LA PINTURA A TI DEBIDA
(Narración con Dama y enigma)*
Al pintor lo llamaban El señor de las tabernas. Si querías encontrarlo, debías buscarlo en las plazas, en las callejas, en las librerías o ante algún palacio. Siempre le gustaba descubrir algo nuevo: un poniente que filtraba sus redes de oro en una esquina con gatos, el fulgor inédito del suelo tras la lluvia, el aroma salobre de una tarde de manifestaciones y rebeldías. Y entonces, en esos lugares, a los que se encaminaba impulsado por el capricho, era prácticamente imposible de localizar. Si querían saber de él y de sus tormentos, debías buscarlo en tal o cual taberna. Allí, ante los periódicos o el primer café del mediodía, estaba El señor de las tabernas. El pintor de rostros singulares. El buscador de tesoros, y para él la palabra tesoro quería decir cobijo, atmósferas humeantes de café, tertulias, silencio ideal para garabatear sobre el papel o derramar un minúsculo mar de tinta. O sencillamente leer un nuevo juego de ordenador repleto de cuadros de todos los tiempos. Si se cansaba volvía a casa. Tenía la certeza de que esa fatiga inesperada no era un contratiempo ni hastío de existir: era la señal de que debía pintar, ordenar los bastidores, colocar un nuevo lienzo sobre el caballete. Su estudio era umbrío. A veces, sus amigos más directos decían que quizá tuviese dificultades de visión y que en ese espacio en penumbra la imaginación de sus pinceles deliraba, abría un poro del alma a la luz y adivinaba sus resplandores, sus caricias de fuego, sus aguijones de negra seda de sombra. Uno de sus amigos sostenía que Ángel, ¿o no se llamaba así?, era un visionario.
Un día, quizá en el café Praga, levantó sus neblinosos ojos y comprobó que el lugar se había llenado de gente demasiado pronto. Casi todos mezclaban el primer café con un cigarrillo y un vapor oloroso, tal vez algo pestilente y dulzón, se elevaba como un vómito de nieblas. Al fondo, vio algo que le llamó la atención: un rostro claro, casi albino, un pelo más bien negro y ensortijado, y largos pendientes que parecían emular caracolas de nácar. Se detuvo en todo el conjunto: la mujer, con su rebeca, que en ella no parecía una prenda rezagada, los vaqueros ceñidos, que esculpían la cadera exacta para la mano que abraza y aprieta, las nalgas macizas, los muslos. Volvió a la cara: para él, una mujer, el cuerpo del deseo o de la inspiración, la vida íntima de una dama, comenzaba en los ojos, en el óvalo perfectamente encajado en una sonrisa concreta, dibujada en los pómulos vivos, en los dientes que entrechocan. La vio, y quizá no hizo otra cosa que verla, y volver a verla, y remirarla hasta el hartazgo. Sin darse cuenta, sobre un periódico ajeno, la dibujó por vez primera: la faz levemente transfigurada, el pelo tocado de tinta derramada casi a chorro, las orejas, el lóbulo encendido y rosa. Se marchó con alguien, distraída, ajena a la conmoción que había provocado. Apenas media hora después, el pintor, El señor de las tabernas, subió a su estudio y buscó en un cajón un bloc sin estrenar y escribió en él: Cuaderno de dama. Quizá no se atreviera a pintar o dibujar nada ese día, pero agotó toda la mañana haciendo pruebas: variaciones incesantes de un rostro, modulaciones y bocetos sobre un cuerpo perfecto.
Sin haber hecho nada, sin esperar nada de la primavera, al pintor se le instaló una obsesión en la sangre y en la mano de artista. Era curioso: ya no iba al bar como antes, con aquel sosiego, con aquel sentido placentero de la conquista de la monotonía. Ahora tenía un nuevo objetivo: quería verla de nuevo. Sentirla cerca al día siguiente y al otro y una semana después, y percibir que estaba adentrándose en el territorio del secreto, del enigma y quizá del mito. La mujer es la mitad del mundo en cuyo vientre tiembla por vez primera el mundo entero. El pintor, silencioso, casi invisible, tomaba nuevos apuntes y les iba poniendo títulos: Las dos amigas, Judith o La novia coronada. Los dibujos eran formas imprecisas, apenas insinuadas, presagios de algo que debía consolidar en la acuarela o en el lienzo. La porfía fue adquiriendo nuevas dimensiones, la seguía, hollaba una y otra vez el rastro de sus pasos, los últimos aromas de su presencia, el traqueteo constante de su belleza y de sus zapatos antes de doblar la esquina y desaparecer como en una calle condenada.
Debía suceder y ocurrió. Cuando caía la tarde, fatigado ya de acumular borradores, figuras envolventes, cabellos, bocas, piernas interminables, colocó un lienzo sobre el caballete, dispersó sus pinturas y sus pinceles y escribió A Florencia inundada. Este encadenamiento al enigma duró meses, quizá años. Si preguntaba por la mujer, a la que él la llamaba simplemente la dama (escribía frases así: La dama vendrá de noche cuando las puertas estén cerradas; La dama será virgen y diosa y puta y enamorada), nadie parecía ni saber dónde trabajaba, ni quién era. ¿De dónde venía, entonces? ¿Sería una de esas apariciones que interrumpe el solaz de un artista y lo condena al desasosiego? ¿Tenía la facultad de atravesar los muros y de habitar los sueños ajenos como en una incómoda pesadilla?
Hacía tiempo que no se sentía tan feliz y a la vez tan desdichado. Era esclavo de una mujer que parecía fugarse a plena luz del sol y a la par recibía de ella un estímulo esencial para crear. La pintura a ti debida, dama, anotó. De golpe, merced al milagro de los días y del esfuerzo, era todas las mujeres: Molly Bloom, inquietante y libre, casi sonámbula; las damas de la iconografía cristiana; las damas corrientes, embarazadas, entre flores; las damas antiguas como Antígona o doña Petronila, Magdalena o Atenea, Carmen, la eterna Carmen de la leyenda y el equivocado amor, e incluso inventó una Bella, muerta de golpe ante el estupor de su enamorado, yacente ante el coro de viudos que rezan y le lloran. El Cuaderno de dama se llenó de inmediato, y así el siguiente, y el otro, hasta que se completaron ocho blocs numerados. Al cabo de un tiempo, se había vuelto más refinado en la búsqueda y en la persecución: obtuvo su correo electrónico y le remitía una foto de los cuadros que hacía y algún mensaje. Sólo recibió una respuesta: Gracias, Clara. Anotó en otra pieza: Clara y el chal amarillo. Por fin, ya conocía su nombre. La colección se amplificó de modo increíble, y la dotaba de misterio, de fuerza, de una carnosidad casi ocre y levemente desfigurada que recordaba a El Greco. Pero también era la orgía del color, de la evocación de mundos no siempre contiguos, el gusto de pintar como arte ancestral que se renueva a diario y que siempre es moderno. Heroínas, sibilas, reinas, parcas y madres terribles se amontonaban en su estudio.
Quizá meses o años después, un camarero del Praga, le dijo: Está a punto de llegar. Hoy voy a presentártela. No debes vivirla sin conocerla. El pintor, tal vez se llamase Ángel (no estoy seguro del todo), le indicó que no quería conocerla. Se había habituado tanto a soñarla para sus lienzos, a identificarla con el deseo y la hermosura, que no quería estropear una vivencia tan bonita. Apareció la muchacha, se sentó y por vez primera lo miró con detenimiento. El señor de las tabernas tragó saliva y observó el papel. Acababa de salirle la figura más bonita que nunca.
*Este texto está inspirado en la obra de Ángel Aransay, del cual se reproduce aquí una de sus obras.
Al pintor lo llamaban El señor de las tabernas. Si querías encontrarlo, debías buscarlo en las plazas, en las callejas, en las librerías o ante algún palacio. Siempre le gustaba descubrir algo nuevo: un poniente que filtraba sus redes de oro en una esquina con gatos, el fulgor inédito del suelo tras la lluvia, el aroma salobre de una tarde de manifestaciones y rebeldías. Y entonces, en esos lugares, a los que se encaminaba impulsado por el capricho, era prácticamente imposible de localizar. Si querían saber de él y de sus tormentos, debías buscarlo en tal o cual taberna. Allí, ante los periódicos o el primer café del mediodía, estaba El señor de las tabernas. El pintor de rostros singulares. El buscador de tesoros, y para él la palabra tesoro quería decir cobijo, atmósferas humeantes de café, tertulias, silencio ideal para garabatear sobre el papel o derramar un minúsculo mar de tinta. O sencillamente leer un nuevo juego de ordenador repleto de cuadros de todos los tiempos. Si se cansaba volvía a casa. Tenía la certeza de que esa fatiga inesperada no era un contratiempo ni hastío de existir: era la señal de que debía pintar, ordenar los bastidores, colocar un nuevo lienzo sobre el caballete. Su estudio era umbrío. A veces, sus amigos más directos decían que quizá tuviese dificultades de visión y que en ese espacio en penumbra la imaginación de sus pinceles deliraba, abría un poro del alma a la luz y adivinaba sus resplandores, sus caricias de fuego, sus aguijones de negra seda de sombra. Uno de sus amigos sostenía que Ángel, ¿o no se llamaba así?, era un visionario.
Un día, quizá en el café Praga, levantó sus neblinosos ojos y comprobó que el lugar se había llenado de gente demasiado pronto. Casi todos mezclaban el primer café con un cigarrillo y un vapor oloroso, tal vez algo pestilente y dulzón, se elevaba como un vómito de nieblas. Al fondo, vio algo que le llamó la atención: un rostro claro, casi albino, un pelo más bien negro y ensortijado, y largos pendientes que parecían emular caracolas de nácar. Se detuvo en todo el conjunto: la mujer, con su rebeca, que en ella no parecía una prenda rezagada, los vaqueros ceñidos, que esculpían la cadera exacta para la mano que abraza y aprieta, las nalgas macizas, los muslos. Volvió a la cara: para él, una mujer, el cuerpo del deseo o de la inspiración, la vida íntima de una dama, comenzaba en los ojos, en el óvalo perfectamente encajado en una sonrisa concreta, dibujada en los pómulos vivos, en los dientes que entrechocan. La vio, y quizá no hizo otra cosa que verla, y volver a verla, y remirarla hasta el hartazgo. Sin darse cuenta, sobre un periódico ajeno, la dibujó por vez primera: la faz levemente transfigurada, el pelo tocado de tinta derramada casi a chorro, las orejas, el lóbulo encendido y rosa. Se marchó con alguien, distraída, ajena a la conmoción que había provocado. Apenas media hora después, el pintor, El señor de las tabernas, subió a su estudio y buscó en un cajón un bloc sin estrenar y escribió en él: Cuaderno de dama. Quizá no se atreviera a pintar o dibujar nada ese día, pero agotó toda la mañana haciendo pruebas: variaciones incesantes de un rostro, modulaciones y bocetos sobre un cuerpo perfecto.
Sin haber hecho nada, sin esperar nada de la primavera, al pintor se le instaló una obsesión en la sangre y en la mano de artista. Era curioso: ya no iba al bar como antes, con aquel sosiego, con aquel sentido placentero de la conquista de la monotonía. Ahora tenía un nuevo objetivo: quería verla de nuevo. Sentirla cerca al día siguiente y al otro y una semana después, y percibir que estaba adentrándose en el territorio del secreto, del enigma y quizá del mito. La mujer es la mitad del mundo en cuyo vientre tiembla por vez primera el mundo entero. El pintor, silencioso, casi invisible, tomaba nuevos apuntes y les iba poniendo títulos: Las dos amigas, Judith o La novia coronada. Los dibujos eran formas imprecisas, apenas insinuadas, presagios de algo que debía consolidar en la acuarela o en el lienzo. La porfía fue adquiriendo nuevas dimensiones, la seguía, hollaba una y otra vez el rastro de sus pasos, los últimos aromas de su presencia, el traqueteo constante de su belleza y de sus zapatos antes de doblar la esquina y desaparecer como en una calle condenada.
Debía suceder y ocurrió. Cuando caía la tarde, fatigado ya de acumular borradores, figuras envolventes, cabellos, bocas, piernas interminables, colocó un lienzo sobre el caballete, dispersó sus pinturas y sus pinceles y escribió A Florencia inundada. Este encadenamiento al enigma duró meses, quizá años. Si preguntaba por la mujer, a la que él la llamaba simplemente la dama (escribía frases así: La dama vendrá de noche cuando las puertas estén cerradas; La dama será virgen y diosa y puta y enamorada), nadie parecía ni saber dónde trabajaba, ni quién era. ¿De dónde venía, entonces? ¿Sería una de esas apariciones que interrumpe el solaz de un artista y lo condena al desasosiego? ¿Tenía la facultad de atravesar los muros y de habitar los sueños ajenos como en una incómoda pesadilla?
Hacía tiempo que no se sentía tan feliz y a la vez tan desdichado. Era esclavo de una mujer que parecía fugarse a plena luz del sol y a la par recibía de ella un estímulo esencial para crear. La pintura a ti debida, dama, anotó. De golpe, merced al milagro de los días y del esfuerzo, era todas las mujeres: Molly Bloom, inquietante y libre, casi sonámbula; las damas de la iconografía cristiana; las damas corrientes, embarazadas, entre flores; las damas antiguas como Antígona o doña Petronila, Magdalena o Atenea, Carmen, la eterna Carmen de la leyenda y el equivocado amor, e incluso inventó una Bella, muerta de golpe ante el estupor de su enamorado, yacente ante el coro de viudos que rezan y le lloran. El Cuaderno de dama se llenó de inmediato, y así el siguiente, y el otro, hasta que se completaron ocho blocs numerados. Al cabo de un tiempo, se había vuelto más refinado en la búsqueda y en la persecución: obtuvo su correo electrónico y le remitía una foto de los cuadros que hacía y algún mensaje. Sólo recibió una respuesta: Gracias, Clara. Anotó en otra pieza: Clara y el chal amarillo. Por fin, ya conocía su nombre. La colección se amplificó de modo increíble, y la dotaba de misterio, de fuerza, de una carnosidad casi ocre y levemente desfigurada que recordaba a El Greco. Pero también era la orgía del color, de la evocación de mundos no siempre contiguos, el gusto de pintar como arte ancestral que se renueva a diario y que siempre es moderno. Heroínas, sibilas, reinas, parcas y madres terribles se amontonaban en su estudio.
Quizá meses o años después, un camarero del Praga, le dijo: Está a punto de llegar. Hoy voy a presentártela. No debes vivirla sin conocerla. El pintor, tal vez se llamase Ángel (no estoy seguro del todo), le indicó que no quería conocerla. Se había habituado tanto a soñarla para sus lienzos, a identificarla con el deseo y la hermosura, que no quería estropear una vivencia tan bonita. Apareció la muchacha, se sentó y por vez primera lo miró con detenimiento. El señor de las tabernas tragó saliva y observó el papel. Acababa de salirle la figura más bonita que nunca.
*Este texto está inspirado en la obra de Ángel Aransay, del cual se reproduce aquí una de sus obras.
1 comentario
Pepe Cerdá -
En su faceta de tabernario, siempre está dispuesto a comentar con sabia socarronería ácida, la última exposición, o tu último trabajo. La noches del Bonanza no son lo mismo sin él.