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Antón Castro

EL LAGO DE LOS ABEDULES

EL LAGO DE LOS ABEDULES

(Vida y ficción)

Estaba lejos y allá íbamos siempre mi madre y yo por hierba para la vaca y los animales. Me gustaría decir algo que puede parecer raro: mi padre, emigrante en Suiza (Vevey, Ginebra, Lausanne, Berna y Zurich), me había concedido una especie de poderes: yo iba a ser, en su ausencia, el rey de la casa. Y eso exigía dedicación, responsabilidad y un cometido esencial: debía proteger a mi madre. Por eso, pensaba yo, la acompañaba al Lago de los Abedules. Eso me decía por las noches.  Desde muy pronto supe que era un lugar mágico y a la vez peligroso. Se decía que estaba infestado de hambrientos lobos y que padecía periódicas invasiones de sapos. Los lobos moraban en los lugares poblados de vegetación, húmedos y sombríos, y dejaban flotando su propio aroma, su mirada hipnótica, una especie de aire que lo envolvía todo y que podía dejarte petrificado de miedo si te sorprendía en un paseo. Del lobo se repetía que era sanguinario y terrible: si lo veías, adiós al mundo. Era como ver la santa Compaña, aunque no te devorase. Todos te contaban historias de lobos que habían acabado con la gente y con los rebaños.

Todos tenían un pariente al que una noche se le había aparecido una manada de lobos: él ya sabía que ellos, si no corres, no atacan, pero realizan un acoso implacable: se ponen delante, te tocan las pantorrillas con el rabo, o en la misma entrepierna, condenados, van a tu lado como en un desfile marcial en la noche de las sombras, y sólo esperan un gesto de flaqueza para devorarte.  

A Pura del Quejigal se le había muerto así, una noche que volvía del baile, su hijo mayor; a María do Nacho su propio marido, al que nunca había visto nadie. Y Lino podía contar historias de ese tipo cuantas quisiera porque había vivido en Lugo, tierra de lobos. Esta historia también justificaba otra: cada cierto tiempo, aparecían por Baladouro dos o tres hombres que traían un lobo pestilente, atadas las piernas en un varal de fresno; lo enseñaban un instante, explicaban que lo habían matado en tal o cual lugar, muy cerca de aquí, y exigían el pago a su heroísmo: algo de dinero, ropa, comida, una noche con derecho a cena y cama, etc. Eso sucedía también con los cazadores de zorros, que tenían la incómoda costumbre de provocar catástrofes familiares por su afición a las aves domésticas en las eras e incluso en casas como la mía que tenían el gallinero contiguo a la cocina de tierra.

Un día, mi madre, que no mentía jamás, anunció: “Esta noche han entrado los zorros y nos hemos quedado sin gallinas”. 

Y de los sapos se decía que si te orinaban a los ojos te quedabas ciego para siempre. ¡Cuántas veces me he imaginado un ciego de pedir por puertas como aquellos que venían con su violín al hombro y la niña o el niño lazarillo que cantaban con él! Así que cuando veías a los sapos, marrones y pegajosos tras la lluvia, te cubrías la cara e intentabas matarlos aunque fuera a pedradas.  

La leyenda más bonita del Lago de los Abedules era aquella que nos hacía creer que en él se había ahogado un caballero medieval que había venido a estas tierras en busca de amores. De tarde en tarde, irrumpían desde el fondo sus calzas, la espada y su vaina, y un pañuelo de su dama con las letras bordadas en hilo de sangre. Esperé algunas tardes a ver esas imágenes pero fue imposible. Y mi madre me decía que su abuelo le había revelado que había un instante en las tardes con una determinada luz que en la superficie del agua se reflejaba un mapa que indicaba los molinos de agua, los senderos ocultos por los matorrales y los tesoros enterrados. Aquel abuelo, que era el mismo de los ternerillos muertos, tenía un perro, Amancio, que vio aquel mapa y se le quedó reflejado, en  miniatura, en el fondo de sus pupilas. Al poco tiempo se volvió loco y desapareció para siempre.  

Me gustaba mucho aquel lugar, todo rodeado de árboles y surcado por prados y regatos. Allí se fortalecía la imaginación. Un día, Pura del Quejigal me dijo el nombre del caballero: “Se llamó Atanís de Val y era antepasado mío”.

6 comentarios

Chema -

Las leyendas se cuecen en un enorme puchero de caldo al que la humanidad da vueltas continuamente, unos ingredientes acaban por consumirse, como el hueso del jamón, pero se le añaden otros que van enriqueciendo eternamente la pócima... La ciudad trae sus modernos ingredientes... cuando aparecieron los primeros coches, se asustaba a los niños con las historias del Auto Negré que los raptaría como el viejo cocón, por ejemplo. Posiblemente ahora se asusten con otros monstruos que aparecen por la tele dando ruedas de prensa. Gracias por tu bella historia, Antón, con reminiscencias de nuestros Pirineos... y seguro que de muchas otras partes del mundo (¡estamos tan necesitados de historias de amor que logren apagar bombardeos!)

Magda -

Una bella historia.

Recuerdo que en mi niñez había relatos semejantes, nos lo contaban mis padres. En especial le tenía miedo a los cuentos de chaneques (que les gustaba esconderse en cualquier parte y movían las cosas de lugar, además de jugar con el agua), lo único que me consolaba era que decían que eran juguetones, y prefería pensar solo en eso.

Muchos saludos, querido Antón.

FERNANDO -

PUESTOS A LA PEQUEÑA POLEMICA DIRIA QUE EXISTIA EN MI NIÑEZ (ESCASA POR CIERTO) DEL PUEBLO EL SACO DE LOS GATOS...CUANDO RECIEN NACIDOS IBAN MAULLANDO DENTRO DE EL HACIA LAS ERAS ALTAS Y DESAPARECIAN NAUFRAGOS DE UN RIO...POR LAS NOCHES OIAMOS SUS MAULLIDOS LASTIMEROS Y SE NOS SOBRECOGIA EL ALMA...AHORA LOS GATOS ESTAN AMPUTADOS DE SI MISMOS Y SON
DE PELUCHE.

Luisa -

En cuanto a la ausencia de cuentos en las ciudadades de ahora, no sé si son éstas las culpables o el momento en el que ahora vivimos. Los cuentos quizás son ahora otros. Yo recuerdo haber tenido en plena ciudad de Barcelona una casa de brujas, y la boca del metro era una especie de territorio comanche donde plantábamos campamentos y escenificábamos historias de peligro. No sé.

Cide -

Te imagino ansioso por empezar a ver atletismo del bueno. Por lo pronto, hoy habrá una emocionante final de lanzamiento de peso.
Ya tengo ganas de leer tus resúmenes.

FERNANDO -

De todos estos cuentos que cuando eramos niños nos contaban (siendo gallego mucho más)qué queda ahora?
Las ciudades convierten todo en anodino y la magía y los sueños quedan para las peliculas americanas y esos
horribles terrores sin fundamento.