LA UTOPÍA DE GABRIEL GARCÍA-BADELL
En Barcelona, un montón de amigos despedía a Jesús Moncada. Me fue imposible acudir porque tenía que cerrar el suplemento de Artes & Letras y además debía asistir a un homenaje a Gabriel García-Badell (Madrid, 1936-Canfranc, 1994), pero mi cabeza, mi admiración y mi cariño estaban también con Moncada, a quien me resulta demasiado fácil reconocer como un gran maestro, como un modelo de escritor al que querría parecerme algún día, como él quiso parecerse a Pere Calders, Álvaro Cunqueiro (en una ocasión me envío uno de sus libros con un dibujo y una párrafo de cinco o seis líneas, en gallego, de Cunqueiro), a Flaubert, a William Faulkner, al prodigioso Balzac.
Yo conocí tarde a Gabriel García-Badell. En realidad, oí hablar muy pronto de él: en Zaragoza a principios de los 80 se hablaba mucho de su leyenda de triple finalista del Nadal y se hablaba mucho, o eso me parecía a mí que aún no conocía escritores aragoneses, de su libro Amaro dice que Dios existe y dos novelas más, que publicó Heraldo de Aragón, bajo la dirección de Joaquín Aranda, en 1979. En aquellos tiempos, antes de que irrumpiese con gran fuerza El bandido doblemente armado de Soledad Puértolas, me sonaban mucho José Luis Alegre Cudós, Ángel Guinda, Santiago Lorén, Alfonso Zapater y Luisa Llagostera. A García-Badell lo conocí años después y lo vi muchas veces escribiendo en el parque Bruil donde yo paseaba a mis hijos Daniel y Aloma: se sentaba bajo la enramada, en una posición harto incómoda, como de yogui, y redactaba y redactaba a ritmo vertiginoso. Muchos años después estuve en su casa: su mujer me invitó a conocer su mundo, sus libros, sus folios amontonados en aquellos ladrillos que constituían su biblioteca. En el interior amontonaba los folios en una suerte de caótico cilindro de papel y así armaba sus novelas. Los folios no siempre estaban numerados, si el primero acababa en punto y aparte, el otro empezaba con una palabra cortada. ¿Cómo diablos ordenaba sus obras, cómo construía sus ficciones?
Mis favoritas de él son las más nítidas, aquellas donde ejercía de cronista de la Guerra Civil en Zaragoza y Huesca (pienso en Las cartas cayeron boca abajo y en De Las Armas a Montemolín), o donde componía una suerte de alegoría oculta de la pasión como sucedía en Funeral por Francia, una novela que elogió Labordeta con el consiguiente estupor y falso enojo de aquel hombre, de aquel seductor existencialista y desgarrador, vitalista y sensual, que yo veía bajo la fronda en una especie de trance. Hice un reportaje de su mundo, de su vida con Edith de Latre, aquella mujer bretona de cuerpo escultural y mirada de mar, que lo había amado y sufrido, que había conocido al hombre en su pugnaz búsqueda del paraíso en Canfranc, en la canal de Izas donde se bañaban desnudos como los primeros amantes del mundo, en Villanúa, en los Pirineos.
El acto lo había organizado el Centro Pignatelli, esa casa con todos, esa casa para todos. El coordinador del encuentro era Jorge Sanz Barajas, estudioso de José Bergamín. Él hizo una somera introducción de un escritor a la contra, con una gran conciencia del oficio y de su mundo, autoexigente hasta el dolor. Y luego habló Ophelie, que parece la viva reencarnación del narrador fallecido hace once años en Canfranc en un día de aguacero que ya había soñado alguna vez. Ophelie hizo un repaso de su trayectoria: su poética, su panteísmo, su odio a los contratos, a los totalitarismos y a los dogmas cristianos. Contó una anécdota increíble, entre otras muchas: por la noche rezaban un padre nuestro y luego García-Badell le contaba un cuento mágico que le permitía volar sobre ríos y riberas, montañas y cielos, como un pájaro. Y además dijo que su padre le insuflaba extrañas ideas o consideraciones que le permitían afirmar en la clase de religión que Dios era impotente. Contó sus viajes, los viajes de Gabriel, Edith y ella, a Canfranc, los encuentros con Laura Fernández Santiago, las noches con Diana Gastón mientras los mayores desgranaban los secretos del mundo y cultivaban las formas domésticas de la revolución. Ophelie parecía poseída y tuvimos una extraña sensación: quien hablaba no era ella exactamente, la flor de luz y porvenir de su padre; quien hablaba era su padre, y al hacerlo se desnudaba, se ofrecía, resucitaba en la voz de la hija amadísima cuyo perfil parecía una copia inapelable del narrador que se fugó a sus bosques remotos.
Juan Bolea contó historias preciosas de su relación con Gabriel y repasó su obra, sus claves, su pasión por la vida y la literatura. Recordó el día que lo vio en Faustino escribiendo y oyendo música, bebiendo espeso vino tinto. De repente le dijo, a sus 18 años: Yo quiero ser escritor. Y pasó a convertirse en una especie de ahijado en la literatura de Gabriel García-Badell. José Luis Calvo Carilla analizó el perfil del hombre que se sentía fracasado y desatendido por la crítica y el público, angustiado porque sus libros no llegaban. Y lo emparentó con López Pacheco o Miguel Espinosa, entre otros. Eloy Fernández recordó su amistad, sus encuentros, leyó fragmentos de José Antonio Labordeta (seguro que él no se acuerda de que escribió esto de él; seguro que no lo ha traído), una entrevista provocadora en Andalán y se acercó a su credo de escritor cristiano existencialista. Emilio Gastón recordó detalles familiares, noches de tertulia, la defensa que hubo de hacer cuando lo procesaron por la novela De Las Armas a Montemolín y leyó un texto de Gabriel García-Badell absolutamente hilozoísta o panteísta, que era también una declaración de desarbolado amor a su hija, de identificación con ella y con la exuberante naturaleza de cortados, barrancos, árboles, ríos y pájaros. Labordeta evocó una pasión sorprendente de Gabriel: le apasionaba el ajedrez y siempre buscaba un adversario, aunque fuese con un paisano, él nunca llegó a serlo. Estuvo presente en su entierro en Canfranc y recordó que hace poco paró en el cementerio para visitar su tumba. Diluviaba como en un poema de Vallejo. Y evocó algo curioso en lo que coincidían todos: la casa de los García-Badell siempre estaba abierta. "Teníais tan pocas cosas entonces, teníais tan pocas cosas siempre", le dijo con cariño a Edith. Luego hablaron Rosendo Tello y Alfonso Zapater, pero ya tuve que irme. Había dejado en suplemento a medio acabar. Estuve sentado al lado de Edith de Latre, a la que no veía desde hacía prácticamente cinco o seis o siete años: sigue exhibiendo su porte bretón, su belleza elaborada, su admiración sigilosa porque el hombre que se fue casi de forma clandestina. Esa discreción que sólo se encrespa bellamente en su sonrisa.
Hay muchas cosas que me gustan de Gabriel García-Badell: sus contradicciones, la ardiente incertidumbre, la búsqueda constante de sí mismo, su crítica a veces acerada de la ciudad y de la civilización, su forma de construir novelas. Su fe ciega en su vocación de escritor, el gusto por las mujeres y el vino. A mí me gustan mucho las novelas de los 70, las que he citado sobre todo, pero también me interesó aquella de El relevo de Wojtila, sobre un doble del Pontífice en Zaragoza, y me ha parecido muy significativa Saturnalia, que encarna como un sueño romántico de pureza: narra, con un estilo alegórico, la historia de una pareja con niña que se van a vivir en medio de un paisaje lejano, un propuesta del paraíso. El tema estaba muy conectado con viejas obsesiones del autor: la autenticidad que se conquista al aire libre, allá donde los atardeceres llegan con una luz mórbida y envolvente que parece la paleta de colores de un pintor romántico.
Me gustó el acto, que inicia un ciclo, según se anunció. Había mucha gente, más de un centenar de personas. Estuvieron el viceconsejero Juanjo Vázquez, Carmen Magallón, Jesús María Alemany, el escritor de diarios Fernando Sanmartín, la saga de los Lapetra de Huesca, los hermanos de Carlos, el catedrático de la banda de Los Magníficos, Juana de Grandes, con su serena belleza de Audrey Hepburn local, llegó Laura Fernández Santiago que había sido citada. Mucha gente, muchos amigos. Coincido con Emilio Gastón y Labordeta que Ophelie se parece a su padre y lo reemplazó durante una hora larga, carne de carne, quimera de sus mixtificaciones, Ophelie exultante nacida de una pasión indómita hacia Edith de Latre.
Ayer se celebraban casi a la vez homenajes póstumos a tres escritores: a Jesús Moncada en Barcelona, a Antonio Fernández Molina en un acto de la Asociación de Escritores de Aragón, a la misma hora en Ámbito Cultural, y en Centro Pignatelli a Gabriel García-Badell. Hube de salir pronto, antes de que hablase Rosendo Tello, el poeta solar de Aragón Una señora salió conmigo y me dijo: Tengo que irme por una cosa aparentemente rutinaria: debo cuidar a mi nieta, pero no sabe cómo siento tener que dejarlo. Qué bonito, qué personaje. Jamás había oído hablar de él, pero he leído la convocatoria y me interesó. Intenté convencer a unas amigas. Tuve que venir sola, pero no me arrepiento. ¡Cómo me lo he pasado!.
Nadie lo dudaba: transformado en aire, vuelto un fantasma invisible al que le chillan los oídos, Gabriel García-Badell descosió un jirón del cielo y se puso a mirar. Hablaban de él y le querían. Hablábamos de él y lo queríamos, como queríamos, como querremos hasta el fin de los tiempos a Jesús Moncada
Yo conocí tarde a Gabriel García-Badell. En realidad, oí hablar muy pronto de él: en Zaragoza a principios de los 80 se hablaba mucho de su leyenda de triple finalista del Nadal y se hablaba mucho, o eso me parecía a mí que aún no conocía escritores aragoneses, de su libro Amaro dice que Dios existe y dos novelas más, que publicó Heraldo de Aragón, bajo la dirección de Joaquín Aranda, en 1979. En aquellos tiempos, antes de que irrumpiese con gran fuerza El bandido doblemente armado de Soledad Puértolas, me sonaban mucho José Luis Alegre Cudós, Ángel Guinda, Santiago Lorén, Alfonso Zapater y Luisa Llagostera. A García-Badell lo conocí años después y lo vi muchas veces escribiendo en el parque Bruil donde yo paseaba a mis hijos Daniel y Aloma: se sentaba bajo la enramada, en una posición harto incómoda, como de yogui, y redactaba y redactaba a ritmo vertiginoso. Muchos años después estuve en su casa: su mujer me invitó a conocer su mundo, sus libros, sus folios amontonados en aquellos ladrillos que constituían su biblioteca. En el interior amontonaba los folios en una suerte de caótico cilindro de papel y así armaba sus novelas. Los folios no siempre estaban numerados, si el primero acababa en punto y aparte, el otro empezaba con una palabra cortada. ¿Cómo diablos ordenaba sus obras, cómo construía sus ficciones?
Mis favoritas de él son las más nítidas, aquellas donde ejercía de cronista de la Guerra Civil en Zaragoza y Huesca (pienso en Las cartas cayeron boca abajo y en De Las Armas a Montemolín), o donde componía una suerte de alegoría oculta de la pasión como sucedía en Funeral por Francia, una novela que elogió Labordeta con el consiguiente estupor y falso enojo de aquel hombre, de aquel seductor existencialista y desgarrador, vitalista y sensual, que yo veía bajo la fronda en una especie de trance. Hice un reportaje de su mundo, de su vida con Edith de Latre, aquella mujer bretona de cuerpo escultural y mirada de mar, que lo había amado y sufrido, que había conocido al hombre en su pugnaz búsqueda del paraíso en Canfranc, en la canal de Izas donde se bañaban desnudos como los primeros amantes del mundo, en Villanúa, en los Pirineos.
El acto lo había organizado el Centro Pignatelli, esa casa con todos, esa casa para todos. El coordinador del encuentro era Jorge Sanz Barajas, estudioso de José Bergamín. Él hizo una somera introducción de un escritor a la contra, con una gran conciencia del oficio y de su mundo, autoexigente hasta el dolor. Y luego habló Ophelie, que parece la viva reencarnación del narrador fallecido hace once años en Canfranc en un día de aguacero que ya había soñado alguna vez. Ophelie hizo un repaso de su trayectoria: su poética, su panteísmo, su odio a los contratos, a los totalitarismos y a los dogmas cristianos. Contó una anécdota increíble, entre otras muchas: por la noche rezaban un padre nuestro y luego García-Badell le contaba un cuento mágico que le permitía volar sobre ríos y riberas, montañas y cielos, como un pájaro. Y además dijo que su padre le insuflaba extrañas ideas o consideraciones que le permitían afirmar en la clase de religión que Dios era impotente. Contó sus viajes, los viajes de Gabriel, Edith y ella, a Canfranc, los encuentros con Laura Fernández Santiago, las noches con Diana Gastón mientras los mayores desgranaban los secretos del mundo y cultivaban las formas domésticas de la revolución. Ophelie parecía poseída y tuvimos una extraña sensación: quien hablaba no era ella exactamente, la flor de luz y porvenir de su padre; quien hablaba era su padre, y al hacerlo se desnudaba, se ofrecía, resucitaba en la voz de la hija amadísima cuyo perfil parecía una copia inapelable del narrador que se fugó a sus bosques remotos.
Juan Bolea contó historias preciosas de su relación con Gabriel y repasó su obra, sus claves, su pasión por la vida y la literatura. Recordó el día que lo vio en Faustino escribiendo y oyendo música, bebiendo espeso vino tinto. De repente le dijo, a sus 18 años: Yo quiero ser escritor. Y pasó a convertirse en una especie de ahijado en la literatura de Gabriel García-Badell. José Luis Calvo Carilla analizó el perfil del hombre que se sentía fracasado y desatendido por la crítica y el público, angustiado porque sus libros no llegaban. Y lo emparentó con López Pacheco o Miguel Espinosa, entre otros. Eloy Fernández recordó su amistad, sus encuentros, leyó fragmentos de José Antonio Labordeta (seguro que él no se acuerda de que escribió esto de él; seguro que no lo ha traído), una entrevista provocadora en Andalán y se acercó a su credo de escritor cristiano existencialista. Emilio Gastón recordó detalles familiares, noches de tertulia, la defensa que hubo de hacer cuando lo procesaron por la novela De Las Armas a Montemolín y leyó un texto de Gabriel García-Badell absolutamente hilozoísta o panteísta, que era también una declaración de desarbolado amor a su hija, de identificación con ella y con la exuberante naturaleza de cortados, barrancos, árboles, ríos y pájaros. Labordeta evocó una pasión sorprendente de Gabriel: le apasionaba el ajedrez y siempre buscaba un adversario, aunque fuese con un paisano, él nunca llegó a serlo. Estuvo presente en su entierro en Canfranc y recordó que hace poco paró en el cementerio para visitar su tumba. Diluviaba como en un poema de Vallejo. Y evocó algo curioso en lo que coincidían todos: la casa de los García-Badell siempre estaba abierta. "Teníais tan pocas cosas entonces, teníais tan pocas cosas siempre", le dijo con cariño a Edith. Luego hablaron Rosendo Tello y Alfonso Zapater, pero ya tuve que irme. Había dejado en suplemento a medio acabar. Estuve sentado al lado de Edith de Latre, a la que no veía desde hacía prácticamente cinco o seis o siete años: sigue exhibiendo su porte bretón, su belleza elaborada, su admiración sigilosa porque el hombre que se fue casi de forma clandestina. Esa discreción que sólo se encrespa bellamente en su sonrisa.
Hay muchas cosas que me gustan de Gabriel García-Badell: sus contradicciones, la ardiente incertidumbre, la búsqueda constante de sí mismo, su crítica a veces acerada de la ciudad y de la civilización, su forma de construir novelas. Su fe ciega en su vocación de escritor, el gusto por las mujeres y el vino. A mí me gustan mucho las novelas de los 70, las que he citado sobre todo, pero también me interesó aquella de El relevo de Wojtila, sobre un doble del Pontífice en Zaragoza, y me ha parecido muy significativa Saturnalia, que encarna como un sueño romántico de pureza: narra, con un estilo alegórico, la historia de una pareja con niña que se van a vivir en medio de un paisaje lejano, un propuesta del paraíso. El tema estaba muy conectado con viejas obsesiones del autor: la autenticidad que se conquista al aire libre, allá donde los atardeceres llegan con una luz mórbida y envolvente que parece la paleta de colores de un pintor romántico.
Me gustó el acto, que inicia un ciclo, según se anunció. Había mucha gente, más de un centenar de personas. Estuvieron el viceconsejero Juanjo Vázquez, Carmen Magallón, Jesús María Alemany, el escritor de diarios Fernando Sanmartín, la saga de los Lapetra de Huesca, los hermanos de Carlos, el catedrático de la banda de Los Magníficos, Juana de Grandes, con su serena belleza de Audrey Hepburn local, llegó Laura Fernández Santiago que había sido citada. Mucha gente, muchos amigos. Coincido con Emilio Gastón y Labordeta que Ophelie se parece a su padre y lo reemplazó durante una hora larga, carne de carne, quimera de sus mixtificaciones, Ophelie exultante nacida de una pasión indómita hacia Edith de Latre.
Ayer se celebraban casi a la vez homenajes póstumos a tres escritores: a Jesús Moncada en Barcelona, a Antonio Fernández Molina en un acto de la Asociación de Escritores de Aragón, a la misma hora en Ámbito Cultural, y en Centro Pignatelli a Gabriel García-Badell. Hube de salir pronto, antes de que hablase Rosendo Tello, el poeta solar de Aragón Una señora salió conmigo y me dijo: Tengo que irme por una cosa aparentemente rutinaria: debo cuidar a mi nieta, pero no sabe cómo siento tener que dejarlo. Qué bonito, qué personaje. Jamás había oído hablar de él, pero he leído la convocatoria y me interesó. Intenté convencer a unas amigas. Tuve que venir sola, pero no me arrepiento. ¡Cómo me lo he pasado!.
Nadie lo dudaba: transformado en aire, vuelto un fantasma invisible al que le chillan los oídos, Gabriel García-Badell descosió un jirón del cielo y se puso a mirar. Hablaban de él y le querían. Hablábamos de él y lo queríamos, como queríamos, como querremos hasta el fin de los tiempos a Jesús Moncada
4 comentarios
CGC -
Conocí también a Gabriel en Bruselas a través de su hija. Nunca más me podré desprender de ninguno de los dos. Tampoco de Edith desde que años después me recibiera en su casa de Canfranc entre libros, gatos, vinos y grillos.
Emocionante artículo.
Ojalá hubiera podido estar en Zaragoza con todos vosotros.
A.C. -
M.A.Y. -
Antonio PÉREZ MORTE -
para tres estupendos escritores, para tres grandes hombres!