HISTORIA FOTOGRÁFICA DE HUESCA
Hay algo que siempre me ha llamado la atención de Huesca: la gente se quiere, la gente quiere a la ciudad y entiende que es su escenario, su paraíso, el teatro de la memoria, de ahora y del porvenir. Esa pasión puede tener algo de chovinismo o de fatuidad, como tantas veces se ha dicho. Lo cual tampoco es una crítica: para sentirse integrado en el mundo, uno empieza por reconocer lo inmediato, calles, fiestas, vecinos. Se afirma en el planeta desde lo minúsculo, desde las historias menudas.
Huesca ha sido, entre otras cosas, tierra de fotógrafos. La muestra de la Diputación, “Signos de la imagen en Huesca” es un magnífico ejemplo: ahí están el precursor Félix Preciado, Rodolfo Albasini, Adolfo de Motta, Félix Oltra, Ricardo Compairé, Manuel Gallifa, Santos Álvarez, Nicolás Viñuales o Andrés Burrel, ellos y otros más (como Aurelio Grasa, Juan Mora, Soler i Santaló o Briet) realizaron un auténtico brindis al mundo por Huesca y desde Huesca. Mostraron quiénes eran los oscenses, cómo vivían, sus rituales, sus paisajes, el modo de entender la convivencia, el trabajo y el ocio. Esta parte de un proyecto feliz, que exige tiempo y voluntad de viajar en el tiempo a través de los pequeños formatos y el arte postal, es como una presentación, un carné de identidad de la provincia.
Tuve el pasado martes unos anfitriones incomparables: Pepe Escriche y María González. Ambos recordaban detalles, narraban historias, revelaban secretos al forastero: la violenta muerte de Felipe Coscolla, apaleado por una maza; el brutal asesinato de Marieta Pérez con una plancha en su propia imprenta. En el palacio de Villahermosa de Ibercaja están las fotografías estereoscópicas de Feliciano Llanas Aguilaniedo, hermano del autor de “La mala vida en Madrid” (escrita con Bernaldo de Quirós). Son fotos en tres dimensiones. Rezuman verismo: parecen esculturas o fragmentos detenidos y tangibles de la vida misma. Si se supera un poco la fuerza y la grandiosidad de las tomas, tan efectistas, y se mira en los visores, la sorpresa es mayúscula: es como un gran friso social del campo, de la ciudad, de sus espacios esenciales o marginales. Llanas poseía intuición, visión fotográfica, curiosidad, amor a los suyos.
José Oltra –me recordaron que era un conservador nato que espiaba a sus vecinos oculto, con su cámara, entre visillos- es quizá el poeta de la luz, el maestro de las atmósferas. En su antológica del Museo de Huesca reúne una doble mirada: su condición de observador de la vida ajena, y aquí incluimos sus excelentes tomas del mundo de la nieve y las montañas, y de narrador visual de su universo familiar. Es, tal vez, la colección más íntima: elegante, sutil, de un lirismo constante.
E Ildefonso San Agustín, en el Archivo, es como el cronista de los grandes momentos: siguió la construcción del Olimpia y del Pantano de la Peña, captó las ruinas de Montearagón y retrató a muchos oscenses con un admirable sentido del daguerrotipo. Mis fotos favoritas son los del escultor Coscolla y los de una mujer joven sentada en el claustro de San Pedro el Viejo con los dedos en el regazo: rostro claro y encendido, sin máscara, ante el negro fondo de las sombras del claustro; también es sugerente uno de los retratos de Marieta Pérez, una moderna de derecha, que permiten que le cojan su generoso culo de incipiente Jennifer López de preguerra. Y no pasa inadvertido el rostro grave, casi inquietante, de un danzante: antes de vestirse y ya con el traje. Tiene algo de rostro trágico de torero que presume que va a morir en los ruedos.
Hay más cosas que ver: fotos de la Guerra Civil en el Matadero, panorámicas en Fraga, cine. Todo un mundo: un homenaje serio y emocionante de la ciudad a sí misma y a los suyos. Un esfuerzo increíble y hermoso que descubre a nuevos teóricos y estudiosos de la fotografía que conviven con otros más veteranos (la nómina incluye a Ángel Fuentes, Chus Tudelilla, Covadonga Martínez, Maite Abaurre, Valle Piedrahita, Ramón Lasaosa, Virginia Espa, Ángel Garcés…), a grandes profesionales, y descubre, sobre todo, una provincia sin complejos, segura, que tuvo en Ramón Acín a una auténtica referencia, a un ciudadano apasionado y solidario. Eso no lo digo yo: se percibe en las fotos. Como se percibe la personalidad de Vicente Cajal, de José María Aventín o de Manuel del Arco, al cual le hizo un retrato el escultor. Creemos que se trata del periodista zaragozano y no del estudioso andaluz que se estableció en Huesca para siempre.
*Una estampa de Huesca de Feliciano Llanas Aguilaniedo.
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