ZARAGOZA Y LA REVELACIÓN DEL ARTE
La vida oculta de Zaragoza se me reveló en una foto de César Usán. En julio de 1987 entré en el periódico “El día” y empecé a escribir de pintura y escultura. Tenía que buscar las fotos de cada artista, y recuerdo que en el archivo había una carpeta específica de “Pintores aragoneses”. Además de las instantáneas más rutinarias, hallé una serie que me impactó: eran fotos de artistas en su taller, asomados a la ventana, sucios de pintura en el balcón con diversos fondos de Zaragoza; en el interior quedaban los lienzos, los pinceles, la obra en marcha, y al fondo se desleía una luz de oro que se zambullía en la corazón de la sombra. Aquellas fotos tenían una vocación artística, creo que eran de César Usán y también de Pepe Rebollo, pero para mí fueron como una explosión de sorpresas en plena cara. Hacía no demasiado tempo la ciudad había estado algo revuelta con la visita del pintor y travesti Ocaña: muchos fueron a visitarlo en peregrinación estética y obscena.
Zaragoza hervía, sin yo saberlo, en un torrente de creación artística. Y pronto iba a empezar a verlo: los 80, con sus apuestas por un nuevo informalismo, que algunos resumían en la “estética del todo vale”, fueron como un torbellino. Los años 80 heredaban una riqueza anterior de colectivos, de indagación, de rebeldía, y evocaban otro tiempo donde los artistas parecían más libres y menos inclinados a la subvención o a la exposición institucional. Lo parecían sólo: el arte era una forma de transgresión y de lucha política contra el franquismo, un modo de saludar la nueva democracia y de dejar una impronta de modernidad, pero lo cierto era que no había sido indiferente a los premios locales de “San Jorge”.
Aquellas fotos de Jorge Gay, Eduardo Salavera, Vicente Villarrocha, Jesús Buisán, José Luis Cano, Galdeano, José Luis Lasala o Miguel Ángel Domínguez fueron la embajada para otros viajes: uno inicial, de retroceso en el tiempo, hacia creadores como Luis Berdejo, José Luis González Bernal, Santiago Pelegrín o Federico Comps, que jugaba al tenis y nunca se imaginó que lo iban a matar antes de rebasar la adolescencia. De ahí pasé a Pórtico y a la Escuela de Zaragoza. Recuerdo cuánto me impresionó ver el estudio de José Orús con sus vistas hacia las palomas y las torres del Pilar. Y luego vino El Paso, tan nuestro y a la vez tan distante. Y pasé a Francisco Marín Bagüés, que se convirtió en un pintor simbólico: él había trabajado en Zaragoza, él había convertido Zaragoza en materia central de su arte, él se había atrevido a soñar un Ebro inolvidable y mítico que fundía la visión de Juan Bautista del Mazo y el color de las vanguardias, él recibía hacia las seis a una modelo a la que soñaba desvestir con sus propios dedos. Y casi a la vez me fijé en mi entorno, en esa arquitectura para la vida, en la potencia cotidiana de los pintores. Zaragoza seguía viva en la invención y la mancha, Zaragoza era un escenario de acciones artísticas como las famosas “Acciones de luna” de Ricardo Calero, Zaragoza era un gran lienzo, un paisaje que exigía atención y talento, un gran laboratorio de materiales.
Un día conocías el taller de Eduardo Laborda e Iris Lázaro; otro, el de Natalio Bayo; al siguiente de Ángel Aransay; luego, el de Paco Simón. Y el de José Luis Cano. Y el de Antonio Fortún, que vivía a la sombra de dos magníficos “aguayos”. Y el de Nacho Fortún, que había pasado de pintar la vida desternillante y kitsch, a la manera del primer Almodóvar, a los arrabales desérticos. Más tarde, penetrabas en el estudio de Pepe Cerdá en el Casco Antiguo. De aquel Cerdá, que entonces era moderno y utilizaba las veladuras y las pequeñas manchas de pintura, nunca sabías bien si intentaba hacerse famoso en París o si estaba en Zaragoza de paso para montar una cháchara gamberra con los noctámbulos de la ciudad y sus recuerdos de pintor de caballitos de feria.
Zaragoza continúa siendo un gran estudio, un plantío incesante de artistas y de tendencias y de tentaciones. Tenemos más creadores que nunca, más variados, inclasificables, cazadores de imágenes con una vitalidad exuberante. Los artistas se atreven a recoger un testigo y a prolongarlo: imaginan Zaragoza, la transforman a su antojo, la habitan y la convierten en un abrigo contra las inclemencias del vacío, en un espacio ideal donde uno puede quedarse a vivir para siempre.
*El óleo "Cabaret" de Luis Berdejo, pintado entre 1922 y 1924.
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Emilio -
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