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Antón Castro

RECUERDOS INVENTADOS DEL NIÑO MINERO

RECUERDOS INVENTADOS DEL NIÑO MINERO Uno no sabe si la vida es un cuento o si los cuentos amontonados unos encima de otros son la vida. De niño, allá en Santa Mariña de Lañas (Arteixo. A Coruña), me internaba en un bosque sombrío de pinos y robles, de helechos inmensos que olían a humedad. Había un momento en que aparecían unos pozos hundidos en la tierra en cuyo interior durante la Guerra Civil se había recogido wolfrán para construir armamento militar. Eso se decía. Pero también había minas excavadas en las rocas: mi primo Remigio de Pura aseguraba que había entrado en una ocasión y que casi no regresa. Tenía que ir sorteando charcas y pozos sin fondo en la sombra: resbaló en uno de agua densa y negra como el espanto y creyó ahogarse irremediablemente. En ese lapso de resignación última se encomendó al destino o a las criaturas de aquel Averno tan próximo. Algo o alguien concedió una segunda oportunidad a su imprudencia. No sabe cómo agarró la orilla y pudo regresar con el corazón ansioso en la boca y el horror esculpido en la piel.

Aquella historia me conmovió y acabé haciéndola mía: relataba a quien quisiera oírme que yo me había internado en las minas, en los montes de A Choca y Malvís, cuando apacentaba las vacas, y que había vivido aquella experiencia en el umbral de la muerte. La contaba no en el colegio de Santa Mariña de Lañas, donde me hubieran tomado por un impostor, sino en el de Arteixo, adonde me trasladé con nueve años. Tenía un gran éxito. Incluso me gané un puñado de bolígrafos. Cada vez enriquecía más el relato de matices y de bestias y de peligros, y llegué a escribirlo en una redacción que conmovió a mi profesor Gasparo, nacido en Marruecos. Lo cierto es que estaba tan obsesionado con ese episodio de la mina, que decidí ir a vivirlo de veras con un nuevo amigo de Arteixo: Marcial de Segundo, que interpretaba como nadie “El gato que está triste y azul”, un canción de moda del brasileño Roberto Carlos. Cuando llegamos y exploramos el terreno, nos dimos cuenta que todos los agujeros habían sido tapados con piedra de laja y luego por una espesura natural indomable. Aquello suponía el punto y final a un sueño, pero la realidad no debía estropear una buena historia y seguí utilizándola a mi antojo. Desde entonces me apasionan las minas, más por lo que imagino que puede o pudo haber dentro que por lo que he visto.

Cuando contaba 19 años me fui de casa y vine a parar a Zaragoza. Y más tarde, tras haber conocido a mi primer amor, fui a Ejulve (Teruel). Siempre recordaré los pasos previos: la llegada a Alcañiz, el paseo por su plaza porticada y sus soportales, el ascenso hasta el castillo calatravo y la contemplación, desde arriba, de la colmena de tejados. Y luego me trasladé a Alcorisa y a Ejulve, ese pueblo que se alza entre dos cerros que se cruzan. Hubo algo que me llamó la atención de inmediato: había como dos tipos de personas, las que trabajaban en la mina y las que trabajaban en las obras o en el campo. Eran como dos clases sociales diferentes: unas exhibían mejores casas como si fuesen indianos, y las demás configuraban el paisaje normal de la población de calles inclinadas y angostas. De golpe, a principios de los 80 se produjo una prejubilación casi general y al poco tiempo se multiplicaron las obras, las rehabilitaciones, incluso las mudanzas hacia Calanda o Andorra. Yo, camino de Ejulve, pasaba continuamente por Andorra: el pueblo minero por excelencia. Una noche, iba en dirección a Albalate del Arzobispo, recogí a un muchacho de catorce o quince años que me contó que era hijo de un jienense o gaditano que había emigrado a Andorra y que tenía nueve hermanos más. La mayoría había nacido en Andorra, pero hablaba con acento del sur e imitaba tras las cenas a Camarón de la Isla.

Andando el tiempo descubrí que mi suegro, Leoncio Gascón, carbonero, escritor de romances y de cartas de amor y cajero luego, había trabajado de listero en la mina “Doña Manolita”. Hace poco me contó que apenas tendría 17 ó 18 años y que vivía en Gargallo de patrona. Iba andando hasta la garita de su trabajo, pero muchas mañanas tenía suerte, pasaban los camiones y el conductor le decía: “Sube, listero”. Vendía casi todas las modalidades del carbón a una fábrica de cemento. Allí vivió una aventura casi cinematográfica. Un día se produjo un incendio con cerca de 50 mineros dentro, que sufrieron distintos grados de intoxicación con el consiguiente mareo. Parece que los mineros por tendencia natural, ante una situación de peligro, lo primero que hacen es echarse a la vagoneta. Muchos lo hicieron así y el adolescente listero los iba recogiendo y tumbando en el campo. Les alargaba las extremidades y los ponía con la cara vuelta hacia el cielo. Sólo fue un susto pero, sin creérselo aún medio siglo después, el contable, el hombre joven que pagaba las nóminas y vendía el carbón se comportó como un héroe.

He pasado multitud de veranos en Ejulve oyendo relatos de minería. De Ojos Negros, Utrillas, Montalbán, Andorra, del Bajo Aragón en su conjunto. Un cuñado de mi suegro perdió la pierna en Gargallo y la fatalidad también le agrió el carácter, y le dio nuevas luces para ganar siempre al guiñote. Otro familiar lejano de Ejulve se sienta en el solanar de su casa, ante el bar de la carretera y narra a quien quiera oírlo todos los acontecimientos del pueblo. Hay un momento en que se detiene en sus más de 30 años de operario y listero de mina. Tiene una obsesión: luce una impoluta camisa blanca. Lo llaman Amadeo “El Garroso”, aunque su nombre verdadero es Fulgencio Manuel de las Heras.

En el verano de 1991 me trasladé a vivir a una villa casi árabe de la que sólo había oído hablar en los libros: Urrea de Gaén. Quizá hubiese pasado alguna vez por esa carretera pero jamás me había detenido. Viví casi cinco años. Allí también había mineros: de interior y de cielo abierto. Un día me fui a las minas de cielo abierto de Ariño y me quedé patidifuso: parecía un páramo lunar en el que siempre están haciendo obras y desmontes unas máquinas naranjas que recuerdan a gigantescas orugas de metal. Me hice amigo de muchos mineros e incluso recuerdo que les hice un reportaje. Pero lo que más me impresionó y me conmovió fue una mañana en que se anunció por las esquinas una tragedia: uno de los mineros de interior, Juan, creo que se llamaba, había sufrido un accidente mortal camino de Alcañiz. Se quedó dormido y se salió de la calzada cuando regresaba del trabajo. Al día siguiente fue el entierro: la emoción y el dolor se cortaban con el aliento, el desgarro y la melancolía se mezclaban en los ojos inundados de la gente. Había mineros de toda la comarca encadenados a esa complicidad unánime y doliente que anuda a todas las almas. Creí asistir a las escenas iniciales de “Moby Dick”, la cinta de John Huston, donde se llora a los marineros que hurta el mar.

Dos o tres noches después, vi por televisión una película asombrosa y emocionante: “¡Qué verde era mi valle!”, una cinta de mineros en Gales de John Ford con Roddy McDowall, Maureen O’Hara y Walter Pidgeon. La pasaron a las dos o tres de la mañana: me quedé solo en el salón junto al fuego mientras afuera caía la lluvia. Y lloré: lloré por el minero Juan, por su hijo, que jugaba a veces conmigo al fútbol, y por aquellos mineros de John Ford que llevaban la cara tiznada y una rabiosa dignidad en el alma. Y sin saberlo también lloraba por mí mismo: por aquel niño que fui y que siempre quiso entrar a la mina y sólo pudo hacerlo en sueños.

4 comentarios

José María Ariño -

Mi padre trabajó como minero en Aliaga. Fue picador durante 24 años en la mina "Las Heras" y en "Doña Marina". Aliaga tiene un pasado minero y un pequeño museo en el barrio de Santa Bárbara. Ahora está todo cerrado, abandonado y la térmica parece un esqueleto de un dinosaurio. ¿Conoces Aliaga? Te encantará.

Antonio -

¡Hermoso relato!
¡Muy hermoso!

arandilla -

viva Leoncio!

May -

Gracias. Sigue.