ADIÓS AL AMIGO, AL BUEN PADRE, AL SABIO DEL CAMPO
In Memoriam Alberto Alegre
Creo que conocí a Alberto Alegre, el padre de Luis, Carmen y Salvador, en la calle Boggiero hacia 1987: menudo, vivaz, de una ternura impagable. Miraba a sus hijos con un orgullo entrevisto y lento, como si los acariciase, como si se sintiera el hombre más seguro del mundo a su lado. Más tarde, hacia los 90, se trasladaron a la calle Conde de Aranda: Felicitas y Alberto vivían abajo, y Luis y Salvador arriba. Las tortillas de patata deliciosas iban y venían por el ascensor, o eso creía yo, pero los dos, Alberto y Felicitas, como una pareja ideal, siempre andaban por allí, entre los libros de cine, entre los pósters de Marilyn, Bogart y Lauren Bacall, del salón a la cocina, y trataban de igual a igual a Ana Álvarez, David Trueba, Pep Guardiola, Gabino Diego o Maribel Verdú, pongamos por caso. O a cualquiera de los habituales: su peculiar familia de apegados: Mariano, Félix, Pepe, Cuchi, Daniel, Ignacio, Ismael, Pardeza, Miguel, Labordeta, Cristina...
Alberto Alegre era un sabio de aldea, un agricultor que parecía haberlo leído casi todo: un enciclopedista formado en los libros, en la radio, en la televisión, en Lechago, en Calamocha, allí donde pisaba. Tenía una curiosidad absoluta. Recuerdo que una vez, cuando yo trabajaba en el libro “Aragoneses ilustres, ilustrados e iluminados” (Gobierno de Aragón, 1992) me dijo que le gustaría leer los textos antes de publicarlos. Se los mandaba a Luis con la esperanza de que los leyese él y lo hacía. Una vez me llamó Luis y me dijo las notas o reparos que me había puesto su padre: que en Teruel no existían adelfas porque hacía demasiado frío, al menos no donde yo las había situado, y que, tras leer un perfil de Marcial, me preguntaba por qué no había aludido explícitamente al magnífico poema que le dedica a Bíbilis, la sierra de Armantes, su tierra de origen, un poema por cierto que él se sabía en castellano. Nos vimos después en su casa, y me dio otras indicaciones sobre Miguel Servet, Agustina de Aragón o Ramón y Cajal; cualquier tema parecía ser de su dominio. Conociéndolo a él entendías mucho mejor a Luis y a sus hermanos: eran su reflejo, el envés de un espejo de ternura y de generosidad. Él y Felicitas les habían enseñado a vivir a favor de la vida, desde la amistad y el afecto. Creo que nadie se ha sentido incómodo jamás en aquella casa, ni en la de arriba ni en la de abajo. Hay casas donde uno nunca es extranjero.
Alberto tenía la voluntad inmediata, si eras amigo de Luis o de Carmen o de Salvador, de hacerte miembro de su familia. Recuerdo muchos días de conversación, pero uno especialmente hermoso e imborrable: tenía que hacerle una entrevista a Luis para el periódico y previamente hablé con Alberto de él, de su pasión por el canto subido a una mesa, en las fiestas, bajo el televisor, o allá lejos, en la fronda del campo. Alberto pronunció la frase que le decía entonces: “Canta, hijo mío, canta, que eres muy feliz”. Hablamos del sueño de Luis de ser santo, de su condición de futbolista de toque, de los años en Cheste y Huesca. Y recuerdo la manera de contar de Alberto, aquel entusiasmo, aquel modo absolutamente hermoso de sentirse feliz evocando al hijo particular, al hijo que, en el fondo, ha seguido su senda de rabiosa humanidad. Alberto Alegre, el agricultor que leía novelas de amor y de aventuras, el amante del cine clásico, era un fabulador, un contador de historias, un campesino tranquilo que no había perdido la calma en la ciudad ni la habilidad de sobremesa en el guiñote.
Ahora, Alberto Alegre se ha ido y descansará en Lechago (en la foto) para siempre. En Lechago y en el lugar donde reposan los que sueñan.
[Nota de hoy, martes: Alberto Alegre será incinerado y enterrado en la iglesia de Santo Domingo de Lechago a las seis de la tarde]
9 comentarios
Fernando Carnicero -
jose luis -
javier delgado echeverria -
Javier Torres -
Un abrazo Luis. :'(
Antón... imposible contener la emoción.
Antonio Pérez Morte -
¡Un abrazo grande, Antón!
inde -
Cide -
Pepe Cerdá -
Para Antón: que bonito y triste texto.
Javier Burbano -