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Antón Castro

DIARIO DEL MUNDIAL / 1

DIARIO DEL  MUNDIAL / 1

 

Imagen primera de la eternidad 

En Galicia, un día, la orquesta Bellas Farto atacaba un tema melódico. Yo tenía diez años, era verano, había palmeras en el jardín contiguo a la pista hexagonal de baile y los niños soñábamos con un primer amor y poníamos adjetivos a tal o cual muchacha que iba vestida de novia. Pero casi todos teníamos en la cabeza otra cosa que estaba a punto de comenzar: en una hora, Brasil e Italia saltarían al campo para jugar la Final de la Copa del Mundo en México. Antes de haber visto ese torneo, yo ya tenía mis recuerdos inventados: un tal Manín, algo mayor que nosotros y que iba para figura del Deportivo, sobrino de Arsenio Iglesias, nos reunía a todos en una esquina del campo de fútbol y nos contaba historias de futbolistas de leyenda: Del Sol y Luis Suárez, “que jugó en este campo”, pero también Reija, Marcelino y Lapetra, que habían participado en los Mundiales de 1966. Manín nos llenaba la cabeza de sueños, de cabezas sangrientas anudadas con un trapo, de balones durísimos como pedernales y de partidos y jugadores: quizá fuera él, antes que nadie, quien me hizo reparar en Franz Beckenbauer, un volante de ataque, ligero y delicado, capaz de frenar a Bobby Charlton y de dirigir el ataque de Haller, Uwe Seeler y Emmerich hacia el arco de Gordon Banks.

 

         Pues bien, en aquel domingo en que el mundo esperaba el gran choque, yo aún tenía el corazón herido: iba con Alemania a muerte  y había deseado que ganase en la épica semifinal contra Italia: Beckenbauer, aún de volante de dirección, había jugado con un brazo en cabestrillo si perder un ápice de elegancia y de vértigo. Sin embargo, la tosca Italia, que se permitía dejar en el banquillo al formidable y fino Gianni Rivera medio tiempo, había ganado 4-3. Sospechaba que dentro de unos minutos iba a recibir su merecido. Aún no teníamos televisor en casa, y vi el encuentro como tantos otros en Cafetería Sanchís. Brasil, que había deslumbrado en todos sus choques y sufrido ante Inglaterra, ganó con facilidad en una sesión inolvidable. Pelé realizó un partido primoroso y lo coronó con un pase final a Carlos Alberto -el lateral que prefiguró a Nelinho, Jorginho y Cafú-, que remató con fuerza y precisión lejos de las manos de Albertossi. Aquel cuarto gol quizá sea uno de los tantos más hermosos de la historia de los Mundiales: participó todo el equipo brasileño y Pelé, que había inaugurado los goles de la tarde con un limpio testarazo, aguantó la eternidad máxima que puede conceder el fútbol, y cedió bellamente al lateral. Aquel partido para mí tenía el sabor de una venganza y me parecía el desenlace justo que venía a reparar una injusticia. Alemania se había resarcido, también en la prórroga, de la derrota ante Inglaterra en la final de 1966, y había jugado con otra belleza y potencia que Italia en la semifinal. Al menos así lo percibía un fanático niño de 10 inclinado hacia los teutones.

          Pero aquel partido era también la consumación de un rito iniciático: ahora ante Manín, en la esquina del Campo de los Bosques, podría opinar y apostillar. ¿Cómo le iba a discutir hasta entonces cómo había jugado Reija o si Carlos Lapetra, como solía decir, apoyándose en su tío Pepe “Lañas”, conductor de autobuses y entrenador de fútbol modesto, era mucho mejor que Gento y Collar juntos? Tras la final, cometió un error al recitar la alineación de la Alemania que venció al Uruguay de Ildo Maneiro, y se lo advertí. “Beckenbauer, lesionado, no jugó”, dije. Ojalá no le hubiera dicho nada: “Y a ti, mocoso de mierda, quién te ha dado vela en este entierro”. Dejé de acudir a sus reuniones en la banda y me acostumbré a leer el “Dicen” y el “As color”. Un forofo no soporta que le mientan respecto a sus ídolos.

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