LA OBRA DE VÍCTOR MIRA, EN BINÉFAR
VÍCTOR MIRA: LAS HUELLAS
DE UN CREADOR A LA INTEMPERIE
I. RETRATO DEL ARTISTA
El artista aragonés que más me ha perturbado en los últimos años es Víctor Mira por la complejidad de su universo, por la imbricación entre su obra y su existencia, por su destino final. Poco antes de decir adiós a todo esto, recibí algunas cartas suyas, algunas notas escuetas, dos o tres catálogos dedicados que me parecieron premonitorios. Víctor Mira (1949-2003) era como una casa con fantasmas. Había un momento, una estación o un golpe de viento que los agitaba todos en su interior, y Víctor pasaba de la calma del místico –“Me arrodillo y espero hasta que siento que puedo pintar como un ángel”, dijo. “Para mí el pintor es como un santo, comparte los mismos problemas, la perfección”, declaró-, del tormento interior al insulto, al exabrupto, a la teatralización de su espanto, al rechazo del mundo. Entonces, entendía que la distancia exacta ente los otros y su angustia, y el único bálsamo de su inmenso dolor también, eran la brocha, el lápiz, el bolígrafo, la cámara fotográfica, sus propias manos. El silencio. Incluso en esos estados de creación, que estaban próximos al éxtasis, parecía infeliz, herido en algún cuarto de la sangre por exceso de sensibilidad. O porque era su mejor amigo, era el otro y él mismo simultáneamente, y a la vez su propio lancero homicida. Padeció el drama de la insatisfacción radical.
Se sentía perseguido y se convertía en un perseguidor. Y al revés: cualquier detalle exterior minaba su fuerza y su entereza, a pesar de que podía ser sarcástico, hiriente, provocador o de una lucidez apabullante, amasada con razones y erudición. Ha sido un rebelde ilustrado –le estimulaba la música, la literatura, el teatro, la poesía, la filosofía…, y de todo ha dejado abundantes huellas- que rara vez podía huir del desarraigo, de la incertidumbre, de la urgencia de trascender y, en el fondo, de la imperiosa necesidad de ser querido. En esa casa con fantasmas que era Víctor Mira, ese árbol humano desmelenado por el vendaval, se aliaban la materia, la materialidad avasalladora, y la creación, la ira con el lirismo más excelso, y el desgarro aparecía una y otra vez entre sombras. Como una mancha de destrucción que se expande. Como una tupida textura de tenebrismo que avanza. Una de esas sombras era la incansable vecindad de la muerte, su demonio particular: quería “ser un artista capaz de soportar el espectro, la metáfora de la muerte”.
Se entregó a combatirla en una batalla interior, desabrida, que le hacía sentirse víctima y verdugo. Que no le dio un instante de sosiego. En la muerte estaba casi todo: su propio envés, que era la energía misma de la vida, el sexo, la soledad, la inspiración, el arte, el amor y el desamor, la política, la invención… Víctor Mira fue una ardiente paradoja. Como Goya. Pasión y nieve de llanto sobrehumano. Pese a vivir siempre al límite, en una suerte de exilio buscado, desarrolló una obra rica en hallazgos expresivos, vías de comunicación, experiencias simbólicas y hondura. Mezcló, y modernizó a su manera, la gran tradición del Barroco español (Zurbarán, Valdés Leal, Velázquez); frecuentó la naturaleza muerta con ecos españoles y de los interiores holandeses; asumió una línea mística en la que podía sentirse santo, mártir y hereje, de ahí esas cruces constantes, esa obsesión por el predicador en el desierto, que es el estilita, altivo y solitario, de ahí esa insistencia en el “pájaro solitario”; conectó con las pinturas negras de Goya, con George Baselitz, con Joseph Beuys, con Otto Dix, con Vincent Van Gogh, con Andy Warhol, con Salvador Dalí, con Antoni Tàpies y Antonio Saura. E incluso halló otro término en el que se reconocía muy bien: la figura del caminante, ese viajero constante, mental y físico, que desea saciarse de paisajes, de travesías, de laberintos, de un celaje idóneo para el sueño. De ahí que otro cuadro con el que se sentía identificado fuese “Monje junto al mar”, y también con “El viajero contemplando un mar de nubes”, de Caspar David Friedrich, un pintor que fue calificado como “el místico con pincel”, frase que no resultaría inexacta como epíteto de Víctor Mira. Este artista, igual que su interés hacia la poesía de Novalis, lo emparienta con el romanticismo alemán. La suya es una pintura cósmica, matérica y rotunda, llena de expresividad y de convicción.
En los últimos años realizó numerosos dibujos y tintas donde anunciaba constantes y turbios diálogos consigo mismo ante el espejo, la muerte se mira al espejo, dijo alguna vez, e incluso señaló la senda fatal que iba a tomar. Vivir para él (vivir, amar, pintar: respirar día a día, levantarse de un sueño de espectros) era casi una tarea del héroe de la pintura que no se soporta a sí mismo ni se acomoda, ni halla vericuetos para estar en paz o un camino hacia la felicidad y hacia la risa. Mira fue héroe y antihéroe. Escribió: “El héroe enfatiza la fuerza; el antihéroe personifica la poesía”. Ésa es una de las sensaciones más nítidas que nos invade al enfrentarnos a su arte, a sus diarios, a sus confesiones, a su teatro. Sin embargo, de cerca, era divertido, risueño, cariñoso, apasionado. Vulnerable como un niño, proclive al asombro o al candor. Alocado como la sinrazón y el deseo. Tenía algo de animal extraviado y a la intemperie, acosado por otras alimañas, que se adentra en el infinito bosque de la noche.
De golpe, reflexionaba y sentía que tenía raíces. Bajo la estampa del cielo azul de Zaragoza, elogiaba el Juslibol de su infancia, el río Ebro, Zaragoza, la ciudad donde dijo haber nacido en 1949. La ciudad donde quiso que se iniciase su biografía. En uno de sus espléndidos libros: “En España no se puede dormir”, había anticipado su destino: “Niego que en mí exista vida alguna y me horroriza no estar muerto y tener que sentir la repugnante vida latir como un animal antiguo”. En otras prosas, de manera aún más explícita, dijo: “Lo intenté varias veces [el suicidio], la más serie de las veces fue en Madrid. Pero también en Zaragoza, donde un día, con toda la desolación de la necesidad, puse mi cabeza sobre los raíles y esperé, todo envuelto en adioses, la llegada de un tren”. Víctor Mira, como Francisco de Goya, a quien pintó como el perro con sombrero de su propio cuadro, sucumbía a su aniquiladora cabeza y resucitaba desde ella con toda la lucidez del delirio. Era una cabeza que, tal como señaló el propio artista, se alimentaba de escalofríos.
II. LA OBRA: LAS SERIES Y SUS SÍMBOLOS
La Fundación Alcort presenta una amplia selección de la obra de Víctor Mira en Binéfar, en la sede de sus proyectos. Recoge piezas de casi todas las épocas: desde 1971 hasta el año de su muerte. En ese recorrido de 32 años se aprecian el nacimiento, el crecimiento y la evolución de un artista que trabajaba por temas, en un variado campo de disciplinas: la pintura, el dibujo y la obra gráfica, la escultura y la realización de distintos objetos, la fotografía, la cerámica, y por supuesto la literatura. Han sido, y son, muchos los pintores que escriben. Con Víctor Mira da la impresión de que escribe casi como pinta: con energía, con constantes visiones, con una capacidad insólita para desarrollar su pensamiento, su tormento, su insatisfacción. Le da vueltas una y otra vez a las palabras, moldea su zozobra íntima, su constante naufragio, con una belleza telúrica, casi filosófica, con una carga poética exuberante. Le encanta explicar el hecho físico de la pintura: en sus libros de estética y autobiografía, en sus catálogos, en sus poemarios. Quizá por ello citase al gran poeta Matsuo Basho en “Humus”, que le sugiere esta visión de sí mismo: “Sentado en mi taller, frente a un cuadro en blanco, doy un fuerte brochazo y mi idea salta al estanque del lienzo. ¡Plop!”.
He aquí una imagen recurrente, un punto de partida para explicar su condición de artesano y místico de la pintura: “Con los ojos abiertos a la gloria de lo oculto, de lo que yace en el interior de la tierra, me siento bulbo retorcido en su negrura, pero lleno de futuro en la alegría, en el éxtasis de la espera. (…) La pintura, como las raíces, es oscuridad, misterio, silencio. (…) Pintura, por lo tanto, espíritu. Pintura, por lo tanto, materia. Pintura, por lo tanto, veladuras. 1, 2, 3, tres pasos con los que acercarse a la cosa, confundirse con ella y devorarla por asimilación, por engullimiento, hasta quedar solo en lo mío, en la insatisfacción del hartazgo de la cosa”. Partimos de “Humus” (DPZ, 1999) porque en ese diario, fechado entre 1994 y 1998, Mira hace una evocación de sus inicios. El desamor hacia Zaragoza y hacia España, lo llevó a Madrid. “Llegué a Madrid sin nada, a matar mi tormento y lo primero que hice fue aquella irreverencia de sentarme en las nobles ventanas del Museo del Prado. (…) En el Madrid hastiado de los primeros años 70, me encontraba confundido y atormentado, con un dolor casi físico que me mutilaba, sin esperanza ni ser capaz de apreciar en mí valor alguno. Sabía que no estaba loco, sabía que no era un santo, pero respiraba cada vez más con el respirar veloz de los suicidas”.
Habla de paseos que tenían algo de liberación, de soledad y de sexo sin amor. De aquel estado de ánimo derivan sus primeras obras y esa serie inicial titulada “La manía del sexo”, en la que aparecen un hombre y una mujer, informes y desproporcionados, casi grotescos, que igual se ofrecen los ojos que parecen prepararse para el coito. Están inscritos sobre fondos planos de color azul y destacan en ellos su carácter más bien monstruoso, sus pies gigantes, que poseen algo de fálico, y sus sexos pintados de rojo. Escribió: “Todos somos víctimas del sexo. Nos guste o no reconocerlo, todos somos sus víctimas”. Son estampas entre esquemáticas y surrealistas en medio de un paisaje vacío, casi lunar, que por su cromatismo y su atmósfera recuerdan un poco a Yves Tanguy; a menudo, las figuras aparecen acompañadas de animales, en concreto de vacas y mariposas. Mira fijó su atención en un bestiario personal, que desarrolló a lo largo de numerosas obras, entre las que estaban “Caballo” (1973) y unas piezas en las que convive un monstruo muy peculiar con la floresta más voraginosa. Son cuadros que parecen nacidos de la pesadilla: cuerpos fetales en algún caso, cabezas de las que brotan flores, raíces y órganos, e incluso una especie de pez. Estas criaturas inquietantes y a la vez desamparadas tienen algo de prolongación de su “Grupo de miranianos”, como si hubiesen nacido de una compleja metamorfosis con tejidos arborescentes por todo el cuerpo. Aquí Mira ya utiliza unos sugerentes campos de color de fondo, muy trabajados.
Después de aquellas expediciones madrileñas, Víctor Mira se trasladó a Barcelona. Y conoció a esos personajes noctámbulos que tenían algo de desterrados, de marginales, de “freaks”. En ellos y en sí mismo debe estar inspirada una serie como “Espejos”: seres exacerbados, con aspecto de extraterrestres caracterizados por su extraño rostro y sus grandes orejas, de ojos entre atónitos y melancólicos. Mira añade aquí unas franjas verticales con la palabra espejo. Estas pinturas tienen una intención alegórica y son, a pesar de su extrañamiento y de su carácter espectral, mucho más amables que dos de los grandes cuadros de ese periodo: “Super gran super nada” (1977-1979) y “Interior con puñal” (1978-1979). Aquí está el mundo de Otto Dix o Baselitz, pero también parece existir un acercamiento al cómic. El hecho de que los titule “Espejos” invita a pensar en que Víctor Mira también se veía a sí mismo en estos rostros: su dolor, su atónita desolación y su estupor también eran los suyos.
Una de las creaciones emblemáticas de Víctor Mira es el personaje del “Caminante”. Aquí se expone una pieza de 1983, una de las más esquemáticas que tiene algo de borrador o génesis para los desarrollos posteriores. Ese caminante, que lleva la cabeza replegada sobre el pecho y a menudo una vela en la mano, es una metáfora del artista insatisfecho y en constante movimiento; del hombre que piensa y siente y deja en cada huella el itinerario de su emoción; del peregrino extraviado lejos de su patria, desasido de la raíz. Lacerado por la distancia, el pintor escribió hacia 1990: “Odio los viajes y me asombra ver a la gente viajar. Yo sólo deseo el viaje de regreso a casa. Un viaje duro y agotador, pero el más hermoso. Cuando encuentre el camino lo haré. Tengo fe y espero paciente. Regresar a casa, de donde nunca debí haber salido, eso es lo que quiero”. Otro elemento complementario de esta serie podrían ser los zapatos, por los que Mira tenía una gran obsesión: zapatos que dejan su rastro por donde pasan, zapatos que son el testimonio de su paso por la tierra, zapatos metafísicos de los que igual brotan flores que cruces, sobre todo cruces.
Las naturalezas muertas del artista siempre han tenido una gran fuerza: constituyen otro tema, otro icono de su trayectoria. Tienden al abigarramiento expresionista, como es lógico, y muestran casi siempre sus objetos y elementos básicos: las cruces, la cruz, el tálamo, mesa o tumba, la calavera, el ángel. La pieza que se exhibe tiene gran personalidad y establece un claro diálogo con obras como “Hilatura” (1984), “Amarrados a un pedazo de cielo” (1987), los dos “Estilitas” (uno de 1986 y otro de 1988), y “Montserrat” (1988-1989), que forman parte de series esenciales que definen al artista. De entrada, es obvia la filiación con el Goya que anticipa el expresionismo, con el Goya de “las pinturas negras”. Aquí, en estas obras, está el gran Mira de los años 80, el más rotundo en expresión plástica, en desgarro y en ambivalencia mística. El “estilita” es el monje junto al mar, el quietista que no opone su voluntad a la tentación ni al éxtasis, el asceta, y el hombre humilde que se aleja para orar y a contemplar el mundo desde lo alto de su columna, situada bajo ese cielo tan determinante y obsesivo del artista. En Munich, en Madrid, en Barcelona, en el refugio de cada uno de sus talleres, Mira jamás pudo olvidar el cielo azul de Zaragoza, y en ese espacio mental donde ubica a su pensador, la figura más simbólica de su producción, suele aparecer ese celaje tan añorado casi siempre como un decorado celestial. En esa figura hay una reflexión sobre el valor del cuerpo, desnudo y perplejo ante la mudanza de las estaciones. Ese estilita pertinaz también rememora el “pájaro solitario”, el propio Cristo (Mira realizó poderosas crucifixiones), o incluso San Sebastián. No lo es específicamente, pero en una interpretación de signos y símbolos tampoco estaría demasiado lejos esa identidad del estilita.
Son varios los estudiosos de Mira que hablan de su “ambivalencia religiosa”, entre ellos Joachim Pedersem. Era ateo y religioso a la vez, era místico y pagano, Dios era el Dios bíblico y la pintura era Dios también, por eso llaman la atención la abundancia de elementos religiosos en su obra, e incluimos aquí otra serie como “Montserrat”, que propone una cordillera rocosa, ordenada, que se extiende hacia el cielo con sus cruces escalonadas. En cierto modo, también hace pensar en esas voraces figuras que estiran su boca en “Amarradas a un pedazo de cielo”. Se trata de una obra muy matérica que concentra su foco en una cima que en otros cuadros, tal como escribió Joachim Petersen en “Madre Zaragoza”, bien podría ser el yerto y solo Monte del Calvario.
Víctor Mira se confesó siempre un admirador de Goya. No era necesario que lo hiciese público: su propia trayectoria es el mayor homenaje de admiración. Le ha dedicado varios cuadros y varios grabados. Un 7 de abril de 1991, desde Munich, le escribió una carta a Antonio Saura, muy aficionado a las cartas imaginarias a otros pintores. Le decía algo que también define a nuestro artista: “Díselo tú, que has pintado al hombre como un escándalo existencial; diles que un homenaje sobre la tumba es un baño en casita materna y no en el Ebro repleto, inundado de pasión, de anhelo, de éxtasis, de embriaguez y de menosprecio”. ¿Acaso Goya y Mira no han pintado al hombre “como un escándalo existencial”? La frase es prodigiosa y tiene la divisa exacta de un inmejorable autorretrato. Le recuerda, por cierto, que el propio Antonio Saura ha dicho que “no hay más verdad que el negro”, lo cual le permite decir a Mira que, si es cierto lo que dice, “no hay más verdad que el negro y el azul purísimo del cielo de Zaragoza”. Y termina así: “Goya, Buñuel y tú, y aún añadiría al primero de todos, a Gracián, perro agudísimo, cuyo ingenio fue ladrar en mudo para mejor dejarse entender. Sería yo, pues, quinto perro y sordo, y aún me querrían ver sin dientes por no ser de sitio alguno que no sea mi origen propio en la perrera de Zaragoza, la misma de donde salieron el perro mudéjar y el perro judío y el perro de Goya y tu perro y yo mismo, perro mío que va rasgando el cielo en su caída, dolido de caminar por semejante sendero, sin advertencia y con hartazgo de sacrificio”. “Mira. El quinto perro” fue el título de una exposición que se presentó en 1996 en la Galería de Miguel Marcos y en la sala de Exposiciones Ignacio Zuloaga de Fuendetodos. Víctor Mira retrata a su maestro al óleo y en grabado, y explica: “Autorretrato, pedazo de carne de inhumana intensidad, rostro de radical descontento, de dolorosa contemplación. En él aparece el Goya que hoy día todavía sigue siendo indigerible, aquel al que se ha hecho clásico a la fuerza, aún a pesar de todo dominio”. Si alguien dudada de la calidad de la escritura de Mira, creo que ya habrá cambiado de opinión. Era también un magnífico escritor que pintaba.
En 2001, en Electa, Víctor Mira revisó el cuento de Caperucita y publicó “Caperucita roja. Viaje de una generación”, compuesto por 98 dibujos que había realizado en gran parte hacia 1984. Era una reinterpretación del cuento vinculado con su propia vida y con su vieja quimera de retornar a casa. “Quise inventar una Caperucita fuerte, capaz de luchar contra su destino, pero la historia verdadera tal como la recogió la leyenda popular se impuso cruelmente. De ella partí para elaborar mi viaje trágico de las generaciones, porque el de Caperucita (…) es más bien el cumplimiento del destino trágico de los hombres donde no cabe el regreso a casa del hijo pródigo”. El trabajo contiene situaciones de perversidad y de zoofilia. Mira rescribe el cuento y dice: “El lobo salió corriendo tras ella y, cuando le dio alcance, la convenció con su lengua elocuente. Por su propio pie, volvió Caperucita y se metió en la cama. Esa noche descubrió aquello que a todos les parece lo mejor”. En la fábula, cobra especial dimensión en el desenlace del cuento literario y de su desarrollo gráfico un cementerio con ominosos espectros en forma de mujeres arrugadas y con perros cancerberos.
También hay dos piezas de la serie “Antihéroes”, un tema que se convirtió casi en un microcosmos del artista y que estaba inspirado en un homenaje a la Quinta Sinfonía de Beethoven. Lo desarrolló en dibujos, pinturas, cerámicas y una obra de teatro, “Antihéroes”, que estrenó Luna de Arena en Arco. El protagonista es el muerto: el antihéroe habita literalmente en la pesadilla y en la tumba, que es un desnudo somier. Mira nos introduce en su espeluznante y glacial teatro de visiones y terrores cuyo protagonista es un difunto tendido en una especie de morgue, más bien metálica, con rejas y máscaras mortuorias; en el centro del abdomen, el personaje tiene una gran herida o agujero donde caben nuestros desechos. Un flexo ilumina su cuerpo, que tiene algo de espantapájaros embalsamado, que recuerda sus “vanitas” de los 80 o sus “pájaros solitarios”. No siempre está solo. El artista explicó con su habitual lucidez su tentativa: “En la esencia del antihéroe hay un rebelde y alguien que fracasa con el consecuente reconocimiento de la realidad. Los antihéroes son la imagen de nuestro mundo, idea de peligro, de enfermedad y de inminente muerte. Cuerpo humano creado con tierra interpretada en términos de segmentos, donde la realidad ordinaria no se distorsiona por visiones irreales. Antihéroe y artista: muerte seguida de renacimiento en un estado de saber, se relacionan estrechamente con las mariposas, con los animales que cambian de piel, como las culebras y los cangrejos”.
Víctor Mira realizó en esa serie una disección clínica de la muerte, sin contemplaciones, un paseo violento por la otra orilla que no excluye nada: ni un sentido de macabra representación, ni la misma idea de ser él mismo el finado. La muestra se completa con dos obras del proyecto “Moods”, estados de ánimo, su último trabajo: una pintura con algo más de anécdota, que insiste en su soledad, en su desamparo y en viejas imágenes del pasado, como sucede en ese óleo sobre lienzo de 2003 que presenta un autorretrato suyo y el retrato de Goya con rostro de calavera, con la mano que avanza entre margaritas. O el cuadro de 2002, donde se ve una vía del tren, al paseante y a una mujer junto al mar. Algunos han supuesto que esa era una obra de anticipación, un preludio del final, pero en realidad Víctor Mira se ha pasado buena parte de su existencia de creador, de viva voz, en su escritura y en su pintura, anunciando la despedida.
En la muestra se incorpora una escultura de bronce de sus turbadores seres, esos monstruos enajenados que parecen a punto de devorarse los unos a los otros. Mira confesó en 1995: “En la base de mis esculturas hay una especie de amor por las cosas que los demás tiran”. Esta colección de la Fundación Alcort constituye un acercamiento a la trayectoria tumultuosa y variada de Víctor Mira, el artista que se atrevió a meter los ojos, las manos y el cuerpo entero en el abismo. Su testamento es el desgarrador e íntimo álbum de un hombre que siempre se sintió fuera de casa, perdido bajo la nevada y envuelto en la atroz melancolía del desesperado.
*Este próximo viernes, en Binéfar, a las 19.30, en la Fundación Alcort que fundó y dirige Miguel Ángel Córdoba, se inaugura una exposición de 50 obras de Víctor Mira: una selección de obras bastante representativas de su trayectoria, y el delicado proyecto "Bachcantatas", tal vez el de mayor rigor expresivo y de mayor contención, su aproximación a Juan Sebastián Bach. El catálogo lleva textos del propio coleccionista, de Víctor Mira, de Javier Lacruz y también este texto. Ana Bendicho ha diseñado un catálogo de 120 páginas, y los hermanos Michel y José Robert son los encargados de montaje.
3 comentarios
Teresa -
Leo tu texto, olvido a quien va dirigido...no ha cambiado tanto...Quizás más espectáculo para profundizar menos...más sibilino el establishment... más extendida y depurada su práctica del silencio como fórmula coercitiva hacia determinados artistas.Mira...Hilario...¿Es necesario el suicidio para poder ver o escuchar una obra que nos habla de la necesidad de la utopía?.
Quizás solo así volver a nuestra tierra.Un abrazo.
jio -
http://www.zaragozagrafica.com/fondo/autores/mira/index.htm
jio -