DEPORTE, ARTE Y CULTURA
En la Grecia clásica se exaltaba al atleta y se le otorgaba una dimensión heroica. El campeón, coronado de laurel tras su victoria, era elogiado por poetas como Píndaro en sus “Odas” o por los grandes artistas como Mirón, ahí está su imponente “Discóbolo”, o como Fidias, que buscaba afanosamente en cada escultura un canon de belleza que representaba el atleta. El deporte, como el arte, eran sagrados, y eso se percibían en la escultura, que fue sustancialmente una apología del cuerpo, una lección de la anatomía más hermosa, pero también en los frescos, en la pintura de las cerámicas, en algunos relieves y en la lírica. Los juegos de Olimpia eran un ritual donde se valoraba la moral del combate o la disputa, el esfuerzo supremo (algunos atletas murieron prácticamente en la meta o durante la carrera), la emoción, la contemplación de lo perfecto que aspira a la victoria, tal vez el íntimo deseo de transformarse en atleta y, en consecuencia, en héroe.
El atleta suscita sentimientos inmediatos de identidad y solidaridad, y encarna la hermosura como forma dinámica observada que, en su libertad de acción, en sus movimientos, alcanza la armonía, el equilibrio, la tersura indómita, el atropellamiento agónico de la sangre. La relación del arte y el atleta se ve enriquecida de inmediato con un nuevo concepto: el juego. Y luego el deporte, que vendría a ser el juego mediatizado por la norma, por la regla. Algunos siglos después, los romanos se deleitaban con un juego mortal sometido a algunas reglas nada deportivas: las peleas entre gladiadores, que presentan antecedentes más que de la esgrima propiamente de un deporte tenebroso que ha fascinado desde el siglo XIX hasta nuestros días: el boxeo. Los gladiadores se batían en duelo a muerto y, en ocasiones, si vencían al enemigo humano, se encontraban incluso con otro rival irreductible como el tigre. Eran vidas al límite. Como los boxeadores, los alpinistas, los motoristas o los conductores de Fórmula 1.
La fascinación que sintieron los griegos por el deporte desaparecerá durante varios siglos. Al menos en un contexto artístico. Casi no volverá a darse de modo tan totalizador hasta que surgen las vanguardias históricas del siglo XX, pero antes –en esos siglos oscuros, especialmente los del clasicismo, insensible a los campeones- hubo algunas formulaciones teóricas de enorme interés como la “Carta sobre la educación atlética” del dramaturgo y poeta Frederich Schiller. Él, entre otras cosas, concretó algunas características del deporte como la fuerza, la velocidad, la habilidad y la disputa. E insistió, como si fuera un griego reencarnado en un hombre del Romanticismo alemán, en el concepto de “jugar con la belleza”. El cuerpo del atleta es el cuerpo hermoso y vibrante, restallante de formas puras y potentes, esculpidas en beldad suprema, el cuerpo que se mantiene en forma –el término “mantenerse en forma”, tan cotidiano ya, fue adoptado mucho antes por los místicos-, el cuerpo del atleta es el cuerpo que en su sacrificio máximo agota todas sus reservas, excitados los tendones, tensos los músculos, ebrio de su propio sudor, y se convierte casi en residuo espiritual. En espíritu puro tras el gesto de la batalla.
Algunos filósofos, entre ellos Nietzsche, teorizaron sobre el juego y el cuerpo. Y otros, como el narrador y teórico Stendhal, denostaron ese sacrificio. Pero muy pronto, otros nombres , en este caso de la pintura, se sintieron atraídos por el deporte –término que la RAE define como “Recreación, pasatiempo, placer, diversión o ejercicio físico por lo común al aire libre”- como Delacroix, el mismo Degas o Gericault, que era un pintor de caballos y de “derbis” y un practicante incansable de equitación: su prematura muerte se produjo por una caída de caballo, posiblemente porque no se había curado bien de una anterior. También fue, claro, un pintor de locuras extremas, entre ella la famosa “La balsa de Medusa”.
Las vanguardias, en la segunda década del siglo XX, entronizaron las prácticas deportivas. Las veían como emblemas de la modernidad y de un nuevo culto al cuerpo, vinculadas también a prácticas más sanas como el montañismo, el paseo campo a través, la natación y a nuevas formas de alimentación y de costumbres. Uno de los ejemplos más bellos en Aragón sería el cuadro “El Ebro” de Francisco Marín Bagüés: esa maravillosa realidad reinventada a orillas del chalet del Centro Naturista y Deportivo de Helios. Ya en el siglo XIX, entre otros muchos, percibimos un embrujo o un apasionamiento casi desarbolado por una nueva modalidad como el boxeo, quizá la disciplina deportiva que ha hecho correr más ríos de tinta. Ríos de tinta literaria, pero también pictórica. Un caso ejemplar de deportista y escritor que alternaba la práctica deportiva y la literatura fue Lord Dunsany: el autor, tan admirado por Jorge Luis Borges, que lo incluyó en “La Biblioteca de Babel”, era un corredor de fondo por los parajes de su Irlanda natal y un practicante habitual del intercambio de puñetazos. Y otros autores como Joseph Conrad, Conan Doyle, más tarde Ernest Hemingway, Budd Schulberg o Norman Mailer (aquí la lista sería infinita; tendríamos que incluir a Ignacio Aldecoa, en particular su bellísimo libro “Neutral córner”) convertirían el boxeo en materia central de algunas de sus ficciones. Pero quizá el hombre que mejor funde vanguardia y deporte no es otro que Arthur Cravan, aquel sobrino de Óscar Wilde –el padre de su amante Lord Douglas, el marqués de Queensberrie fue quien fijó las primeras normas del pugilismo- que se atrevió a fundar una revista como “Maintenant”, escribir críticas de arte que disgustaron a Picabia y a cruzarse varias veces los guantes, sobre todo con un gran campeón como Jack Johnson, nada más y nada menos que en Barcelona. En su exiguo palmarés atesoró el honor de ser campeón de los pesos pesados de Francia. En España, por aquellos días, y quizá no admita en absoluto la calificación de artista de vanguardia, José Gutiérrez Solana pintaba uno de sus mejores cuadros dedicado a un combate de boxeo.
¿Por qué suscitaba tanta devoción el boxeo? Quizá, de entrada, porque es un deporte bravío y oscuro, salvaje e individual, donde uno ha de sobreponerse a sí mismo constantemente, un deporte en el que se es educado para resistir el acoso hasta morir o golpear en pos de la victoria aunque se acabe matando a su contrincante. Francisco Calvo Serraller sugirió que en ese aparente desquiciamiento como punto de partida se hallaba un correlato con algunos confusos valores de la modernidad o con algunos estados de ánimo de una civilización en constante crisis. Pero además tiene otros valores: la exacerbación de la fuerza, el coraje, la estrategia, la esgrima, la potencia, la valentía, la sangre y tal vez la búsqueda de un golpe demoledor que es toda una metáfora de triunfo, supervivencia o inspiración. La nada o la gloria. Quizá estemos hablando en exceso de boxeo en una muestra donde se vincula arte y deporte, pero la representación literaria e iconográfica –y, desde luego, la cinematográfica- del boxeo no le ha pasado inadvertida a casi nadie. Encarna, casi como ningún otro, el lenguaje del cuerpo que es tan poderoso y variado, y en cierto modo tan intelectual, como el lenguaje mental. Un espíritu tan exquisito como Jean Cocteau le dedicó muchas páginas al pugilismo tras conocer a Panamá Al Brown, aquel campeón de color que fue un “artista del ring”, un bailarín, un mago de la improvisación y del golpe por sorpresa, un estilista. Traemos a colación una cita de Cocteau –sepa el interesado que hay una edición primorosa en Círculo de Lectores sobre su fascinación por el boxeo de Panamá Al Brown, al que convirtió en su amante y de quien habló en su discurso de ingreso en la Academia Francesa-: “¡Desconfiad, deportistas! Tendréis que mediros cada vez con un príncipe del cuadrilátero, un fenómeno, un brujo, un acróbata, un psicólogo, un espectro, un sonámbulo, un poeta; en una palabra, un boxeador”. Otro enamorado del boxeo, y en concreto de Panamá Al Brown, al cual le dedicó una biografía muy original y muchas, decenas de obras de arte, es el pintor madrileño Eduardo Arroyo, que van tan lejos como Jean Cocteau y se atreve a comparar el ring con un lienzo. Se pregunta y se contesta: “¿Por qué toda esta pasión, esta curiosidad, esta devoción por el pugilismo? Yo también me lo pregunto. El pintor es un hombre solo. El boxeador es un hombre solo. El ring es un cuadro blanco, marcado por la sangre, el sudor, el agua y la resina donde se representa el drama. Sangre, sudor y lágrimas. Éxitos raros y fracasos frecuentes. Una toalla vuela como una paloma derribada por un disparo”.
El deporte en general ha inspirado una y otra vez a numerosos artistas. Al escultor Pablo Gargallo, por ejemplo, que hizo varias aproximaciones a la figura del atleta, en formas distintas; al propio Honorio García Condoy, que parece proponer en sus mujeres estilizadas una imagen de las “Venus” o nadadoras del Ebro; a Pablo Picasso, autor en 1961 de un cuadro muy libre y suelto, muy sugerente, titulado “Foot-ball”; el balompié inspiró algunos poemas-objeto de Joan Brossa, en algunos casos con sentido crítico o cuando menos irónico. El boxeo vuelve a estar presente en Eduardo Urculo o, ya con otros protagonistas, en el ya citado Eduardo Arroyo. Y también en Josep Guinovart, en el collage “L’esquerra de Miró” de 1993. El atletismo exhibe toda su majestuosidad en una obra muy elogiada de Darío Villalba, hablamos de las dos piezas, de técnica mixta sobre lienzo, que componen: “Velocidad interrumpida” de 1982. Y Fernando Sinaga realizó en 2001 en cuero, goma, metal, cuerda y neopreno la escultura “Spaesamento”. Son algunos ejemplos, pero hay muchos, muchísimos más porque en nueve ediciones de Bienales Internacional del Deporte en Arte fueron examinadas más de 12.000 obras, de las que se seleccionaron 6.000. No parecen cifras a humo de pajas.
¿Qué hay, qué puede verse en tantas realizaciones, en tantos sueños del deporte, pura glosa del cuerpo, sus límites y sus alrededores? Están todas las modalidades artísticas con sus géneros fronterizos. El arte contemporáneo es el reino de la mezcla. Fotografía, pintura, dibujo, collage, escultura, fotomontaje, instalación, arte conceptual al servicio del deporte o inspirando en el deporte, que es un laboratorio de pruebas, de sugerencias, de imágenes, de emociones y de ceremonias de toda índole. Y en cierto modo una visible forma de unión de todos los hombres del planeta. Casi nadie puede sustraerse de la irresistible atracción de lo primario, sea cual sea su grado de sofisticación. No predomina un deporte sobre otro. El fútbol no es necesariamente el más representado. Y por lo regular, en esas variaciones artísticas sobre un tema como el deporte (que al principio eran más objetivas o realistas), lo que más llama la atención es la variedad, el poder de la forma, el ingenio de la forma de mirar para leer de otras maneras lo que a casi todo es común. El deporte posee una gama infinita de registros y de sensaciones: desde esos planos generales de la celebración hasta el detalle ínfimo, desde la respuesta multitudinaria hasta el gesto inadvertido y solitario, desde las masas hasta la soledad de una patinadora que se pone sus patines o una gimnasta que espera, con más añoranza que ansiedad, el instante demoledor de enfrentarse a un ejercicio. Todo ello expresado en estéticas muy diferentes, en algunos casos crípticas o poéticas, en otros puramente conceptuales, en otros de un realismo sobrecogedor, en otros de calculada sugestividad, pero sobre todo lo que destaca es la imaginación, la invención, el libre sentido del juego del artista para captar el movimiento, la tensión de un rostro, la belleza de un muslo, la agonía de una llegada, la elegancia de un salto, el estremecimiento colectivo e incluso las vindicaciones constantes del cuerpo, de esta pasión por competir que se configura como una aspiración de perfección y de verdad. El artista Pedro Mora (Sevilla, 1961), escribió a propósito de una de sus obras, seleccionada en la bienal Internacional del Deporte en el Arte 2001 (BIDA): “Sería oportuno evocar al artista modélico, y a su vez atleta, entre los distintos pliegues de las experiencias físicas y emocionales, vitales y afectivas, psíquicas y sociales, para redefinir nuestros poderes corporales”.
De un modo u otro, en feroz amalgama de ritmos y de imágenes, el cuerpo es un espejo global que nos refleja y a la vez nos incorpora a su frenético universo de tensión, de sacrificio, de velocidad, de hermosura, de tragedia, de imperfección y de vacío. Los artistas, como nuestra memoria, intentan fijar de una vez para siempre el camino hacia el triunfo o el descenso brutal hacia la nada.
*La foto es del gran Alfonso Panama Al Brown.
6 comentarios
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Francisco Javier Irazoki -
gustavo peaguda -
Por cierto,uno delos apartados de la exposicion esta dedicada a la fotografia. A mi particularmente me gusto un retrato de MaiaKosky. Tiene un mirada terrorifica.
En fin que si pasas por madrid te recomiendo esta exposicion.
Dato curisoso: En estos día supe que el poeta Alexander BLock estuvo casado con la hija de Mendeleiev, el de la tabla periodica.le preguntaria a éste en que lugar colocaria la poesia en la tabla periodica?
Anónimo -
Magda -
Así como en la Grecia clásica se exaltaba al atleta y se le otorgaba una dimensión heroica, en la época prehispánica teníamos el "Juego de pelota" (tlachtli, en náhuatl), algo que actualmente nos puede parecer salvaje, pero su fin tenía un sentido iniciático: era un deporte, sí, pero también una actividad religiosa que servía para conocer los designios de los dioses. Se jugaba con una bola maciza de caucho (y/o hule, sacado de los árboles, era todo un proceso) y los perdedores eran decapitados; más tarde, para los mayas, se convertían en parte del sol y la luna (era algo así como una especie de purificación). Todo esto está también en el arte, en grabados y pinturas.
Tienes razón, nadie puede sustraerse de la irresistible atracción de lo primario, sea cual sea su grado de sofisticación.
Un abrazo, Anton
Antonio -