CARMELO REBULLIDA: INTUICIÓN, SORPRESA, LIBERTAD TOTAL*
La tarde había empezado a declinar en medio de una vaharada caliente. La calle Pignatelli exhibía sus olores como única brisa, y algunos cuerpos desvencijados aplacaban el calor con la barriga al sol y entre gritos. No parecía esa una calle propicia para un hombre tan apacible como Carmelo Rebullida, que andaba por ahí, en su estudio en la ciudad, entre lienzos, entre figuras, entre catálogos. Monet exhibe sus cinco letras en un lomo enorme; una pieza diminuta de Guillermo Pérez Villalta reposa como una joya que debe preservarse hasta el fin de los tiempos. Y hay cuadros, papeles, esculturas de pasta de papel, objetos: el refugio del artista, que lo ha dispuesto todo como un paraíso de arte. Como una morada de creación. Como un depósito íntimo de las cosas que uno elige y que le eligen a uno.
La vez que estuve más cerca de Carmelo Rebullida fue en un viejo molino de Montañana. El escultor Arturo Gómez me enseñó algunas de sus obras y me habló de su trayectoria: de su gusto por los fósiles, por los lagartos prehistóricos, de su inclinación a la búsqueda constante. Creo que me dijo, o deduje yo, que era un artista que se buscaba a sí mismo como un nadador que avanza entre un mar voraginoso de preguntas; parece que se ahoga, que pierde el rumbo, pero siempre sale a flote. Lo que no me dijo entonces Gómez fue que tenía su estudio principal no muy lejos de allí, también en Montañana, en un lugar al que debes acceder tras rebasar flores y árboles y un jardín casi encantado. Al final, si persistes, está él, Carmelo Rebullida. En ese lugar lo hace casi todo: fabrica el papel, sueña esculturas, realiza monotipos, se descubre pintor indigenista o etnográfico, se descubre pintor que reconoce la partitura musical del arte en el lienzo de Paul Klee, su gran maestro, o la fuerza de las texturas y los ocres de Antoni Tàpies.
Carmelo Rebullida inicia la conversación. El recuento de sus años de oficio, el trayecto vital de un hombre que eludió la muerte que arrebató a dos de sus amigos: Eugenio Estrada y ABD Víctor. Los recordamos: su trayectoria, las conversaciones en torno a la pintura, la conexión entre los tres en el gusto por algunos colores pardos y las civilizaciones remotas, la batalla fieramente humana contra la fatalidad, los inesperados adioses. Y también recordamos a otros amigos: como Julio Alejandro y Fernando Castro Cardús, a los que llevó de excursión por Asturias en coche, de puerto en puerto, mientras Fernando y Julio Alejandro le hablaban de su vida vinculada con el amor, con el éxodo en México, con el mar, con las antigüedades o con Luis Buñuel, con quien tantas cosas compartió Julio Alejandro. Carmelo Rebullida, el creador vulnerable, iba tomando confianza. Y el paso siguiente fue penetrar en ese estudio-galería donde están sus lienzos, sus tablas, sus dípticos, sus polípticos alargados. Antes de entrar, Carmelo Rebullida comenta: No sé qué decir de mi obra. No tengo explicación sobre ella. Pinto por intuición, como una forma de libertad total.
Llama la atención, a primera vista, la región estética en que se instala Carmelo Rebullida: un informalismo abstracto muy elaborado y menos desgarrador que el clásico de posguerra, de incisiones y símbolos, de un acopio constante de texturas y matices en la imprimación de la pintura. Otras características son el gusto por los colores planos que dialogan con otros tonos, la delicadeza de la concepción del cuadro y, muy especialmente, el hecho de que un cada obra es una suma: dos fragmentos o más que entablan entre sí un diálogo, que se anudan, que se interfieren, que se abrazan, y configuran un todo armonioso. Un todo armonioso que cabalga sobre el contraste cromático, la exuberancia y la contención, una atmósfera cristalina y la sugerencia de un mundo sumergido, de una ciudad oculta y acaso postergada.
Carmelo Rebullida es un pintor vocacional. Un artista con todas las de la ley. Y eso quiere aquí decir que explora, que indaga, que se atreve a equivocarse o a acertar con una intensa pasión. Hay muchos pintores en él: el artista refinado y sensual, el artista que evoca un pasado legendario, el artista que exhibe sus crepitaciones y sus fuegos salvajes, el artista que entiende el cuadro como una aventura para los ojos y el cerebro, el artista que descubre el dolor y lo vuelca y lo expande con toda la furia de vivir, el artista que no teme a la sorpresa, sino que la busca y se deja enmarañar en ella. Como si quisiera mitigar la honda emoción que le produce enseñar sus cuadros, la vida en la pintura, la materia disuelta en el laborioso proceso de existir, cuenta historias: sus tres años en Córdoba, cuando estudiaba Ingeniería, su trabajo en una empresa de naves industriales y puentes grúa, su regreso a Sevilla muchos años después, los grupos a los que perteneció, los compañeros de viaje. Carmelo Rebullida es un pintor sin anécdota: pintor que mancha, artesanal, cuajado, que ha descubierto que un cuadro, como un personaje de ficción, tiene sus exigencias, y a veces nace en tu cabeza pero él mismo marca las pautas, exige ser así. Tal como ha quedado.
Volvemos a otro cuarto. Y nos centramos en la obra que presenta en el Palacio de Montemuzo. Son dos series distintas de esa labor más intimista en contacto con el papel: sus papeles etno o indigenistas, emparentados con Matta, con Lam, con el arte africano, con el arte bruto de Dubuffet y con varias tendencias coloristas de Latinoamérica, con el poeta Pablo Neruda, que escribe tanto de aves y de ríos arteriales que galopan por el corazón de la tierra. Y la otra serie, algo mayor en extensión, es como una síntesis de su modo de expresión, un viaje a pecho descubierto por la selva de la creación, por los territorios de la imaginación. Libertad total, de nuevo, presagio, gesto, lirismo exultante. La primera seria está datada en la década de los 90. Carmelo Rebullida reunía ejemplares de Heraldo de Aragón, preparaba una masa y construía su papel de medio formato, con mucha textura. Y sobre él, casi siempre sobre un fondo monocromo, pintaba una suerte de personaje, que a veces parece claramente humano, inscrito en un ritual primitivo, y en otras parece un pájaro, una pesadilla o la criatura coloreada y fascinante de un sueño. Esta serie posee una extraordinaria potencia de evocación, magia antigua. Y la segunda refleja muy bien la poética de la intuición de Carmelo Rebullida: esto sé hacer, esto invento, por aquí me extravío. Es una serie de tanteos y de afirmación, de estados de ánimo, de hallazgo rápido. Aquí está Carmelo Rebullida, también aquí, sin duda, en estado puro, tal como es, tal como le vienen las cosas: un trazo, la mancha, la tensión de los colores, el rasgo informal, la poesía de la delicadeza, el gusto por la elementalidad, la sencillez conmovedora, el afán de vaciarse, de soltar algún tormento que la voz no se atreve a confesar con facilidad.
Quizá pasemos rápido las series. La tarde ya se ha vuelto noche. Seguimos hablando: Carmelo Rebullida querría un día consolidar sus esculturas en papel pintado. Carmelo Rebullida recuerda que durante años iba a Madrid ver las grandes exposiciones, que esas expediciones eran el mejor álbum de aprendizaje que sustentaba día a día su vocación. Carmelo Rebullida recuerda una y otra vez al doctor Luis Palomera, que ha sido como un arcángel sanador y ahora es uno de sus mejores amigos. Carmelo Rebullida recuerda de nuevo dos maravillosos años en Sevilla, cuando más humor y alegría precisaba su tragedia sigilosa. Vemos el libro-catálogo que le publicó Cajalón en 2003: ahí está un artista en plenitud, un artista cuya mano todo lo gobierna, un rastro de oficio y sueño incuestionable.
Ha llegado la hora del adiós. Casi es medianoche. Carmelo Rebullida se despide al pie de la escalera. ¿Crees que saldrá algo de todo esto?, pregunta. Llego a casa y escribo: La tarde había empezado a declinar en medio de una vaharada caliente. Carmelo Rebullida es un artista seguro ante el lienzo, con el pincel en la mano. Luego, una vez que ha concluido el cuadro, se siente frágil, desamparado, como si tuviese la imperiosa sensación de que debe empezar de nuevo.
*Texto para la exposición de Carmelo Ramos Rebullida de obra en papel que expondrá en octubre y noviembre en el palacio de Montemuzo.
La vez que estuve más cerca de Carmelo Rebullida fue en un viejo molino de Montañana. El escultor Arturo Gómez me enseñó algunas de sus obras y me habló de su trayectoria: de su gusto por los fósiles, por los lagartos prehistóricos, de su inclinación a la búsqueda constante. Creo que me dijo, o deduje yo, que era un artista que se buscaba a sí mismo como un nadador que avanza entre un mar voraginoso de preguntas; parece que se ahoga, que pierde el rumbo, pero siempre sale a flote. Lo que no me dijo entonces Gómez fue que tenía su estudio principal no muy lejos de allí, también en Montañana, en un lugar al que debes acceder tras rebasar flores y árboles y un jardín casi encantado. Al final, si persistes, está él, Carmelo Rebullida. En ese lugar lo hace casi todo: fabrica el papel, sueña esculturas, realiza monotipos, se descubre pintor indigenista o etnográfico, se descubre pintor que reconoce la partitura musical del arte en el lienzo de Paul Klee, su gran maestro, o la fuerza de las texturas y los ocres de Antoni Tàpies.
Carmelo Rebullida inicia la conversación. El recuento de sus años de oficio, el trayecto vital de un hombre que eludió la muerte que arrebató a dos de sus amigos: Eugenio Estrada y ABD Víctor. Los recordamos: su trayectoria, las conversaciones en torno a la pintura, la conexión entre los tres en el gusto por algunos colores pardos y las civilizaciones remotas, la batalla fieramente humana contra la fatalidad, los inesperados adioses. Y también recordamos a otros amigos: como Julio Alejandro y Fernando Castro Cardús, a los que llevó de excursión por Asturias en coche, de puerto en puerto, mientras Fernando y Julio Alejandro le hablaban de su vida vinculada con el amor, con el éxodo en México, con el mar, con las antigüedades o con Luis Buñuel, con quien tantas cosas compartió Julio Alejandro. Carmelo Rebullida, el creador vulnerable, iba tomando confianza. Y el paso siguiente fue penetrar en ese estudio-galería donde están sus lienzos, sus tablas, sus dípticos, sus polípticos alargados. Antes de entrar, Carmelo Rebullida comenta: No sé qué decir de mi obra. No tengo explicación sobre ella. Pinto por intuición, como una forma de libertad total.
Llama la atención, a primera vista, la región estética en que se instala Carmelo Rebullida: un informalismo abstracto muy elaborado y menos desgarrador que el clásico de posguerra, de incisiones y símbolos, de un acopio constante de texturas y matices en la imprimación de la pintura. Otras características son el gusto por los colores planos que dialogan con otros tonos, la delicadeza de la concepción del cuadro y, muy especialmente, el hecho de que un cada obra es una suma: dos fragmentos o más que entablan entre sí un diálogo, que se anudan, que se interfieren, que se abrazan, y configuran un todo armonioso. Un todo armonioso que cabalga sobre el contraste cromático, la exuberancia y la contención, una atmósfera cristalina y la sugerencia de un mundo sumergido, de una ciudad oculta y acaso postergada.
Carmelo Rebullida es un pintor vocacional. Un artista con todas las de la ley. Y eso quiere aquí decir que explora, que indaga, que se atreve a equivocarse o a acertar con una intensa pasión. Hay muchos pintores en él: el artista refinado y sensual, el artista que evoca un pasado legendario, el artista que exhibe sus crepitaciones y sus fuegos salvajes, el artista que entiende el cuadro como una aventura para los ojos y el cerebro, el artista que descubre el dolor y lo vuelca y lo expande con toda la furia de vivir, el artista que no teme a la sorpresa, sino que la busca y se deja enmarañar en ella. Como si quisiera mitigar la honda emoción que le produce enseñar sus cuadros, la vida en la pintura, la materia disuelta en el laborioso proceso de existir, cuenta historias: sus tres años en Córdoba, cuando estudiaba Ingeniería, su trabajo en una empresa de naves industriales y puentes grúa, su regreso a Sevilla muchos años después, los grupos a los que perteneció, los compañeros de viaje. Carmelo Rebullida es un pintor sin anécdota: pintor que mancha, artesanal, cuajado, que ha descubierto que un cuadro, como un personaje de ficción, tiene sus exigencias, y a veces nace en tu cabeza pero él mismo marca las pautas, exige ser así. Tal como ha quedado.
Volvemos a otro cuarto. Y nos centramos en la obra que presenta en el Palacio de Montemuzo. Son dos series distintas de esa labor más intimista en contacto con el papel: sus papeles etno o indigenistas, emparentados con Matta, con Lam, con el arte africano, con el arte bruto de Dubuffet y con varias tendencias coloristas de Latinoamérica, con el poeta Pablo Neruda, que escribe tanto de aves y de ríos arteriales que galopan por el corazón de la tierra. Y la otra serie, algo mayor en extensión, es como una síntesis de su modo de expresión, un viaje a pecho descubierto por la selva de la creación, por los territorios de la imaginación. Libertad total, de nuevo, presagio, gesto, lirismo exultante. La primera seria está datada en la década de los 90. Carmelo Rebullida reunía ejemplares de Heraldo de Aragón, preparaba una masa y construía su papel de medio formato, con mucha textura. Y sobre él, casi siempre sobre un fondo monocromo, pintaba una suerte de personaje, que a veces parece claramente humano, inscrito en un ritual primitivo, y en otras parece un pájaro, una pesadilla o la criatura coloreada y fascinante de un sueño. Esta serie posee una extraordinaria potencia de evocación, magia antigua. Y la segunda refleja muy bien la poética de la intuición de Carmelo Rebullida: esto sé hacer, esto invento, por aquí me extravío. Es una serie de tanteos y de afirmación, de estados de ánimo, de hallazgo rápido. Aquí está Carmelo Rebullida, también aquí, sin duda, en estado puro, tal como es, tal como le vienen las cosas: un trazo, la mancha, la tensión de los colores, el rasgo informal, la poesía de la delicadeza, el gusto por la elementalidad, la sencillez conmovedora, el afán de vaciarse, de soltar algún tormento que la voz no se atreve a confesar con facilidad.
Quizá pasemos rápido las series. La tarde ya se ha vuelto noche. Seguimos hablando: Carmelo Rebullida querría un día consolidar sus esculturas en papel pintado. Carmelo Rebullida recuerda que durante años iba a Madrid ver las grandes exposiciones, que esas expediciones eran el mejor álbum de aprendizaje que sustentaba día a día su vocación. Carmelo Rebullida recuerda una y otra vez al doctor Luis Palomera, que ha sido como un arcángel sanador y ahora es uno de sus mejores amigos. Carmelo Rebullida recuerda de nuevo dos maravillosos años en Sevilla, cuando más humor y alegría precisaba su tragedia sigilosa. Vemos el libro-catálogo que le publicó Cajalón en 2003: ahí está un artista en plenitud, un artista cuya mano todo lo gobierna, un rastro de oficio y sueño incuestionable.
Ha llegado la hora del adiós. Casi es medianoche. Carmelo Rebullida se despide al pie de la escalera. ¿Crees que saldrá algo de todo esto?, pregunta. Llego a casa y escribo: La tarde había empezado a declinar en medio de una vaharada caliente. Carmelo Rebullida es un artista seguro ante el lienzo, con el pincel en la mano. Luego, una vez que ha concluido el cuadro, se siente frágil, desamparado, como si tuviese la imperiosa sensación de que debe empezar de nuevo.
*Texto para la exposición de Carmelo Ramos Rebullida de obra en papel que expondrá en octubre y noviembre en el palacio de Montemuzo.
19 comentarios
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I found this article very interesting and informative!
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bajoaragonesa -
Rebullida -
Lo de independiente tiene mas que ver con mi timidez que otra cosa ,de verdad.
Pepe Cerdá -
Discúlpeme por emplear la palabra exacto para referirme a la pintura, aunque yo lo haga con mucha frecuencia.
Me explico: Con toda intención empleo el concepto de exactitud para referirme a lo artístico. Sé que es una palabra propiedad de la aritmética pero yo se la robo a esta para referirme al instante en que una pintura es lo que debe ser, un segundo antes es una superficie groseramente embadurnada de grasa coloreada y un segundo más tarde lo volverá a ser. Detenerse y reconocer el cuadro, en el momento que surge, es la esencia del oficio de pintor. Cuando yo digo de un pintor que es un pintor exacto me refiero a la capacidad de detenerse en el momento preciso.
Lo de independiente, no necesita explicación, si conoces a Carmelo.
Anónimo de Pastriz -
A.C. -
Pepe cerdá -
Pepe Cerdá -
Urge una "recuperación" de Gregorio Millas y Antonio Cásedas, que ya vamos siendo pocos los que nos acordamos de ellos.
En cuanto a Carmelo, que es un pintor exacto e independiente, que no es poco, veré con interes su pronta exposición y aprovecho para saludarle y manifestarle mi adesión a su pintura.
Anónimo de Pastriz -
Gracias por el apunte.