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Antón Castro

MARIANO VIEJO: LA MEMORIA DEL MUNDO QUE NOS LLEVA

MARIANO VIEJO: LA MEMORIA DEL MUNDO QUE NOS LLEVA

Mariano Viejo se considera un pintor artesanal y un artista independiente. Artesanal porque se prepara sus pigmentos, los acrílicos, las telas, y en esa fase previa hay un primer acto de entrega y de delectación: entrega que significa desnudez, vaciado, asomarse al exterior, revelar lo que uno lleva dentro en forma de estructura, color y búsqueda. Y la delectación quiere decir en su caso pasión por el oficio, arrebato, una inclinación permanente a mancharse las manos con un regodeo primitivo, con un placer exultante. Pintar para él es un destino. E independiente porque no sigue a nadie ni reconoce el nombre de sus maestros: es un heredero y un discípulo de la historia del arte que le entra por los ojos y se le queda allá, depositada y cociéndose en las habitaciones de la sangre, como un arsenal de materia sin control. En una charla con él, en ese estudio abigarrado de brujo en que crea, salen nombres como Tàpies o Velázquez, o Klee, Kandinsky, Dubuffet, o incluso los integrantes del Grupo Pórtico, de quienes le atrae, sobre todo, su arrojo. Aquella valentía a contrapelo que les permitió ser rebeldes desde la sombra, libres desde la expresividad y el desgarro. 


         Mariano Viejo representa a ese artista que va a su antojo, en la atmósfera acogedora del Gancho, pesando el aire, palpando las conversaciones, como un bohemio sin edad. Mira, oye, asiste al magnífico espectáculo de la vida con un cigarrillo entre los labios y el cabello alborotado, pero siempre al acecho: nada de lo que ocurre le es ajeno, aunque es un hombre con obsesiones, ensimismado en sus quimeras. Es el pintor irreductible: hace lo que le viene en gana, experimenta y se fatiga, pero siempre es leal a su origen: las formas esquemáticas y a la vez simbólicas. Las espirales, los tótems, los menhires, los dólmenes, los atardeceres del campo, entre dos rocas que se alzan contra un sol que se desvanece. Este mundo, de emoción primitiva, casi prehistórica, propone siempre un misterio: un código que debe ser interpretado porque en él hay erotismo, con una explícita alusión al falo, ambivalencia, hipnosis, extrañamiento y acaso una certeza: la tierra es un imán. La tierra es un imán y Mariano Viejo, como artista y como hombre, siempre vuelve a la tierra y sus barnices. Hay en su obra, sobre todo en la de finales de los 80 y principios de los 90, una inclinación a lo arcaico, o a eso que el artista llamó sucintamente Memoria. ¿Memoria del mundo, memoria de la infancia en Zaragoza con reminiscencias de Sabiñánigo, memoria de los sueños, memoria visual construida con el eco de las caracolas? Memoria, a secas, con los todos matices y a la vez exenta: pozo de luz, sedimento y sueño.


         Ahora, en una pequeña retrospectiva de más de tres lustros, recoge su obra sobre papel. Son piezas paralelas y complementarias, mucho más que bocetos, a las grandes series sobre tela que ha hecho en estos años. El inicio se remontaría a su exposición en la Aljafería, de 1989, pero luego pasa por periodos como “Pintura entre amigos” (1990), “Pinturas” (1993), “Memoria” (1994-1995), “Obra de Estudio” (1998), “De la música y la danza” (2000) y “Del oficio de pintar” (2003). En todos esos periodos hay un modo de  expresarse: un compromiso constante con la pintura. Del círculo y la espiral pasó a formas más despojadas -lunas, tallos, tridentes, porches-, como signos enigmáticos, trabajados con pardos y ocres-amarillos sobre negros, tamizados aquí y con el blanco del papel, apenas insinuado, que es como una punta de fuga a tanta noche de los tiempos. Más tarde, en una evolución que nace de la búsqueda y de la experimentación, surgen formas más sensuales, más explícitas en su magia cotidiana: “De la música y la danza”, que es de lejos la serie más narrativa del artista y, en cierto modo, la única que ofrece argumento, anécdota, la posibilidad de una leyenda. Ahí está el Mariano Viejo más poético, más etéreo también: el cuadro es un pentagrama de formas y gestos, un campo cromático de pardos que se alían con manchas negras, con sombras que se agigantan, con meteoritos que han caído sobre el papel o que ejecutan casi un paso de baile. En ese territorio suena una música subterránea que brota del alma. “Pinto lo que el alma me pide. Yo no intelectualizo nada. Hablo del ser humano. Mis obras buscan la espiritualidad, y creo que suelo encontrarla cuando mi cuerpo y yo pensamos de la misma manera. Cuando vamos en la misma dirección, todo marcha”, dice Mariano Viejo. 


         La metamorfosis es algo que le ha interesado mucho. En realidad, el pintor lo que hace es transformar lo que ve, lo que siente, lo que se imagina en forma, color, textura y trazo. Y Mariano, además, ha querido abordar dos temas vinculados a la pureza extrema y a la metamorfosis: su trabajo con las crisálidas que desembocan en mariposas de vuelo libre, y con el Ave Fénix: el dramático relato de alguien que se reinventa a tras la muerte, que nace y se extingue en el fuego. Aunque, esas piezas no han sido trasvasadas al papel. Se han quedado en una tentativa y en una obsesión sobre la tela, pero han tenido una inequívoca proyección en la trayectoria del artista. Buena muestra de ello, es la presencia que tienen estos cuadros en su taller: el pintor se acercaba a la mitología de la creación; la creación fecundaba el mito de un artista.


         En los últimos años, el quehacer de Mariano Viejo es una apología de la mancha, de la tensión cromática, de la composición abstracta. De lo que él llama  vibración interior del cuadro: los colores se expanden, se encuentran, se interfieren y se funden, pero siempre hay islas, vacíos, abismos y oasis donde reposa el ojo. Explica: “Yo no soy un pintor geométrico, aunque sí hay algo de geometría en mi obra –comenta-. Propongo un mundo dinámico, ambivalente. Como artista, experimento y evoluciono, vivo en pasado mañana, yo no vivo en el anteayer. Intento inventar para el futuro, para cuando ya no esté”. Estas series, que llevan el expresivo título de “Del oficio de pintar”, ocupan una parte central de esta muestra, y tienen algo de horizontes imprecisos y sombríos, de fragmentaciones del corazón de la tierra que se ofrece con todas sus capas y esos hilos de humedad que siguen yendo hacia el fondo, hacia la raíz del mundo, como un alocado disparo de lluvia.


         Mariano Viejo también ofrece un trabajo inédito de formas muy simples, estilizadas en su máxima expresión: columnas, tótems, montañas cortadas a pico, pintadas de negro sobre fondo azul. Son papeles profundamente sugerentes y rotundos, de asunto muy depurado, de un pintor seguro de sí mismo y de sus temas, que intenta avanzar dos o tres pasos en cada papel, aunque de cuando en cuando meta la cabeza en las profundidades del tiempo y se empape de prehistoria, de noche, de identidad y de memoria.

*El martes 31 se inaugura en el palacio de Montemuzo (en la foto) una selección de obras sobre papel de Mariano Viejo. Éste es uno de los textos que acompañan el catálogo.


2 comentarios

De Antón -

Querido Fernando: es para mí un honor que te pierdas por aquí. Algún día tendremos que hablar largo y extenso en este lugar. Un gran abrazo. Ac.

F,Malo -

Antón, enhorabuena por tu blog. Es la tercera vez que lo comparto y puedo deducir que para estar al día de la actividad cultural de nuestra tierra hay que compartirte...
Conseguí "ver" la exposición de Cerdá antes de inaugurarla y lo mismo me pasa con la de Viejo, aunque mañana intentaré bajar delmpueblo para saludar a Mariano. Espero igualmente disfrutar de Galdeano, el cual, tuve la suerte de que hiciera el prólogo de una de mis primeras exposiciones en la antes denominada Sala Gargallo de la Avdª Goya.
Salud.