdes de verano eran de poca quilla y menor calado.
-¿Cómo eran las tabernas de los navegantes?
-Bueno, había un par de tabernas, pero los navegantes también iban a los cafés. Tenían sus tertulias, contaban sus historias, pero ya le digo que no eran un mundo aparte. Bajaban el lignito, y lo llevaban hasta el Delta, a Tortosa o, a veces, a Amposta. Y luego subían cargados con productos del Delta: arroz, cerámica, sal, jabón o naranjas. Recuerdo que por la tienda de ultramarinos y coloniales de mis padres aparecían a menudo, a veces con esos barriles de jabón blando del que hablo en mis libros, y además distribuían sus productos por aquí y por allá.
-¿Habló usted mucho con los navegantes?
-Desde luego. Cuando supe que quería escribir Camino de sirga los entrevisté, recogí mucho material. Y me hablaban de todo: de lo que comían, de sus visitas a algún burdel, en Tortosa había uno. Conocí también a muchos patrones. Había dos tipos. Recuerdo a un joven de catorce años que procedía de una dinastía de navegantes y mandaba en hombres que le doblaban en edad. Era un patrón muy técnico y más bien frío. Pero Nelson y Arquimedes Quintana era patrones más románticos, más arriesgados, que rezumaban calor humano. Uno de los modelos de Nelson, por ejemplo, tenía mal genio. Los lunes solía cabrearse con la tripulación porque a lo mejor no le hacían caso. Se retiraba a su camarote y dejaba a sus el gobierno del laúd. Cuando había dificultades, golpeaban en la puerta para que los ayudase. Me contaban muchos líos de faldas a lo largo de la ribera.
-Usted escribió un cuento sobre el campo de fútbol inundado por el Segre y el Ebro.
-Es totalmente cierto. El campo de fútbol estaba en un ángulo de la población. La portería estaba a tres o cuatro metros del río Segre y una de las bandas a seis o siete del Ebro, por eso había un encargado de recoger los balones que llevaba una especie de red de cazar mariposas, con el palo más largo, para coger los balones. Si se iban por el río y no se podían atrapar, había que subir a la barca. Por eso, en Mequinenza había siempre muchos balones. El día de la inundación, estaba yo en el campo. El Segre, que ahora es un río dormido, tenía unas crecidas súbitas. Empezó a crecer y crecer, y hacía de barrera al agua del Ebro, y éste al final, al encontrarse con esa suerte de barrera, empezó a subir y subir, e inundó el campo, pero el partido no se detuvo. Se jugó aquella tarde con medio palmo de agua.
-Usted estudió en Zaragoza y, además, muy cerca del río. ¿Cómo lo veía?
-No tenía nada que ver. En Mequinenza, ya le digo, estaban las barcas y las piraguas. Aquello era una fiesta. Aquí, en el colegio Santo Tomás de Aquino, yo estaba interno.
-¿Qué libros recuerda sobre ríos?
-He comprado El Danubio de Claudio Magris, pero lo tengo ahí para leerlo. O los textos de Sebastián Juan Arbó, que habla más bien del Delta. Recuerdo muy bien El Don apacible de Mihail Sholojov, del que me gustó mucho la primera parte, relacionada también con los cosacos.
-¿Cuál es su opinión sobre la Expo 2008?
-Creo que va a ser algo muy bueno para Zaragoza, desde el punto de vista de que va a ayudar a la promoción de la ciudad. Seguramente se van a hacer cosas que nunca se harían. Pienso por ejemplo en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992: fue algo definitivo para la modernización de la ciudad y para abrirla al mar de una manera plena.
-¿Cómo definiría entonces el Ebro?
-Era un mundo entrañable. Forma parte de mi vida. Ahora es un embalse, ahora Mequinenza vive junto al río pero no con el río. Ocurrió algo muy importante. ¿Ha oído usted lo del puente?
-No sé. Cuéntenos.
-Ya sabe que en Mequinenza había un puente que acabó con el paso de la barca o del famoso transbordador. Pero en 1938, los republicanos volaron el puente ante la ofensiva del ejército nacional, y eso nos permitió volver durante algunos años al sistema primitivo. Se decía que el franquismo reconstruyó de inmediato ese puente, pero aún tardó en hacerlo catorce o quince años. Fíjese, recuerdo una historia muy bonita del sereno del pueblo: tenía la facultad de ir a los cafés y reunir a los hombres para retirar los embarcaderos de madera cuando creía el río. A lo largo de la orilla había muchos embarcaderos de madera, y él podía hacer eso para que no se los llevase la corriente. Ese sereno tenía un porte majestuoso, era idéntico al conde de Barcelona y se llamaba Borbón. Además, era analfabeto y cronista deportivo de un periódico de Zaragoza. Cuando terminaba un partido, iba a un bar y dictaba a alguien lo que había ocurrido. La gente tomaba redactaba en un papel su crónica en un bar, y luego Borbón iba a otro para que se lo leyeran, no fuesen a gastarle una broma. Yo fui redactor y lector en alta voz de sus crónicas. Él me regaló El libro de la selva de Rudyard Kipling en una preciosa edición, pero nunca supo lo que me regalaba.
*Inserto de nuevo la entrevista con Jesús Moncada que le hice el pasado mes de diciembre porque la acabo de encontrar, en mi fondo de armario, completa y me ha gustado, sobre todo, el capítulo final: esa historia del sereno y cronista deportivo que me parece realmente preciosa.
-Yo no me di cuenta: el Ebro formaba parte de mi vida. Mequinenza era una población que vivía con el Ebro. Pasaba el río por la población y se usaba el agua para todo: para regar, para navegar, para lavar. La vida entera estaba ligada al río, que crecía, bramaba, y al hacerlo impresionaba. Estaba como encajonado en el valle. Mequinenza era un pueblo largo que se extendía por la vega abajo. Casi podía decirse que el pueblo vivía en el Ebro.
-¿Por qué?
-Piense que se hacía transporte de carbón desde mediados del siglo XIX, el lignito viajaba sobre las aguas cuando las carreteras eran prácticamente inexistentes. Y además el río servía para regar una preciosa huerta árabe. El regadío y el secano estaban próximos al río, y estaban separados por una línea neta.
-Hablemos de la navegación.
-Mequinenza era un puerto fluvial y eso casi resultaba insólito. Había una importante flota de laúdes. Aquello era un mundo fascinante. Cuando los barcos permanecían amarrados, y sin sus dueños, pescabas desde ellos. Yo tenía cañas de cañaveral y de bambú. Pescaba muchas veces con cañas cortas desde la orilla, entre las mujeres que lavan porque aún no había agua corriente (no tardaría en llegar), en el Ebro y el Segre, que allí se encuentran. Yo pescaba madrillas, un pez pequeño. Y también había gente ya mayor que empleaba caña de carrete para la carpa, el barbo o la anguila.
-¿Existían pescadores profesionales?
-Yo conocí al menos a dos. Salían a pescar con la barca, y tendían sus redes y sus cebos. Luego, lo que habían sacado, lo vendían en Mequinenza en cestos.
-Resultan muy atractivos en Camino de sirga los navegantes. Pienso en Nelson o Arquímedes Quintana.
-A ellos les gustaba que los llamasen navegantes o llauters, se hinchaban de orgullo, pero el suyo no era un mundo cerrado. Y también era muy especial el carácter de los patrones, porque ser patrón en el Ebro era muy duro, difícil. Había que ser muy buen navegante para no perder la carga en verano. El Ebro en invierno llevaba más agua y no se corría tanto peligro, pero en el estío los barcos podían zozobrar o encallarse, y la carga se derramaba. Y era una vergüenza que se te fuese el lignito al fondo. Había barcos para el invierno; los laúdes de verano eran de poca quilla y menor calado.
-¿Cómo eran las tabernas de los navegantes?
-Bueno, había un par de tabernas, pero los navegantes también iban a los cafés. Tenían sus tertulias, contaban sus historias, pero ya le digo que no eran un mundo aparte. Bajaban el lignito, y lo llevaban hasta el Delta, a Tortosa o, a veces, a Amposta. Y luego subían cargados con productos del Delta: arroz, cerámica, sal, jabón o naranjas. Recuerdo que por la tienda de ultramarinos y coloniales de mis padres aparecían a menudo, a veces con esos barriles de jabón blando del que hablo en mis libros, y además distribuían sus productos por aquí y por allá.
-¿Habló usted mucho con los navegantes?
-Desde luego. Cuando supe que quería escribir Camino de sirga los entrevisté, recogí mucho material. Y me hablaban de todo: de lo que comían, de sus visitas a algún burdel, en Tortosa había uno. Conocí también a muchos patrones. Había dos tipos. Recuerdo a un joven de catorce años que procedía de una dinastía de navegantes y mandaba en hombres que le doblaban en edad. Era un patrón muy técnico y más bien frío. Pero Nelson y Arquimedes Quintana era patrones más románticos, más arriesgados, que rezumaban calor humano. Uno de los modelos de Nelson, por ejemplo, tenía mal genio. Los lunes solía cabrearse con la tripulación porque a lo mejor no le hacían caso. Se retiraba a su camarote y dejaba a sus el gobierno del laúd. Cuando había dificultades, golpeaban en la puerta para que los ayudase. Me contaban muchos líos de faldas a lo largo de la ribera.
-Usted escribió un cuento sobre el campo de fútbol inundado por el Segre y el Ebro.
-Es totalmente cierto. El campo de fútbol estaba en un ángulo de la población. La portería estaba a tres o cuatro metros del río Segre y una de las bandas a seis o siete del Ebro, por eso había un encargado de recoger los balones que llevaba una especie de red de cazar mariposas, con el palo más largo, para coger los balones. Si se iban por el río y no se podían atrapar, había que subir a la barca. Por eso, en Mequinenza había siempre muchos balones. El día de la inundación, estaba yo en el campo. El Segre, que ahora es un río dormido, tenía unas crecidas súbitas. Empezó a crecer y crecer, y hacía de barrera al agua del Ebro, y éste al final, al encontrarse con esa suerte de barrera, empezó a subir y subir, e inundó el campo, pero el partido no se detuvo. Se jugó aquella tarde con medio palmo de agua.
-Usted estudió en Zaragoza y, además, muy cerca del río. ¿Cómo lo veía?
-No tenía nada que ver. En Mequinenza, ya le digo, estaban las barcas y las piraguas. Aquello era una fiesta. Aquí, en el colegio Santo Tomás de Aquino, yo estaba interno.
-¿Qué libros recuerda sobre ríos?
-He comprado El Danubio de Claudio Magris, pero lo tengo ahí para leerlo. O los textos de Sebastián Juan Arbó, que habla más bien del Delta. Recuerdo muy bien El Don apacible de Mihail Sholojov, del que me gustó mucho la primera parte, relacionada también con los cosacos.
-¿Cuál es su opinión sobre la Expo 2008?
-Creo que va a ser algo muy bueno para Zaragoza, desde el punto de vista de que va a ayudar a la promoción de la ciudad. Seguramente se van a hacer cosas que nunca se harían. Pienso por ejemplo en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992: fue algo definitivo para la modernización de la ciudad y para abrirla al mar de una manera plena.
-¿Cómo definiría entonces el Ebro?
-Era un mundo entrañable. Forma parte de mi vida. Ahora es un embalse, ahora Mequinenza vive junto al río pero no con el río. Ocurrió algo muy importante. ¿Ha oído usted lo del puente?
-No sé. Cuéntenos.
-Ya sabe que en Mequinenza había un puente que acabó con el paso de la barca o del famoso transbordador. Pero en 1938, los republicanos volaron el puente ante la ofensiva del ejército nacional, y eso nos permitió volver durante algunos años al sistema primitivo. Se decía que el franquismo reconstruyó de inmediato ese puente, pero aún tardó en hacerlo catorce o quince años. Fíjese, recuerdo una historia muy bonita del sereno del pueblo: tenía la facultad de ir a los cafés y reunir a los hombres para retirar los embarcaderos de madera cuando creía el río. A lo largo de la orilla había muchos embarcaderos de madera, y él podía hacer eso para que no se los llevase la corriente. Ese sereno tenía un porte majestuoso, era idéntico al conde de Barcelona y se llamaba Borbón. Además, era analfabeto y cronista deportivo de un periódico de Zaragoza. Cuando terminaba un partido, iba a un bar y dictaba a alguien lo que había ocurrido. La gente tomaba redactaba en un papel su crónica en un bar, y luego Borbón iba a otro para que se lo leyeran, no fuesen a gastarle una broma. Yo fui redactor y lector en alta voz de sus crónicas. Él me regaló El libro de la selva de Rudyard Kipling en una preciosa edición, pero nunca supo lo que me regalaba.
*Inserto de nuevo la entrevista con Jesús Moncada que le hice el pasado mes de diciembre porque la acabo de encontrar, en mi fondo de armario, completa y me ha gustado, sobre todo, el capítulo final: esa historia del sereno y cronista deportivo que me parece realmente preciosa.
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miguel ángel -
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