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Antón Castro

MARGARITA ARTAL A CABALLO*

MARGARITA ARTAL A CABALLO*

MARGARITA ARTAL A CABALLO 

La gente se acostumbró a él y a sus rarezas, pero aún así se hablaba de Salustio Bienzobas más de oídas que de otra cosa. Los rumores se extendían, iban y venían con los trenes, con las tartanas o con el autobús de dieciséis plazas, pintado de amarillo, de Floreal Sánchez que se encargaba de comunicar el pueblo y las casas de campo con la estación de ferrocarril. Hubo un momento en que empezaron a dedicársele romances y coplas burlonas. Unos aludían a sus dos amantes, Eucaristía, mujer madura y generosa de carnes, más ama de llaves que amante, según algunos, y Clara, morena, esbelta y juvenil, primorosa como una flor de primavera. Otras invocaban sus misterios: Salustio Bienzobas era noble y rentista pero atravesaba por épocas de absoluta ruina. Sus compañeros de francachela, los que iban a visitarlo en su quinta de El Salobral, al lado del río Jiloca, le hacían préstamos, igual que Del Val, el vinatero, y Tomás Alegre, el dueño del colmado. De repente, a la vuelta de dos meses, aparecía con un fajo de billetes que se sospechaba que le habían llegado de Italia a consecuencia de lo que el romance llamaba «una herencia italiana de locos amores.»

         Salustio era un bohemio, amigo de tertulias privadas y buen lector. Todo lo contrario que su hermano Sócrates; éste sí se mezclaba con la gente en las tabernas pero pasaba inadvertido. Nunca despertó curiosidad a pesar de que usaba un gorro de astracán y llamaba señoras a todas las mujeres. Carecía de misterio por exceso de simplicidad. En Salustio nada era previsible: lo mismo secuestraba a medianoche a los hombres casados del pueblo para unas manos de guiñote sin advertir a nadie que organizaba una excursión a caballo a la finca de El Castillejo, donde Blasco Ibáñez descansó un par de veranos, o un fin de semana de cacería en la sierra de Albarracín. Lo mismo aterrizaba en una avioneta ante el asombro de Agudo, el controlador del modesto campo de aviación, que no había recibido señales por la emisora, que sustituía a la maestra doña Salvadora en la clase de los jueves por la tarde.

         Perfecto conocedor de la literatura, su pasión era Juan Ramón Jiménez y en particular Platero y yo. Era tanta su fascinación por aquella prosa sentimental y delicada que jueves tras jueves leyó e hizo leer a los chicos la historia del burro de Moguer; pero su porfía no terminó ahí. El pintor uruguayo Rafael Barradas permaneció durante una larga convalecencia en un pueblo próximo a El Salobral y a Calamocha: Luco de Jiloca. En él se enamoró de una paisana, la cortejó hasta seducirla, se casó y realizó numerosos dibujos a lápiz y a plumilla, así como el ciclo solanesco de Los Magníficos. Salustio fue a visitarlo y le entregó un ejemplar dedicado por el poeta. Le dijo: «Don Rafael, me gustaría que le hiciese dibujos para los chicos.» Y así lo hizo, aunque se reestableció y se marchó antes de que concluyese el libro. Dejó un total de 37 láminas a todo color de formato medio. Se dijo que Salustio persiguió al artista por Madrid, cuando empezó a hacer decorados de teatro y lo mejor de su pintura, y que le entregó un poco de dinero para que no olvidase el encargo.

         Más de treinta años después, el bohemio preguntó quién era el alumno más inteligente de clase y el que tenía mejor letra. «Algás, Angelillo Algás», le contestaron. Y allí mismo, ante todos, aleccionó al niño para que cursase una carta al poeta que se había exiliado en Puerto Rico. La leyó en alta voz. Tenía un fino timbre de cantor y monaguillo. El objetivo de la misiva era que Juan Ramón Jiménez diese permiso para que se imprimiese una edición de Platero y yo, ilustrada con aquellos dibujos de Barradas, para los estudiantes de la comarca: Calamocha, San Martín del Río, Lechago, Luco, Báguena, Burbáguena, etc. El joven se había preocupado de explicar quien se encargaría de todo --«Salustio Bienzobas: profesor, hombre de letras y enamorado de sus palabras, señor poeta»-- y recalcaba un ínfimo detalle que nadie entendió: el volumen llevaría en sus primeras páginas una rama de perejil impresa en línea verde. Al cabo de un mes, en la escuela se recibió una carta escrita a máquina, firmada por la desconocida Zenobia Camprubí Aymar. Angelillo Algás leyó de nuevo: «El maestro está enfermo y no se imagina muy bien el proyecto. Les agradece su interés pero les deniega el consentimiento. Ese país, que también es el suyo, sólo le trae ingratos recuerdos.» Desolado, Salustio no quiso volver a escribir pero sí le enseñó a Angelillo Algás cómo debía mandarse un telegrama: el niño, en nombre de todos, felicitó al escritor cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura. Y a partir de entonces, nació otro rumor: se decía que, finalizada ya la herencia italiana, el bohemio vendía los dibujos de Rafael Barradas, alias el uruguayo, en Madrid y Barcelona para sobrevivir con la dignidad de antaño.

         El Salobral era y es una finca paralela al río y al camino que conduce al convento de los Concepcionistas y atraviesa la fábrica de mantas Daudén, que tenía concierto con el ejército y fabricaba guerreras, capotes, embozos y gorras. En los alrededores crecen perales, manzanos y chopos. Un manto de tierra roja y llana avanza entre los lirios y los campos de alfalfa. Su  vasto dominio se había convertido en el mejor refugio de Salustio, de sus amantes o amas de llaves y de su enorme perro Sarito. Desde la orilla del Jiloca seguía el tránsito del tren y su negrísima vaharada, oía su bufido evocador, su espasmódico traqueteo, saludaba si estaba de buen genio al maquinista Olegario Cerezo. Allí, en el caserón del siglo XVIII, se sentía muy cómodo, resultaba hogareño y dicen que también algo escandaloso en sus hábitos privados: más de una vez, cuando volvía en bicicleta de dejar a su novia en Los Gascones, Atín Sánchez --conductor de los coches de viajeros de su padre desde los once años--, oyó unos suspiros, unos quejidos acelerados y un grito final que se elevaba por los aires como un bramido de toro. De allí salió otra alusión procaz en las coplas que se cantaban en carnaval.

         Pero lo más sorprendente de Salustio, ese episodio que forma parte de la leyenda, fue su historia de amor con Margarita Artal. Para muchos ella fue sólo un nombre, una aparición vespertina de El Salobral, el cuerpo intangible de un sueño de enamorado constante. Atín Sánchez lo niega. Dice que él mismo la trajo desde la estación: no se parecía en nada a ninguna de las otras dos. Era rubia, de una edad inconcreta pero muy joven y etérea. «No parecía de este mundo --relató Atín--. Me quedé mirándola fijamente como un tonto y cuando le di la maleta, ante el caserón, me dijo: "No enloquezcas. Soy de carne y hueso y a veces bostezo". Salustio salió a recibirla.» Al poco tiempo empezó a vérsele a caballo, completamente desnuda o vestida tan sólo con un tul de muselina, paseando por la ribera del río, en los límites de la finca. No se fijaba en nadie: llevaba rumbo incierto, aplastaba la carne contra el lomo de la yegua y a medida que se alejaba se fundía con el horizonte, desaparecía como una amazona que se vuelve invisible de golpe.

         El maquinista del tren que hace el recorrido Zaragoza--Teruel y viceversa la vio un día. Y otro día. La visión era siempre idéntica: aquella piel que se le antojaba de nata, el busto airoso, los pechos agitados violentamente por el galope del animal, la melena. Todos los pasajeros --sobre todo los asiduos-- se percataron del fenómeno: Margarita Artal salía a caballo al atardecer en cueros. Al adentrarse en El Salobral el maquinista reducía la velocidad y se deleitaba con la aparición, que justificaba no sólo sus viajes y la rutina de las señales, sino que se levantase cada mañana. Su vida tardó en recobrar el pulso normal de los acontecimientos. Alguien se apostó entre los matorrales de la ribera y empezó a disparar al tren cuando había aminorado su marcha. Nunca se supo quien lo hizo cinco, seis o siete veces, pero todos dicen que fue Salustio Bienzobas. O sus amigos de parranda y de cacería, a algunos de los cuales había obligado a fuerza de pistola. Desde entonces, el tren pasa a toda velocidad por El Salobral.

         Hemos dicho que en el pueblo --en las jamonerías, en las tabernas y en la barbería de Ciempicos-- aseguraban que aquella mujer no había existido nunca. Después del incidente, ya no hubo dudas: para todos Margarita Artal era una invención más, un espejismo de mentes calenturientas como la del enamoradizo Atín o como la del maquinista Olegario Cerezo, que incluso presentó una denunca por agresión en el cuartelillo y solicitó que le cambiasen de línea. Hace no demasiado tiempo, un hallazgo confirmó que Margarita Artal no fue un espejismo tan sólo: el cardiólogo Ángel Artal compró en el rastro de Zaragoza una edición no catalogada de una Historia de Calamocha, escrita por un tal Avechina, que fue secretario de Joaquín Costa en Madrid y experto en el cultivo del azafrán. En su interior halló la única foto que existe de esta criatura imposible, a caballo: el anciano Patricio Julve, no tan viejo entonces, la captó cerca del río cuando pretendía desmontar. La foto debió de ser tomada desde el tren porque está ligeramente movida, aunque el enfoque es correcto.

         El cardiólogo ha puesto el retrato en un lugar principal de su biblioteca. Cada vez que alza los ojos y ve a la mujer con una nalga en el aire y uno de los muslos afirmándose en el estribo siente una indecible nostalgia y se lamenta de que Margarita Artal no fuese una antepasada suya. Y piensa en lo afortunado que debió ser el fallecido Salustio Bienzobas, enterrado a la sombra de una chopera, junto al río, bajo un epitafio que dice: «Cazó, amó y leyó a Juan Ramón Jiménez.» 

[El pasado viernes, camino de Teruel, pasamos con Jorge Gay por la orilla del Jiloca: Martín del Río, Luco, Báguena, Burbáguena, Calamocha... En sus choperas, hacia las cinco y media de la tarde, había una luz velazqueña, de oro puro disuelto en el aire. Al pasar por allí recordamos al doctor Ángel Artal Burriel, al que antes yo veía tanto, y recordamos sus historias de Calamocha y su memoria prodigiosa. Husmeando en el corazón de mi ordenador, de mis ordenadores, encuentro este cuento, el primero de mi libro Los seres imposibles (Destino, 1998), que es uno de mis favoritos, y lo pongo aquí en honor del médico que me contó muchas cosas de este relato y que me habló de la estancia de Rafael Barradas en Luco de Jiloca.]

La foto de esta chopera la realizó Jorge Santidrián.   

3 comentarios

matias -

Maravilloso e inédito. Estudio todo lo que encuentro de la vida de Barradas y nunca había escuchado esta anécdota. Una rareza y una belleza, lástima que el poeta no le permitiera a Salustio la publicación del libro, hubiera sido una joyita!
Saludos, y enhorabuena,
Matías

aab -

Dicen que no nos queremos/ porque no nos ven hablar/ a tu corazón yal mio/ se lo puen preguntar.
Mil y un besos

Fernando -

Hermoso y nostálgico..un abrazo