JULIO ALEJANDRO CASTRO / 14
En el polígono del Portazgo, en el otoño de 1987, supe por vez primera de la existencia de Julio Alejandro Castro Cardús (Huesca, 1906-Denia, 1995). Alguien me explicó lo poco que sabía de él, era un afamado dramaturgo y guionista de cinco películas de Luis Buñuel, y me puso un libro entre las manos: Breviario de los chilindrones, que había publicado El día de Aragón con un prólogo de Agustín Sánchez Vidal, que titulaba su texto: “Elogio de lo aragonés”. Breviario de los chilindrones es una especie de autobiografía a la luz de la gastronomía con el pimiento, con los pimientos del mundo, por faro. La luz de esa atalaya metafórica también alumbraba la propia existencia, exuberante sin duda, de Julio Alejandro y esclarecía otros condimentos: “Los baúles de espliego, las alacenas donde se orea el lino al arrullo de los membrillos, el olor del henil que inundaba su casa de Bulbuente, las delicadas fresas de Ordesa, las borrajas, los huevos al salmorejo, el ternasco, las farinetas, las torteras de Huesca, el guirlache, el melocotón con vino, la escorzonera… y los chilindrones, naturalmente”, anotaba Sánchez Vidal.
El libro llevaba una foto de Julio Alejandro, tomada por Rogelio Allepuz, juraría que en el Gran Hotel de Zaragoza. El autor de La familia Kasbin o los guiones de Tristana o Viridiana parecía un capitán de barco que se hubiera acercado a puerto por unas horas: las manos trabajadas de nudos, más bien gruesas y pequeñas, un aire de tío de América que vuelve en absoluta paz consigo mismo tras periplos y pasiones, la frente bien surcada de experiencias y de comisuras, y aquella barba perlada, que jamás le volvería a ver. Me pasaron su teléfono de inmediato, no consigo recordar si aún andaba por México o ya se había trasladado a la casa familiar de la Avenida de América, en Madrid, y hablé con él por primera vez. Pronto me di cuenta de que tenía algo de mito viviente, de fabuloso contador de historias: sabía de todo, había conocido a muchísima gente, había estado en varias guerras por tierra, mar y aire, y si hubiera algo que lo definiese de verdad era el espíritu de la poesía. Alguien me había dicho, tal vez fuese Luis Alegre, que los tres grandes guionistas del cine español eran Rafael Azcona, Perico Beltrán y Julio Alejandro, al que habían vinculado con Valle-Inclán y con Quevedo. Julio me dijo: “Valle y yo sólo tenemos en común aquello que usted ya sabe por ser hombres, pero poco más. A mí no me interesa el esperpento. No se ajusta ni a mis gustos ni a mi manera de ser, aunque soy un fervoroso admirador del gallego”.
Algún tiempo después, concerté una entrevista con Julio Alejandro en el hotel Goya. Estaba presente su hermano Fernando, que ha sido como su protector, su guardiamarina y su cómplice más constante. No había asunto que Julio desdeñase: era el romancero insomne, el contador de historias insaciable. Salía una palabra, un nombre, una película, y allá se iba: lo mismo te narraba los amores convulsos de María Félix y su pasión por las joyas y su carácter de diva; igual te revelaba la pasión clandestina de Dolores del Río y Orson Welles; lo mismo hablaba de Simone Signoret y de Jeanne Moreau, embrujadas por Luis Buñuel, embrujadas por el hombre y el genio del cine, que explicaba cómo Rita Macedo se había disfrazado de mendiga andrajosa y había ido a ver al cineasta calandino para que le diera un papel. Si nos íbamos a la literatura, le encantaba abordar el misterio de Ambrose Bierce (desaparecido en México de modo enigmático), hablar de Bruno Traven (que se ocultó en México casi al margen del mundo), o contar sus relaciones con Juan Rulfo, García Márquez, Carlos Fuentes, Ángel González o Luis Cernuda.
Si se iba más lejos, al descampado de la memoria lejana, narraba sus días de joven marino en Cádiz, el naufragio del Blas de Lezo, los equívocos y calamidades de Manila que estuvieron a punto de costarle la vida, de repente se convirtió en enemigo de unos y de otros, y sus increíbles aventuras para salvarse. Hablaba de sus profesores, como Ortega, Gaos o Zubiri, de sus amigos del 27, pero quizá nada le emocionase tanto como sus dos encuentros, al menos, con Antonio Machado, amigo de su padre. Julio Alejandro, con las imponentes manos anudadas al pomo del bastón, con su jersei claro de lino, aún recordaba el movimiento de sus pasos, el crujido de la madera al subir la escalera, la puerta entornada, el clima de silencio y misterio radical y, luego, en la estancia, la figura del maestro, del amigo, del poeta mayor que estaba a punto de llamarle “pastor de olas” en el poema inicial de La voz apasionada.
Julio Alejandro era como Funes el memorioso soñado por Borges, el mago de las palabras. El cine, que había absorbido su vida más pública, sólo era un elemento más, un accidente de su existencia, tamizada por la curiosidad. Dijo en una ocasión: “El cine entró en mi vida de forma ocasional y se convirtió en una profesión. Siempre he pensado que lo que mejor hago es el teatro”. Lo cual no deja de ser bastante paradójico si pensamos que es el guionista de Abismos de pasión, Viridiana, Nazarín, Simón del desierto y Tristana, cinco de las grandes películas de Luis Buñuel. Julio era un gran lector de novela policíaca y de esa novela del XIX, tipo Cumbres borrascosas, para la que siempre había un productor al acecho. Julio era un amante exquisito del arte, de todas las artes y de todos los países y tradiciones, aunque parecía sentir cierta predisposición hacia el arte oriental, en especial el chino y el japonés. Era un enamorado de los telares, de la ropa, de los hilos, y también de los esmaltes, de las antigüedades, de la cerámica. En el cine, como es sabido, entre otras películas, fue el director de artístico de Pedro Páramo (1966) de Carlos Velo y de El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel.
Después de aquella charla, hubo otras muchas, y llamadas constantes de teléfono, y cartas con todo tipo de sorpresas: Julio podía mandarte un análisis grafológico de tu firma y tu escritura, o una colección de poemas manuscritos que había pensado para ti frente al mar de Jávea, o una colección de cuartillas donde escribía las claves del amor y algunos consejos para practicarlo. Su máxima era: “Nunca ames sin amor. No violarás jamás”. Vocablos como el Moncayo, el mar, la poesía, la amistad o Aragón salían siempre de su boca. Tenía algo de oráculo de la tribu, no tanto porque aconsejase esto y aquello, o leyese en su propia vida la existencia de los demás, sino porque era antidogmático y buscaba la felicidad a través de la alegoría. Contaba sin parar. Y se desnudaba. Y trazaba una especie de laberinto de complicidad y de amistad que unía a un montón de gente: de Vicente Sánchez a Rafael Azcona, de David Trueba a Alfredo Castellón, de José Luis García Sánchez a Paco Ignacio Taibo II, de Paco Uriz a Adolfo Marsillach, de Manuel Vicent a Ariadna Gil. La lista podía ser infinita. Algunos han ponderado bellamente sus cualidades, como pudo verse en la antología Fanal de popa (Ediciones del Valle, 1988). Perico Beltrán, guionista de El extraño viaje, dijo: “Julio poetiza todo lo que toca. Es poeta en sus guiones cinematográficos; en sus piezas teatrales; en sus poemas…” Y Alfredo Castellón recordaba su forma de vida: “Amabilidad y generosidad. Tenía su casa abierta en México, era la representación del caballero español, hoy casi desaparecido. Daba una gran importancia a la visita, a la amistad, en su casa había una tertulia casi a diario, a la que acudían gentes de las letras y la cultura mexicana”.
La relación con Luis Buñuel fue muy importante. Trabajaron en seis películas en algo menos de una veintena de años. Eran tan diferentes como el día y la noche, pero tenían una rara y acaso seca complicidad. Julio Alejandro fue un excelente guionista de textos originales y un magnífico adaptador. Buñuel le daba un texto o le sugería una idea, y con ella se ponía a trabajar. A veces, como ocurrió con Abismos de pasión, le advertía el cineasta: “No quiero que haya besos”. Y no los había, y eso que Julio Alejandro era de temperamento sensual, cómplice con los sentimientos femeninos más desaforados y le encantaba hacer hablar a la mujer. “Él y García Lorca son los dos autores que mejor conocen la mujer”, escribió el dramaturgo y realizador Alfredo Castellón. Pero no solo trabajó con Luis Buñuel, que “tendía a darle la vuelta como a un calcetín a mis textos”, claro, sino con prácticamente todos los realizadores del cine mexicano como Tito Davison, Emilio Fernández, Emilio Gómez Muriel, Benito Alazraki o Arturo Ripstein, entre otros. Y con Roberto Gavaldón (1909-1980), un importante y personal director -para unos demasiado perfeccionista y partidario de los planos impecables, cuidados al detalle; para otros frío, narcisista y un tanto afectado siempre- que llegó a firmar más de un centenar de películas, entre ellas la casi legendaria Macario (1959) y El gallo de oro (1964), con guión de Juan Rulfo. Pero también Días de otoño, cuyo guión se publica aquí, estrenada en 1962 y premiada en Karlovy Vary.
José Antonio Román, en su libro Julio Alejandro. Guionista de Luis Buñuel. Una vida fecunda y azarosa (Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2005), dice que el año 62 fue particularmente convulso y aciago en la vida del escritor. Lo llama el annus horribilis. Trabajó en la ambientación de El ángel exterminador, falleció su tío Honorato Castro, tan importante para él, y murieron –en ese año y en el siguiente- intelectuales y políticos de los que sentía muy próximo: José Giral, Indalecio Prieto, Emilio Prados, Luis Cernuda, Paulino Masip, el autor de El diario de Hamlet García. Y además, huyendo de la polución de México D. F., se instaló en Cuernavaca, su cuartel general hasta su regreso a España, donde sería objeto de constantes homenajes tanto en el Festival de Huesca en 1988 como por parte del Gobierno de Aragón que le concedió la Medalla al Mérito Profesional en 1993. En 1962, le dio tiempo para adaptar un cuento de Bruno Traven, “Frustración”, y convertirlo en la película Días de otoño, que en un principio iba a titularse Luisa. Bruno Traven es uno de los escritores más misteriosos de la literatura contemporánea. Existen varias biografías suyas, bastante distintas. Era capaz de escribir en alemán, español e inglés. Parece ser que su nombre verdadero era Traven Torsvan Croves, que nació en Chicago en 1890, que se nacionalizó mexicano en 1951, aunque había llegado al país hacia 1923 fascinado por la cultura maya y la arqueología, y que falleció en México en 1969. Es autor de libros como El barco de la muerte, El tesoro de Sierra Madre, que llevó al cine John Huston, y de muchos cuentos. Huyó de la publicidad y de la fama, y fueron algunos de sus amigos, entre ellos el fotógrafo Gabriel Figueroa (que trabajó en Días de otoño, y que también fue expuesto en Huesca no hace mucho), quienes revelaron su biografía. Julio Alejandro era un admirador absoluto de sus textos. Y no le resultaría extraño que le encargasen la adaptación de este relato que protagoniza una mujer: Luisa. La película se inscribe en el género de melodrama, pero también tiene ciertos parentescos con algunas tentativas de Buñuel como Abismos de pasión o Él porque como ellas aborda la figura del psicópata, de una loca de veras. Aquí se narra la historia de una mujer más bien humilde e ingenua que trabaja en una pastelería. De repente, el dueño, un anciano más bien bondadoso en busca de compañía femenina, empieza a fijarse en ella. Y cuando inicia un acercamiento más profundo, ella le dice que está a punto de casarse con el chófer Carlos. Este, con el paso de los días, abandona a la muchacha y ella decide hacer creer a todos algo insólito: les dice que se ha casado, que está embarazada. Y pretende sostener su fraude hasta el final. Además del empresario don Albino y las compañeras de trabajo, hay otro personaje clave: la celestina Rita, que intenta acercar a Luisa y a don Albino. La película tiene una intriga desapacible y es una meditación acerca de alguien que desemboca en la locura y en la irrealidad porque no acepta el fracaso, un fracaso tampoco irreparable. Julio Alejandro contó con la colaboración de Emilio Carballido en la redacción, y si se compara la película y el guión original se aprecian hay algunas diferencias, incluso de final. La interpretación de Pina Pellicer (Luisa), Ignacio López Tarso (don Albino) y Evangelina Elizondo (Rita) es muy sólida.
En cualquier caso, Días de otoño es uno de los muchos y más que correctos guiones que escribió Julio Alejandro Castro: una pieza muy meditada, elaborada con oficio, tensión y grandes momentos dramáticos. Un guión especial de entre el amplio centenar que llegó redactar entre textos originales y adaptados, lo cual da una idea de la fecundidad de este navegante del océano de los sentimientos que un día anunció, mientras recordaba que sus manos había servido para anuncios en televisión: “Siempre va conmigo una sombra que se llama Aragón”.
*Este texto será uno de los prólogos del guión original de "Días de otoño", la película que hizo con Roberto Gavaldón, inspirada en el cuento de Bruno Traven. La foto es de Rita Macedo, una actriz de la que hablaba mucho Julio.
6 comentarios
M -
Magda -
Una película estupenda que dirigió Manuel Barbachano Ponce con guión de Luis Buñuel, fue Nazarin, basado en la novela de Benito Pérez Galdós adonde trabaja Rita Macedo precisamente.
Un excelente texto, Anton.
Tremisis -
Anónimo -
aab -
aab -