REAL ZARAGOZA: LOS MEJORES DEL DOMINGO
CON EL DEFENSOR ASTURIANO SERGIO FERNÁNDEZ, SÓLIDO Y EFICAZ, CÉSAR YA NO ESTARÁ SOLO ANTE EL PELIGRO POR ALTO
Hay posiciones que son muy visibles como la de defensa central. A nadie la pasa inadvertido el zaguero: es el protector constante del guardameta, es el apoyo de los laterales, es quien bascula y sale al corte. En la avalancha final, los delanteros siempre lo hallan ahí, a la espera, como el perro guardián. Es el fajador en las tierras de penumbra del penalti. El defensa central casi nunca pasa inadvertido: ni siquiera cuando barre limpiamente el balón a su adversario, ni cuando detiene como un frontón inesperado e invisible el avance enemigo. Ni cuando despeja un balón intrascendente a las gradas como si ganase tiempo para recobrar la posición. Pero, además, el central debe ser bravo, debe estar alerta; cada pelota que arrebata le impulsa a mirar hacia arriba, a dirigir y templar. Es como el mar que recomienza e inicia un nuevo despliegue, la agitación y el trayecto de la marea del gol.
La historia ha dado centrales formidables: el último Mundial los ha devuelto a la actualidad, al menos a tres de ellos: Fabio Cannavaro, el rocoso gladiador italiano que jugó a cara y codo de perro y no cedió ni un metro a ningún adversario, ni siquiera a Zidane o a Henry; Lilian Thuram, ese defensor de goma, elástico y primoroso, que parece menospreciar la fortaleza y sentirse puma y látigo de sombras contra quien se mueve; y Ricardo Carvalho, un atleta nervioso e intenso que no sosiega ni un segundo: de pura ansiedad, parece abatirse en las dos áreas, de stopper y cabeceador, con la rara ubicuidad de los dioses menores.
Víctor Fernández entrenó durante cinco temporadas al Celta de Vigo. Y tuvo centrales de casi todos los tipos: Cáceres, Berizzo, Djorovic. Y Sergio Fernández, el jugador asturiano que ha dado un rendimiento solvente, sin estridencias para la condena ni gestos para la leyenda. Ha sido un futbolista de club: leal al sistema y al entrenador, responsable con su cometido y eficaz, un marcador compacto que rara vez se debilita. Es contundente pero no violento; no es un malabarista con el esférico, pero tampoco desentona. Hace lo que sabe, roba, y busca al director de juego. Sin ser excesivamente rápido, no es fácil de desbordar, y además otea los peligros del horizonte con esa testa de jirafa rubia o pelirroja que lo distingue, 191 centímetros de altura, tenacidad y concentración. El entrenador aragonés, que se empecina en hacer un equipo a su medida, cortado línea a línea con la minuciosidad del sastre, ha recordado su rendimiento, su campechanía, su oficio. Precisaba, además, un poste o un gigante en la retaguardia. Sergio Fernández, el largo, siempre está al quite para hacer conjunto, para probarse minuto a minuto, sin ningún complejo, con la sinceridad rabiosa de los trabajadores del mar. César ya no estará solo ante el peligro por alto.
UN AFICIONADO SE RECONOCE EN EL MAGISTERIO TRANQUILO DEL GRAN CAPITÁN ANDRÉS CUARTERO
El fotógrafo Carlos Moncín me ha enviado la foto en una sencilla impresión en papel. Él me conoce bien: son muchos años de aficionado casi furioso. A veces me pongo un poco energúmeno, lo reconozco. Y Carlos lleva quince años por lo menos acudiendo a La Romareda. Luis Carlos Cuartero es una de mis debilidades: aquí muestra los tacos, que simbolizan el trabajo, el sacrificio, su condición de peón constante del juego, nada atrabiliario. Todo un profesional. Y abajo está esa sonrisa contenida, sin afectación, ese gesto del buen tipo, del hombre modesto y polivalente que ha aprendido que el secreto del fútbol es el equipo, el entramado sólido que son capaces de tejer y anudar las figuras y los secundarios. Él es un secundario de lujo que se entrega hasta la extenuación; por algo lleva trece años en el club sin echar un borrón. No hay nada que reprocharle. Otro seguidor acérrimo como yo lo calificó como “actor de reparto”, y estableció, en esa genealogía del club, el inventario de su parentela futbolística: Yarza, Lapetra, Violeta, Cedrún, Señor, Javier Planas, Nieves, Víctor, Güerri, Xavi Aguado, Juliá. Luis Cuartero es el heredero de muchos de ellos. Si juega, es el capitán natural del equipo, el atleta llano y responsable que se descuerna y agrega un plus de combatividad y orgullo. Siente los colores hasta el fondo, allá donde el corazón se vuelve blanco y azul y leonado.
Debutó muy joven, creo que tenía diecisiete años. Reapareció en un único partido en la temporada mágica, 94-95, cuando el Zaragoza enamoró en París. Y desde entonces, no ha desaparecido de la plantilla. Suele jugar una media de 15 a 25 encuentros por campaña, y lo más bonito es que siempre está ahí, dispuesto a correr, a salir. Y si no sale no pasa nada: jamás ha dicho una palabra más alta que otra, jamás ha tenido una salida de tono. Es el capitán tranquilo.
Parecerá que quiero eludir sus características de su juego. En absoluto. No voy a exagerar: llegar a donde está y mantenerse tiene un gran mérito, y él, además, fue internacional en las categorías inferiores. Es un jugador que se adapta a distintas posiciones: lo hemos visto jugar de defensa central, donde quizá resulte algo blando, blando pero no cobarde, y de lateral derecho, que parece su posición más natural, pero también en diversos puestos en la media. A mí me convence en la banda derecha: ahí es un jugador de alzada, que se estira, que se atreve a combinar con los medios y a doblar a su extremo. Posee un centro aseado y buena velocidad de crucero. Es combativo y siente el partido como algo suyo. Vive el Zaragoza como algo que lo retrata y lo define. Cuando pienso en él, me siento orgulloso de mi equipo y de su historia. Estas botas y esta media sonrisa son las del héroe inadvertido. Y acaso el rostro más amable del Zaragoza. Gracias, Moncín.
ALBERTO ZAPATER: EL FUTBOLISTA SOÑADO
La señora se adelantó y anunció: “Aquel portero es primo de Zapater”. La miraron de arriba abajo, con un aire de indiferencia. Al fin y al cabo, en el campo de la Azucarera, aquel portero se estaba comportando como un héroe: había detenido un penalti, dos disparos a bocajarro, y se había arrojado, como un suicida, a los pies del poderoso ariete rival, el hijo de uno de los espectadores. El partido se inclinó rápidamente hacia el equipo de casa, y la mujer insistió: “Recuerdo sus inicios, su fortaleza, las ganas que tenía de triunfar. Es de Ejea. ¿Supongo que lo habrán visto por la televisión? Es alto y fuerte. ¿Son aficionados al Real Zaragoza? Pues entonces, puedo decirles que a mí me recuerda a Víctor Muñoz y a Paco Güerri. Es trabajador como ellos, peleón, no teme a nadie. Y quiero decir a nadie: da lo mismo que se llame Pablo Alfaro, Ronaldinho o Roberto Carlos. Zidane ya conoce su forma de ser: se pegó a él como una lapa y le jugó a cara de perro, como si fuera un veterano resabiado”. El partido había dejado de interesarle. Su hijo ganaba con comodidad. O quizá vio un resquicio en el ánimo vencido de sus acompañantes y creyó que era el instante de contagiar su felicidad. “Su padre es peluquero en Ejea y allí enseñaba la foto de su hijo: él barruntó antes que nadie que allí había un futbolista. Decía que le sentaba muy bien la camiseta de juvenil, que tenía porte, que era pincho como pocos. Y un día se produjo lo que todos habíamos soñado: que debutase en Primera División, que se hiciera importante día a día, que lo llamaran a la selección sub-21. Todo esto se dice pronto. ¿Creen que alguno de nuestros chicos llegará ahí, tan arriba?”.
La gente había dejado de oírla, algunos incluso se habían alejado unos metros, otros parecían escucharla y esbozaban una sonrisa. “Es un medio de corte defensivo, no deja jugar al contrario y siempre está peleando. Y además, si un compañero lo necesita, no tiene más levantar la cabeza: por ahí, cerca, anda Alberto Zapater. El fúbol es una cosa sencilla. Se trata de bordar las jugadas, de combinar, de abrir a las bandas, de frenar al adversario. De tener rasmia. El fútbol se basa en las ayudas. Se basa en la solidaridad y en la cercanía. Un equipo es una estructura, un cañamazo de amigos; debe jugar unido, y en eso Alberto Zapater es insuperable. Sufre por él y por los otros. Se muere por la victoria, que lo sé yo. Da siempre lo mejor de sí mismo, como se vio en el Mundial Sub-21. Ahí tiró la casa por la ventana. Jugó como un veterano. No he visto nunca nada igual”.
Un hombre, que había encajado con ira los goles que recibía el equipo de su hijo, le dijo: “Señora, ya está bien. ¿Habla usted de un hombre o de un sueño?”. Y ella, aspiró su Camel y dijo con absoluta contundencia, con la suficiencia del vencedor: “Ya lo puede decir, malas pulgas. Alberto Zapater es el futbolista soñado. Déle tiempo, cacho borde”. Lo que pasó luego no se debe contar aquí.
D’ALESSANDRO: EL ARTE DEL GAMBETEO, LA LÍNEA MORTAL
DEL ÚLTIMO PASE
El River Plate es una fábrica incesante de maravillas. A lo largo y ancho de su historia ha contado con jugadores formidables: Néstor Rossi, aquella delantera que se apodó “La Máquina” (Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau), Di Stéfano, Pasarella, Kempes, Alonso, Enzo Francéscoli, “Burrito” Ortega o Pablo Aimar. Casi una enciclopedia del fútbol. Uno de los últimos artistas fue Andrés D’Alessandro, un jovencísimo zurdo que, con su bota del 39, era capaz de encender el estadio. Poseía regate, visión de juego, afición al gambeteo y sentido del riesgo. Además, parecía haberse educado repasando la clase y la fantasía de Francéscoli, el uruguayo con alma de Quilmes que pareció la reencarnación de Labruna y Kempes, o en aquel fútbol elegante, de tiralíneas, de “Beto” Alonso. Su aparición activó todas las esperanzas y el diccionario de sinónimos. Pronto se coronó campeón mundial sub-20 e incluso fue campeón olímpico en Atenas-24. Poco antes de que lo reclamase el Wolfburgo de Klaus Augenthaler, D’Alessandro estaba en la agenda de muchos equipos: Valencia, Atlético de Madrid, Deportivo. En Alemania, su forma de jugar, basada en el control, en la técnica, en el manierismo sudamericano, fracasó. O, cuando menos, pasó inadvertido.
Uno de los nuevos recambios de Maradona, como si hubiese sufrido un ataque de melancolía o de incertidumbre radical, se frenó en seco. ¿Dónde estaba el artista, el interior que exigía libertad y metros para ordenar el ataque? De ahí, pasó al Portsmouth; aquel traslado un tanto extraño tenía algo de prematura caída. Marcelo Bielsa había contado con él para la selección, pero José Pekerman le dio la espalda y no lo convocó para Alemania. Parecía proseguir el descenso y el maleficio. Pero entonces apareció el Real Zaragoza. Ni los técnicos ni Víctor Fernández se habían olvidado de su clase, de sus condiciones, y pensaron que él podía ser el recambio de Savio. Y aquí está Andrés en la mejor Liga del mundo, en un conjunto que ama el buen fútbol y que lo espera todo de su bota izquierda, de su cerebro.
¿Cómo juega D’Alessandro? Es un merodeador, un explorador de veredas. Aunque tiende a desplazarse a la banda izquierda; en realidad, su lugar en el campo es esa zona de la media donde se tejen el penúltimo pase, donde se elabora la estrategia del gol. Le gusta moverse de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y despejar el campo de adversarios, le gusta conducir y amagar por el centro, pasar con un gesto de sorpresa y de vértigo. Acompaña la jugada y si hay que regatear en el área chica, ahí está. Es un jugador de estampa, clásico, un zurdo nato, que se atreve a llevar la manija y a desbordar. Él y Aimar deben probar que son compatibles, cómplices y ambiciosos. D’Alessandro, en esta nueva oportunidad, tendrá que ser algo menos intermitente, algo más apasionado y atreverse a disparar. ¡Dispare, hombre, dispare!
El Real Zaragoza venció el pasado domingo al Espanyol en un espléndido partido, donde se pasó del susto a la apoteosis. En vísperas del inicio de la Liga, Mikel Iturbe y José Miguel Tafalla me encargaron una serie de retratos de los jugadores del Real Zaragoza; la experiencia fue una de las mejores que he tenido a lo largo de estos 20 años en el periodismo. Estos cuatro jugadores, a mi juicio, fueron los mejores del domingo:pongo aquí sus retratos, en caso de que alguien les pudiese interesar.
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