PARA "LA ESTRELLA QUE ME DESLUMBRÓ"*
LA VIDA SIN TI, DOMINIQUE
No hay vida sin ti, Dominique. Esa fue la frase que escribí tras ver las seis horas de Novecento de Bernardo Bertolucci en el cine Cervantes. Al principio, me quedé prendado de Stefania Sandrelli: la proletaria que amaba al rudo Olmo (Gerard Depardieu). Pero en cuanto apareció ella, rubia, esbelta, con aquel rostro casi gótico de porcelana, de una pureza que se me antojó sobrehumana, me quedé estupefacto. Mucho más, incluso, que con un gesto que desconocía y que aceleró mis fantasías: el rudo, el apasionado Olmo se hundía en el interior de la falda de Stefania Sandrelli, hurgaba y hurgaba, y estallaba la tierra con un gemido de placer en el rostro de la actriz italiana. Dominique Sanda se entregaba a un coito salvaje con Robert de Niro en un pajar. Y luego, en compañía de un preceptor que la había introducido en una vida mundana de alcohol, droga y frivolidad, paseaba por un paisaje neblinoso junto a un lago, a caballo. Parecía una diosa, una amazona de la arcadia que sale de expedición con sed de mal en el cuerpo. Más tarde, la vi enamorada, enamorada sin decírselo, de Olmo. Se acercaba al revolucionario, al paria con ideales, con auténtico embeleso, como quien descubre que su existencia hasta entonces ha sido excéntrica, banal y mezquina. Sin saber qué encarnaba o a quién, intuí que Dominique Sanda era la primera moderna que yo veía en el cine: una mujer libre que busca sus paraísos artificiales, incomodada con el mundo, inteligente y audaz, y sin demasiados escrúpulos hasta que Olmo le hace ver el envés de las cosas, la furia de existir. Eso lo había intuido, pero no sabía cómo decirlo, cómo decírmelo, hasta que un artista bohemio que hacía pajaritas y avispas de barro en la calle Pabostría, Doroteo Callén, me lo explicó: Estás enfermando de amor. Esas mujeres existen y son de carne y hueso y van al baño. Búscalas. Yo vivo con una: Alexia. No había comparación, aunque Alexia también tenía su misterio, un aire desdeñoso de mujer satisfecha, obscenamente segura de sí misma, y un maravilloso trabajo en un jardín botánico que la hacía más apetecible.
Vi Novecento tres veces en un mes: 18 horas con Dominique Sanda. Estaba cautivado, quizá como no lo estuve nunca con una actriz. Iba a los cineclubs a ver cualquiera de las películas en las que había intervenido anteriormente: Una mujer dulce (1969) de Robert Bresson; El jardín de los Finzi-Contini (1971) de Vittorio de Sica; El conformista (1970), también de Bertolucci, donde había coincidido con Stefania Sandrelli y encarnó a una mujer turbiamente andrógina, tal como escribió un crítico; Confidencias (1974) de Luchino Visconti, en la que tenía una aparición tan fugaz como intensa e inolvidable; o La herencia Ferramonti, una película de Mauro Bolognini sobre la decadencia de una familia, en la cual daba vida a una femme fatale, papel con el que ganó el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes. Todas esas obras me hacían admirarla más, amarla, soñar con ella: era misteriosa, ambigua y seductora, pero también anticonvencional, y elegante. Descubrí entonces el libro Ada o el ardor, y me empeñé en pensar que Vladimir Nabokov, sin saberlo, anticipaba a una mujer como Dominique Sanda. Como hacía siempre con las cosas que me interesaban, sólo adivino el mundo a través de la palabra, abrí un archivador con muchas carpetas sobre ella. Recogía críticas a sus películas, fotos y carteles, historias relacionadas con los personajes que interpretaba, noticias de París, donde había nacido en marzo de 1951 (en múltiples biografías breves dice que en 1948), y anotaba cuidadosamente los libros donde se hablaba de ella, ya fuesen monografías de directores, revistas o historias del cine italiano y francés. Cuando encarnó a Lou-Andreas Salomé en Más allá del bien y del mal, una película de Liliana Cavani de 1977 que yo vi cinco años después, mi veneración por Dominique Sanda se incrementó hasta lo indecible. Si quería elogiar a una novia a la vista, le decía: Te pareces a Dominique Sanda. Casi siempre tenía que explicar quién y cómo era, y eso me producía una inmensa delectación, aunque como táctica de seducción resultaba nefasta. De aquella película perturbadora, recuerdo sobre todo su independencia, su belleza matizada y a la vez pérfida, su afición a los carruajes, su poderoso erotismo, su capacidad para esquivar a un neurótico Nietzsche (Erland Josephson); recuerdo cómo de nuevo se inclinaba hacia el hombre infeliz, aquel vulnerable Paul Ree (Robert Powell), al que le introducían una estaca por el culo.
Vivía yo entonces en la calle Estudios. Cada primero mes iba a pagar el alquiler a José Lapuente, que acababa de quedarse huérfano de padre y madre en menos de seis semanas. Su pasión eran las películas pornográficas. Me hacía pasar un rato mientras buscaba el recibo. Un día, no se preocupó de apagar el televisor, y allí, en una cinta francesa de sexo refinado, donde se insinúa la morbidez y el placer, la descubrí. Allí, en una película menor, pretenciosa, estaba ella: flotaba entre muselinas o velos, mientras un seno surgía por aquí, mientras la luz esculpía sus nalgas, mientras un hombre avanzaba para poseerla en un cuarto barroco. José, ante mi interés, dijo: Es aburridísima. No sirve ni para empalmarse. Confieso que estaba un poco decepcionado, o más bien aturdido, le conté era mi actriz favorita, y él como si quisiera hurgar en la herida, añadió: ¡No sé cómo puede gustarte una mujer así! Es de las que prometen mucho, y no dan nada. Estaba tan habituado al mete y saca explícito que aquel refinamiento le parecía empalagoso. En el fondo, aquella frase casi me consoló: la película, cuyo título no recuerdo, no era pornográfica ni siquiera ordinaria. Era mala.
Esa pasión se mantuvo durante mucho tiempo. Convertí a Miguel Sánchez-Ostiz en mi escritor preferido porque todos sus libros están dedicados a una mujer llamada Dominique. Volví a ver a Dominique Sanda, creo recordar vagamente que por aquellos días fue madre, en algunas cintas irregulares, quizá la que más me gustó fue en Yo, la peor de todas (1990), de María Luisa Bemberg, ya muy posterior. En los últimos años, tras atiborrar tres archivadores, le había perdido un poco la pista. Había leído que se había casado con Christian Marquand, pero hace un par de años leí que estaba en Buenos Aires, trabajando en el teatro, viviendo con su hijo y su nuera. En la foto del diario El País, seguía admirablemente hermosa, con el viejo enigma de entonces, con esa dulzura que me había cautivado desde siempre, con la serenidad conquistada a los desafueros del corralito. A un amigo mío que se fue a Buenos Aires le pedí un favor: que fuese a verla al teatro, que le llevase una gardenia con mi nombre y la colección de poemas que le he escrito durante estos últimos 25 años y que he titulado: La vida sin ti, Dominique. Manual de supervivencia.
Al cabo de dos meses, mi amigo me mandó un escueto mensaje por correo: Le he hablado de ti, le he dado tu gardenia y tu libro. Y me dijo: La vida está en todas partes, incluso en los sueños.
*Libro que aparecerá en unaLuna. Unos días atrás colgaba aquí el texto de Luis Alegre sobre Cristina Galbó.
No hay vida sin ti, Dominique. Esa fue la frase que escribí tras ver las seis horas de Novecento de Bernardo Bertolucci en el cine Cervantes. Al principio, me quedé prendado de Stefania Sandrelli: la proletaria que amaba al rudo Olmo (Gerard Depardieu). Pero en cuanto apareció ella, rubia, esbelta, con aquel rostro casi gótico de porcelana, de una pureza que se me antojó sobrehumana, me quedé estupefacto. Mucho más, incluso, que con un gesto que desconocía y que aceleró mis fantasías: el rudo, el apasionado Olmo se hundía en el interior de la falda de Stefania Sandrelli, hurgaba y hurgaba, y estallaba la tierra con un gemido de placer en el rostro de la actriz italiana. Dominique Sanda se entregaba a un coito salvaje con Robert de Niro en un pajar. Y luego, en compañía de un preceptor que la había introducido en una vida mundana de alcohol, droga y frivolidad, paseaba por un paisaje neblinoso junto a un lago, a caballo. Parecía una diosa, una amazona de la arcadia que sale de expedición con sed de mal en el cuerpo. Más tarde, la vi enamorada, enamorada sin decírselo, de Olmo. Se acercaba al revolucionario, al paria con ideales, con auténtico embeleso, como quien descubre que su existencia hasta entonces ha sido excéntrica, banal y mezquina. Sin saber qué encarnaba o a quién, intuí que Dominique Sanda era la primera moderna que yo veía en el cine: una mujer libre que busca sus paraísos artificiales, incomodada con el mundo, inteligente y audaz, y sin demasiados escrúpulos hasta que Olmo le hace ver el envés de las cosas, la furia de existir. Eso lo había intuido, pero no sabía cómo decirlo, cómo decírmelo, hasta que un artista bohemio que hacía pajaritas y avispas de barro en la calle Pabostría, Doroteo Callén, me lo explicó: Estás enfermando de amor. Esas mujeres existen y son de carne y hueso y van al baño. Búscalas. Yo vivo con una: Alexia. No había comparación, aunque Alexia también tenía su misterio, un aire desdeñoso de mujer satisfecha, obscenamente segura de sí misma, y un maravilloso trabajo en un jardín botánico que la hacía más apetecible.
Vi Novecento tres veces en un mes: 18 horas con Dominique Sanda. Estaba cautivado, quizá como no lo estuve nunca con una actriz. Iba a los cineclubs a ver cualquiera de las películas en las que había intervenido anteriormente: Una mujer dulce (1969) de Robert Bresson; El jardín de los Finzi-Contini (1971) de Vittorio de Sica; El conformista (1970), también de Bertolucci, donde había coincidido con Stefania Sandrelli y encarnó a una mujer turbiamente andrógina, tal como escribió un crítico; Confidencias (1974) de Luchino Visconti, en la que tenía una aparición tan fugaz como intensa e inolvidable; o La herencia Ferramonti, una película de Mauro Bolognini sobre la decadencia de una familia, en la cual daba vida a una femme fatale, papel con el que ganó el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes. Todas esas obras me hacían admirarla más, amarla, soñar con ella: era misteriosa, ambigua y seductora, pero también anticonvencional, y elegante. Descubrí entonces el libro Ada o el ardor, y me empeñé en pensar que Vladimir Nabokov, sin saberlo, anticipaba a una mujer como Dominique Sanda. Como hacía siempre con las cosas que me interesaban, sólo adivino el mundo a través de la palabra, abrí un archivador con muchas carpetas sobre ella. Recogía críticas a sus películas, fotos y carteles, historias relacionadas con los personajes que interpretaba, noticias de París, donde había nacido en marzo de 1951 (en múltiples biografías breves dice que en 1948), y anotaba cuidadosamente los libros donde se hablaba de ella, ya fuesen monografías de directores, revistas o historias del cine italiano y francés. Cuando encarnó a Lou-Andreas Salomé en Más allá del bien y del mal, una película de Liliana Cavani de 1977 que yo vi cinco años después, mi veneración por Dominique Sanda se incrementó hasta lo indecible. Si quería elogiar a una novia a la vista, le decía: Te pareces a Dominique Sanda. Casi siempre tenía que explicar quién y cómo era, y eso me producía una inmensa delectación, aunque como táctica de seducción resultaba nefasta. De aquella película perturbadora, recuerdo sobre todo su independencia, su belleza matizada y a la vez pérfida, su afición a los carruajes, su poderoso erotismo, su capacidad para esquivar a un neurótico Nietzsche (Erland Josephson); recuerdo cómo de nuevo se inclinaba hacia el hombre infeliz, aquel vulnerable Paul Ree (Robert Powell), al que le introducían una estaca por el culo.
Vivía yo entonces en la calle Estudios. Cada primero mes iba a pagar el alquiler a José Lapuente, que acababa de quedarse huérfano de padre y madre en menos de seis semanas. Su pasión eran las películas pornográficas. Me hacía pasar un rato mientras buscaba el recibo. Un día, no se preocupó de apagar el televisor, y allí, en una cinta francesa de sexo refinado, donde se insinúa la morbidez y el placer, la descubrí. Allí, en una película menor, pretenciosa, estaba ella: flotaba entre muselinas o velos, mientras un seno surgía por aquí, mientras la luz esculpía sus nalgas, mientras un hombre avanzaba para poseerla en un cuarto barroco. José, ante mi interés, dijo: Es aburridísima. No sirve ni para empalmarse. Confieso que estaba un poco decepcionado, o más bien aturdido, le conté era mi actriz favorita, y él como si quisiera hurgar en la herida, añadió: ¡No sé cómo puede gustarte una mujer así! Es de las que prometen mucho, y no dan nada. Estaba tan habituado al mete y saca explícito que aquel refinamiento le parecía empalagoso. En el fondo, aquella frase casi me consoló: la película, cuyo título no recuerdo, no era pornográfica ni siquiera ordinaria. Era mala.
Esa pasión se mantuvo durante mucho tiempo. Convertí a Miguel Sánchez-Ostiz en mi escritor preferido porque todos sus libros están dedicados a una mujer llamada Dominique. Volví a ver a Dominique Sanda, creo recordar vagamente que por aquellos días fue madre, en algunas cintas irregulares, quizá la que más me gustó fue en Yo, la peor de todas (1990), de María Luisa Bemberg, ya muy posterior. En los últimos años, tras atiborrar tres archivadores, le había perdido un poco la pista. Había leído que se había casado con Christian Marquand, pero hace un par de años leí que estaba en Buenos Aires, trabajando en el teatro, viviendo con su hijo y su nuera. En la foto del diario El País, seguía admirablemente hermosa, con el viejo enigma de entonces, con esa dulzura que me había cautivado desde siempre, con la serenidad conquistada a los desafueros del corralito. A un amigo mío que se fue a Buenos Aires le pedí un favor: que fuese a verla al teatro, que le llevase una gardenia con mi nombre y la colección de poemas que le he escrito durante estos últimos 25 años y que he titulado: La vida sin ti, Dominique. Manual de supervivencia.
Al cabo de dos meses, mi amigo me mandó un escueto mensaje por correo: Le he hablado de ti, le he dado tu gardenia y tu libro. Y me dijo: La vida está en todas partes, incluso en los sueños.
*Libro que aparecerá en unaLuna. Unos días atrás colgaba aquí el texto de Luis Alegre sobre Cristina Galbó.
10 comentarios
Jair López -
Maria Angeles -
Pero he de decirte, además que un día, paseando por el Pont Neuf, en Paris hace cosa de cinco o seis años, la vi del brazo de un hombre. No pude resistir la tentación y me acerqué a ella para decirle lo mucho que me habia impresionado la película "El jardin de los Finzi Contini". Fué extraordinariamente amable y he de confesarte que todavia conservo en la memoria, no solo su rostro y su mirada, sino el tacto de su abrigo, que toqué para llamar su atención.
Y nada más, solo felicitarte por tu buen gusto, pues no es una actriz que guste a cualquiera o que llame la atención en general.
Filomeno -
Emilio -
Jorge -
HS -
Agregando algo a tu relato, estuvo memorable en Juana de Arco en la Hoguera que se dio hace un pare de años en el teatro Colón de Buenos Aires.
EFC -
JESÚS -
Meritxellgris -
Un saludo.
MAY -