SUEÑO Y SON DE SAN LORENZO EN CUBA
Una embajada cultural aragonesa partía hacia Cuba: actores, escritores, rapsodas, fotógrafos y cantantes con sus guitarras. Él integraba una compañía de teatro de Huesca que se vio obligada a llevar a Cuba un viejo baúl de cómico de la legua para representar una pieza de teatro dentro del teatro de José Luis Sanchis Sinisterra. Apareció cuando los nervios quebraban la moral del director del grupo: venía de blanco y verde, con el traje de fiesta y el sueño atrasado tras los imborrables siete días de agosto. Solucionó atropelladamente el pasaje, era el único de nosotros que no llevaba kilos de más de equipaje. A los dos minutos ya lo vimos en el suelo, en los bancos, sobre las mochilas, dormido, con una desordenada sonrisa de felicidad y abrazado a la resaca, como si la huella de tanta alegría apasionada se le hubiese estampado en el rostro. Luis de Góngora bien podría haber escrito para él aquello de las venas con poca sangre, / los ojos con mucha noche.
Reparé en una cosa: se tumbaba por aquí y por allá, desgalichado como era, pero su traje no presentaba ni una sola arruga y ni una mancha. Creo que olía incluso demasiado bien: a noche de amor al suave relente tal vez, a verbena ininterrumpida de contoneos y besos. Dijo, transido de nostalgias: Llevo muchas noches sin dormir. Huesca es un derroche. Algunos pensamos de inmediato en el chupinazo, en la multitud, en un ilusorio olor a albahaca, en los danzantes, en las mairalesas (que siempre nos han parecido las perlas del caos incesante: esas damas, su garbo, y ese nombre: mairalesas), en las verbenas, los veladores, las tómbolas y el vino en torrente de las peñas. Todos pensamos en esa felicidad sin freno de San Lorenzo, en el jolgorio insomne, que con otros tonos y algo más de modestia nos hizo pensar algunas veces en San Fermín.
Recuerdo que hace años tuve un amigo, un tal Chapulle, hijo de un empresario de máquinas agrícolas y estudiante hijo de Económicas o Derecho, que me dijo que la fiesta de San Lorenzo (fue Pío IX quien designó, en 1867, la fiesta del diácono a patrono de toda la diócesis) era como una celebración pagana donde se trasiegan el vino, la amistad y el amor como si fueron los días del fin del mundo. Él, que residía en un bajo sombrío y húmedo del Casco-Histórico de Zaragoza, donde se oían los trabajos y los días de las ratas, tenía muy claro que San Lorenzo era punto y aparte: el paraíso de la farra en una ciudad reducida donde todos eran primos, conocidos desde siempre o amigos entrañables. Como una gran familia con lazos insospechados. Hablaba de algunas danzas típicas como la Danza de los palos o la Danza del degollau, de aquel punto de la ciudad donde se arrojan periódicos a la comitiva municipal que pasa o de ese hábito refrescante de echar baldes de agua a los paisanos y paisanos que desfilan por el Coso.
En el avión hacia La Habana me tocó junto al actor. Me senté junto a él y junto a un gallego al que conocía, sin saberlo, desde hacía 20 años. En aquel viaje a diez mil kilómetros de altura me ocurrieron muchas cosas, muchísimas pese a viajar en un avión (la más inesperada me la dijo aquel gallego de Betanzos, Luna: estaba seguro de que tú ibas para figura del fútbol), pero lo más bonito fue un sueño nítido y fascinante: me habían invitado a San Lorenzo y me había vestido de galán laurentino, en blanco y verde. Aunque no era huesqueta de toda la vida ni basura fata, como suelen decir en broma Luis Lles o Juanjo Javierre, sentía esa hermandad compulsiva y tribal que abraza a los oscenses en ese bullicio de identidad y jolgorio; disfrutaba como el que más con un vermú con gambas en las terrazas o en las atestadas tabernas. Iba de aquí para allá, en aquel bendito desorden, como un danzante improvisado por los efectos del alcohol. En esa película del sueño, no podía ser menos, me encontraba en los lugares más insospechados con los viejos amigos de la ciudad: Javier Brun, Carrera Blecua, Pepa Sánchez, Teresa Sas, Pilar Alcalde, Michel Zarzuela, Isidro Ferrer, José Domingo Dueñas, Fernando Herce, Guillermo Farina, José María Adé, Óscar Sipán, Pepe Escriche, María Jesús Buil, Víctor Pardo, Compairé, Carlos Castán, Fernando García Mongay, Jesús Arbués, Eugenio Monesma, Pablo Otín y tantos otros. Una semana de fiesta en Huesca da para casi todo. Y da incluso para el romanticismo: entre las sombras de mi sueño atisbaba a una mujer que era como una aparición y se ofrecía a enseñarte a correr delante de las vaquillas.
El actor, al llegar a Cienfuegos, se compró otras ropas: camisetas, pantalones, y una caja de puros hechos a mano por un anciano que parecía el hermano gemelo de Compay Segundo. Intenté trabar amistad con él: le tomé fotos, elogié su actuación, nos emborrachamos de ron blanco. Entonces me pareció el momento apropiado para pedirle que me vendiese el traje. Cuelga en mi ropero por si vuelvo otra vez a San Lorenzo...
Reparé en una cosa: se tumbaba por aquí y por allá, desgalichado como era, pero su traje no presentaba ni una sola arruga y ni una mancha. Creo que olía incluso demasiado bien: a noche de amor al suave relente tal vez, a verbena ininterrumpida de contoneos y besos. Dijo, transido de nostalgias: Llevo muchas noches sin dormir. Huesca es un derroche. Algunos pensamos de inmediato en el chupinazo, en la multitud, en un ilusorio olor a albahaca, en los danzantes, en las mairalesas (que siempre nos han parecido las perlas del caos incesante: esas damas, su garbo, y ese nombre: mairalesas), en las verbenas, los veladores, las tómbolas y el vino en torrente de las peñas. Todos pensamos en esa felicidad sin freno de San Lorenzo, en el jolgorio insomne, que con otros tonos y algo más de modestia nos hizo pensar algunas veces en San Fermín.
Recuerdo que hace años tuve un amigo, un tal Chapulle, hijo de un empresario de máquinas agrícolas y estudiante hijo de Económicas o Derecho, que me dijo que la fiesta de San Lorenzo (fue Pío IX quien designó, en 1867, la fiesta del diácono a patrono de toda la diócesis) era como una celebración pagana donde se trasiegan el vino, la amistad y el amor como si fueron los días del fin del mundo. Él, que residía en un bajo sombrío y húmedo del Casco-Histórico de Zaragoza, donde se oían los trabajos y los días de las ratas, tenía muy claro que San Lorenzo era punto y aparte: el paraíso de la farra en una ciudad reducida donde todos eran primos, conocidos desde siempre o amigos entrañables. Como una gran familia con lazos insospechados. Hablaba de algunas danzas típicas como la Danza de los palos o la Danza del degollau, de aquel punto de la ciudad donde se arrojan periódicos a la comitiva municipal que pasa o de ese hábito refrescante de echar baldes de agua a los paisanos y paisanos que desfilan por el Coso.
En el avión hacia La Habana me tocó junto al actor. Me senté junto a él y junto a un gallego al que conocía, sin saberlo, desde hacía 20 años. En aquel viaje a diez mil kilómetros de altura me ocurrieron muchas cosas, muchísimas pese a viajar en un avión (la más inesperada me la dijo aquel gallego de Betanzos, Luna: estaba seguro de que tú ibas para figura del fútbol), pero lo más bonito fue un sueño nítido y fascinante: me habían invitado a San Lorenzo y me había vestido de galán laurentino, en blanco y verde. Aunque no era huesqueta de toda la vida ni basura fata, como suelen decir en broma Luis Lles o Juanjo Javierre, sentía esa hermandad compulsiva y tribal que abraza a los oscenses en ese bullicio de identidad y jolgorio; disfrutaba como el que más con un vermú con gambas en las terrazas o en las atestadas tabernas. Iba de aquí para allá, en aquel bendito desorden, como un danzante improvisado por los efectos del alcohol. En esa película del sueño, no podía ser menos, me encontraba en los lugares más insospechados con los viejos amigos de la ciudad: Javier Brun, Carrera Blecua, Pepa Sánchez, Teresa Sas, Pilar Alcalde, Michel Zarzuela, Isidro Ferrer, José Domingo Dueñas, Fernando Herce, Guillermo Farina, José María Adé, Óscar Sipán, Pepe Escriche, María Jesús Buil, Víctor Pardo, Compairé, Carlos Castán, Fernando García Mongay, Jesús Arbués, Eugenio Monesma, Pablo Otín y tantos otros. Una semana de fiesta en Huesca da para casi todo. Y da incluso para el romanticismo: entre las sombras de mi sueño atisbaba a una mujer que era como una aparición y se ofrecía a enseñarte a correr delante de las vaquillas.
El actor, al llegar a Cienfuegos, se compró otras ropas: camisetas, pantalones, y una caja de puros hechos a mano por un anciano que parecía el hermano gemelo de Compay Segundo. Intenté trabar amistad con él: le tomé fotos, elogié su actuación, nos emborrachamos de ron blanco. Entonces me pareció el momento apropiado para pedirle que me vendiese el traje. Cuelga en mi ropero por si vuelvo otra vez a San Lorenzo...
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