CARLOS SAURA, EL ETERNO ADOLESCENTE
Uno de los cineastas españoles más jóvenes es Carlos Saura (Huesca, 1932). No importa que esté a punto de celebrar su 73 cumpleaños o que lleve una treintena de películas a sus espaldas. Carlos Saura es más joven cada día como si hubiese sellado un pacto con el diablo. En cualquier caso, el suyo es el pacto de la lucidez y de la curiosidad. Cada una de sus invenciones es un ejercicio de libertad, un salto en el vacío, un viaje audaz hacia los territorios de la imaginación. No se conforma con el oficio, con lo que ya conoce y ha hecho bien: siempre le da una vuelta de tuerca a su carrera y elude la rutina.
Sabe que lo mejor de la creación no siempre es el resultado final, sino la aventura misma, el largo trayecto hacia la claridad, la búsqueda desde la perplejidad de existir. Y por ahí están ejemplos recientes: Goya en Burdeos, un soberbio poema visual sobre el tormento y el delirio del pintor, mordido por las pesadillas de la guerra y el veneno galopante de su memoria insomne; y Buñuel y la Mesa del rey Salomón, película que escribió al alimón con Agustín Sánchez Vidal, en la cual asumió el riesgo de partir de caza con el surrealismo y la materia de Bretaña por estandarte.
Carlos Saura nunca deja de deslumbrarnos. Inició su carrera como fotógrafo y como estudiante de Ingeniería; en su casa, pasaban a todas horas músicos o artistas de flamenco(ha publicado un extraordinario libro de textos y fotos del flamenco); el convaleciente Antonio, su hermano, dibujaba, recortaba máquinas y figuras, veía las obras de Miró, Magritte o Picasso en catálogos suntuosos y soñaba ya con irse a París. Carlos con una cámara Leica M-3 al hombro decidió recorrer España y la captó tal como era: muy semejante, en muchos motivos, al país trágico y enfermo que vio Buñuel en Las Hurdes. Esas fotos han vuelto a recobrar actualidad hace bien poco, y conmueven. ¡Cómo ha cambiado el país en menos de medio siglo! Aquel parecía un país de pánico, sombrío, cercado por la negrura y la sensación del pecado, un país cosido a la represión furibunda. Un mundo que no debía ser muy lejano del que Carlos Saura vivió en la posguerra en Huesca con su abuela materna, que parecía una matrona nórdica de Dreyer, traicionada por su marido Juan Atarés (se había fugado con una empleada de la chocolatería familiar a Barcelona), y su con tía María Luz, que era la ternura vedada, el silencio que grita, el despertar inefable del primer deseo.
Antes de pasarse al cine, sojuzgado por la fuerza de Las Hurdes. Tierra sin pan, cinta de Buñuel financiada por Ramón Acín, vivió como fotógrafo profesional. Esa pulsión no la iba a olvidar más. Si uno visita su casa de Collado Mediano percibe de inmediato que Saura no distingue géneros. El es un artista en marcha: un creador polifacético pero jamás escindido. Lo hace todo con naturalidad. Escribe como respira; dibuja como come; colorea sus fotos como sale al jardín; fotografía, fotografía obsesivamente todo cuanto ve: sus familiares, los vecinos, a sí mismo ante el espejo, a pesar de que dice: La fotografía es otra cosa, y, como el espejo, da miedo. Tiene la dureza de la objetividad, es terrible, testimonial, puede ser cruel y desalmada. Y lo más bonito es que siempre ha sido así: minuto a minuto ha tirado fotos con una de sus 300 cámaras. Ha preservado durante los años una disciplina inadvertida, cómoda, que le ha permitido llegar a todo.
Hace no demasiados meses, además de la publicación, sin acotaciones, de los guiones de Goya en Burdeos y Buñuel y la Mesa del rey Salomón, han rescatado las instantáneas que hizo en dos fines de semana de los años 60 para ilustrar el libro rupturista de Ramón Gómez de la Serna: El Rastro (Círculo de Lectores), un volumen cuya primera edición data de 1914. Su obra es admirable: halla otra realidad, inventa un mundo, capta y sublima los pequeños detalles, a los que Ramón Gómez de la Serna (al cual Ramón Acín invitó a dar una conferencia en Huesca. El escritor madrileño mandó dos cuentos para niños para Sol y Katia Acín) puso una prosa libre, rica en matices, en variaciones expresivas, en apabullantes metáforas: el arsenal imaginativo de las vanguardias. La profundidad de las fotos de Saura está a la altura de la ironía, el ingenio y el despilfarro léxico de Ramón Gómez de la Serna.
Y son la mejor demostración de que el oscense, cineasta, narrador, melómano y pintor, ha sido durante medio siglo un cronista admirable y un mago de la luz a través de un objetivo distinto del que le ha hecho famoso e imprescindible. Pronto, muy pronto, nos llegará Iberia. Y luego otra película sobre Lorenzo Da Ponte, el libretista de Mozart.
Sabe que lo mejor de la creación no siempre es el resultado final, sino la aventura misma, el largo trayecto hacia la claridad, la búsqueda desde la perplejidad de existir. Y por ahí están ejemplos recientes: Goya en Burdeos, un soberbio poema visual sobre el tormento y el delirio del pintor, mordido por las pesadillas de la guerra y el veneno galopante de su memoria insomne; y Buñuel y la Mesa del rey Salomón, película que escribió al alimón con Agustín Sánchez Vidal, en la cual asumió el riesgo de partir de caza con el surrealismo y la materia de Bretaña por estandarte.
Carlos Saura nunca deja de deslumbrarnos. Inició su carrera como fotógrafo y como estudiante de Ingeniería; en su casa, pasaban a todas horas músicos o artistas de flamenco(ha publicado un extraordinario libro de textos y fotos del flamenco); el convaleciente Antonio, su hermano, dibujaba, recortaba máquinas y figuras, veía las obras de Miró, Magritte o Picasso en catálogos suntuosos y soñaba ya con irse a París. Carlos con una cámara Leica M-3 al hombro decidió recorrer España y la captó tal como era: muy semejante, en muchos motivos, al país trágico y enfermo que vio Buñuel en Las Hurdes. Esas fotos han vuelto a recobrar actualidad hace bien poco, y conmueven. ¡Cómo ha cambiado el país en menos de medio siglo! Aquel parecía un país de pánico, sombrío, cercado por la negrura y la sensación del pecado, un país cosido a la represión furibunda. Un mundo que no debía ser muy lejano del que Carlos Saura vivió en la posguerra en Huesca con su abuela materna, que parecía una matrona nórdica de Dreyer, traicionada por su marido Juan Atarés (se había fugado con una empleada de la chocolatería familiar a Barcelona), y su con tía María Luz, que era la ternura vedada, el silencio que grita, el despertar inefable del primer deseo.
Antes de pasarse al cine, sojuzgado por la fuerza de Las Hurdes. Tierra sin pan, cinta de Buñuel financiada por Ramón Acín, vivió como fotógrafo profesional. Esa pulsión no la iba a olvidar más. Si uno visita su casa de Collado Mediano percibe de inmediato que Saura no distingue géneros. El es un artista en marcha: un creador polifacético pero jamás escindido. Lo hace todo con naturalidad. Escribe como respira; dibuja como come; colorea sus fotos como sale al jardín; fotografía, fotografía obsesivamente todo cuanto ve: sus familiares, los vecinos, a sí mismo ante el espejo, a pesar de que dice: La fotografía es otra cosa, y, como el espejo, da miedo. Tiene la dureza de la objetividad, es terrible, testimonial, puede ser cruel y desalmada. Y lo más bonito es que siempre ha sido así: minuto a minuto ha tirado fotos con una de sus 300 cámaras. Ha preservado durante los años una disciplina inadvertida, cómoda, que le ha permitido llegar a todo.
Hace no demasiados meses, además de la publicación, sin acotaciones, de los guiones de Goya en Burdeos y Buñuel y la Mesa del rey Salomón, han rescatado las instantáneas que hizo en dos fines de semana de los años 60 para ilustrar el libro rupturista de Ramón Gómez de la Serna: El Rastro (Círculo de Lectores), un volumen cuya primera edición data de 1914. Su obra es admirable: halla otra realidad, inventa un mundo, capta y sublima los pequeños detalles, a los que Ramón Gómez de la Serna (al cual Ramón Acín invitó a dar una conferencia en Huesca. El escritor madrileño mandó dos cuentos para niños para Sol y Katia Acín) puso una prosa libre, rica en matices, en variaciones expresivas, en apabullantes metáforas: el arsenal imaginativo de las vanguardias. La profundidad de las fotos de Saura está a la altura de la ironía, el ingenio y el despilfarro léxico de Ramón Gómez de la Serna.
Y son la mejor demostración de que el oscense, cineasta, narrador, melómano y pintor, ha sido durante medio siglo un cronista admirable y un mago de la luz a través de un objetivo distinto del que le ha hecho famoso e imprescindible. Pronto, muy pronto, nos llegará Iberia. Y luego otra película sobre Lorenzo Da Ponte, el libretista de Mozart.
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