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Antón Castro

EL PADRE, EL PINTOR Y EL PÁJARO (Sobre Jorge Gay)*

EL PADRE, EL PINTOR Y EL PÁJARO (Sobre Jorge Gay)*

EL PADRE, EL PINTOR Y EL PÁJARO

En un tiempo lejano, cuando era feliz e indocumentado, ante el mar de San Amaro en A Coruña, donde se suicidó el poeta romántico Aurelio Aguirre, leí por primera vez “Los amantes de Teruel”. Y anduve una semana estupefacto, estremecido por aquella historia. En aquellos días nos parecía que la muerte más hermosa era la muerte de amor. De Teruel sabía mucho menos que lo justo. Es decir, nada. Pero recuerdo que me imaginé una ciudad menuda y medieval, con muralla y torreones, una ciudad llena de aves que iban y volvían en la tersura de cristal del celaje. Releí el libro, y lo coloqué al lado de otras dos lecturas: “Romeo y Julieta” de Shakespeare y “Las penas del joven Werther” de Goethe.

Desde entonces, cuando tenía piel de joven marino y no podría imaginar ni siquiera en el sueño más alucinante que habría de recalar en Teruel, aquel libro, aquella historia, aquella atmósfera de emoción y besos imposibles habrían de perseguirme. Por cierto, hice una enciclopedia de los mejores besos literarios, y el beso imposible y tardío de Diego e Isabel lo redacté con una letra roja de rotulador Carioca. Lo tengo guardado en un cajón de la mesilla de la adolescencia, en un cuaderno con llave que pone “Mi Diario”. 

Teruel es una de las ciudades de mi vida. Me inspiró mi primer libro en castellano, en cierto modo; aquí obtuve mi primer destino de médico consorte (fue en Camarena de la Sierra, desde cuyos montes intenté vislumbrar Teruel a lo lejos); en este mismo lugar, en este Museo, presenté “Los pasajeros del estío”; tengo dos hijos que han nacido en localidades de Teruel: Jorge y Sara; aquí he venido una y otra vez por el placer de hacerlo, por el gusto de hacer real un lugar que es como un palacio de sueños. Un fortín de visiones. O una ciudad encantada e íntima con sus torres, con sus callejas angostas, con sus atalayas, con esos miradores que se abren hacia los mansuetos y los vientos airados, y hacia los caminos de la aventura que un día tomó don Diego, hacia las encrucijadas por donde regresaría, volviendo grupas años después, para buscar los ojos de Isabel. Y los de sus amigos. Y los de su familia. Y los de aquellos convecinos que decidieron quedarse para siempre con el secreto afán de levantar edificios e inventar el fastuoso y elegante mudéjar. 

Teruel no sólo era Teruel. Ni los amantes. Esos amantes que ya excitaron la imaginación de Giovanni Bocaccio y Hartzenbusch y de Lorca. Teruel era el toro errante y herido por la estrella. Y la catedral, barnizada de leyendas medievales, que adquiere ligereza de oro y piedra cuando cae la noche. Y era el Turia, con su melodía secreta de agua y fronda. Y la revista “Turia” y el Museo de Teruel, que nos enseñaría a redescubrir la creación contemporánea y el surrealismo en particular. Y era el territorio de un modernismo de aroma propio, concebido por Monguió. Y era el campo de batalla de una épica demasiado terrible donde la nieve se jugó la batalla de la libertad. Teruel también era la ciudad asediada que visitaron Robert Capa, Ernest Hemingway, Benjamin Peret, Laurie Lee, Malraux y tantos otros, turolenses y aragoneses, españoles y extranjeros, cuyo nombre jamás se llevará el cierzo del olvido.  

Teruel también era la hermana mayor y el puerto de paz de esos pueblos que tienen algo de diminutos paraísos que pugnan con el olvido desde la exuberancia del paisaje, con toda la desolación del abandono. Teruel también era Albarracín. Y Cantavieja. Y Calaceite. Y Rubielos de Mora. Y Urrea de Gaén. Y Manzanera. Y Muniesa. Y La Iglesuela del Cid. Y La Codoñera, donde el padre de Jorge Gay le enseñaba a pintar grajos, aquellos pájaros que trazaban la caligrafía del vuelo con el vértigo de los días más luminosos. Una vez Jorge Gay me contó por ese extenso esa narración. No sólo me la contó: me la trasvasó a la piel, a la imaginación erizada, y se convirtió en uno de mis recuerdos inventados preferidos. Estoy seguro de que él ni siquiera lo sabe. He visto y he recreado esa estampa cientos de veces.  El padre, el pintor y el pájaro. Y al fondo, los campos de La Codoñera, el cielo turolense, unánime en su embeleso, y el sueño de capturar la realidad y sus símbolos en forma de una alegoría desde la inocencia. El padre, el pintor y el pájaro.
 

Jorge Gay es un pintor especial. Amasado con sensibilidad, con emoción, con  conocimiento del oficio. Es un poeta de la luz, de la forma, de la sugerencia y de esos objetos, tronchados o no, que adquieren en su arte la importancia de una coreografía definitiva. Son el paisaje y el entorno de una vida. Jorge Gay es un pintor alado y constructivo, que trabaja y se mancha las manos hasta cansarse. Hasta vaciarse, con la intimidad y la opulencia de un desnudo. Es un pintor de gesto literario, sobornado por la luz de París, la iluminación enfermiza de Venecia y el incendio solar de Roma y sus crepúsculos. Y es un pintor arrebatado por la atmósfera de Teruel: historia y mito, parpadeo de las nubes, memoria del futuro. Él nació del amor y sobre un suicidio inesperado: el de Cesare Pavese en Turín, aquel hombre que habló del “oficio de vivir”, aquel hombre que parecía pensar en Diego e Isabel cuando dijo en un poema: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. 

Jorge Gay ha hecho varios murales. Muchos. En el Gobierno de Aragón, en la Delegación de Gobierno, en el Auditorio de Zaragoza, en el Teatro Principal, en el mesón de la Dolores. Pero éste no es un mural más: es un documento estético, un friso de belleza  sedimentada y de alquimia visual, un bosque de gestos y de color, un compendio de emociones y sentimientos. Teruel concentrado en hermosura y signo. Una simple mirada deja bien claro que es una obra de Jorge Gay, que tiene su sello, su iconografía, la destilación estética de sus obras, que dialoga con los grandes artistas del siglo XIX, Moreno Carbonero, Fortuny, Rosales, o Muñoz Degraín (vio durante muchos años, todos los domingos, en el Casón del Buen Retiro su cuadro “Los amantes de Teruel”), y con muchos creadores del XX: Marín Bagüés, Malevich, Leger, Max Beckmann, De Chirico, Carrá. La lista sería infinita y apabullante. Y podría incluir a un turolense de hoy: Gonzalo Tena, que se ha retirado en Albarracín para escribir de Brueghel. Nada menos.  

El mural habla de lo que Jorge es y siente. Representa lo que Teruel es y cómo lo siente Jorge. Está dividido en varias partes nítidas: toda la parte derecha,  construida con encabalgamientos de figuras, con el supremo arte de la adenda, la mezcla y la superposición, explica las imágenes fundamentales, el patrimonio, el mudéjar, las plazoletas, la fauna, la flora, los campos roturados, las zonas de planicie, esos miradores con vistas hacia un paisaje que igual se resuelve en oteros y montañas y serranías que en magníficas olmedas. Ahí, en esa penumbra ideal donde la luz se licua de oro viejo. Y esa parte, ya contiene algunos elementos de la infamia o del rencor: hay pies y manos cortadas, cabezas aplastadas, rasgos de intolerancia y de abatimiento, búcaros caídos. Hay una denuncia de destrucción, un grito.

En el centro mismo del mural se abrazan, se besan, pelean con la fatalidad, más muertos que vivos, Isabel y Diego. Él tendido y exánime; ella, con la furiosa melancolía de la novia ultrajada. Están rodeados de cántaros, sedas, flores, sábanas, con las filigranas del tiempo y de la sinrazón. En ese gesto, tan onírico, se libra la última batalla de la pasión: Jorge Gay inmortaliza el dolor, la sensación de tiempo perdido, la cruel venganza del destino, el adiós más triste de la tierra. Ese beso, de labios y barbilla tan sólo, es un espejo: es el altar mismo de la leyenda. En toda la tercera parte, en el lado izquierdo de la pieza, aparece el nuevo amor, un sueño de futuro y esperanza. Abajo, en un lugar que bien podría tener algo de edén, entre musgo y boj, entre retamas y arbustos, duerme una pareja. Una pareja vencida tras la consumación del deseo, una pareja a la que le escapan los sueños por las orejas como si fueran lianas en fuga. Y no sólo los sueños, sino un magma nuevo de felicidad, de deleitoso abandono. En la otra muerte que es el sueño fundan un reino nuevo, y en él crecen, se multiplican, se alían otros cuerpos, otros amantes, otros ojos, la vegetación misma, en una suerte de orgía telúrica y convulsa. La orgía telúrica del Teruel indómito que existe, que aún existe. Y más arriba, se alzan otros amantes: levitan de esperanza.

El amor nuevo es el amor eterno: no sólo es pasión y deseo y entrega, no sólo es anillo de dos que fluyen como un único río de caricias y de palabras y de miradas. El amor nuevo es el amor a los otros, a los que llegan, a los que sufren, el amor solidario, el deseo de proyectar en el viento el tamaño de la ilusión, el deseo de conquistar con gestos, con delicadeza, con protestas, con orgullo y con dignidad, un lugar en el mundo, con todos y entre todos.
 

Jorge Gay no se olvidó del cielo: él tiene los pies en el suelo y su cerebro va de vuelo. Como el de Goya. Como esos pájaros que cruzan el aire de Teruel y lo fecundan, lo invaden, lo transportan y lo hace visible. Son los embajadores de la luz: son la poesía del amor nuevo que llega a Teruel con un pie en la tradición y el otro en la  luna del porvenir. Esas aves mensajeras traerán un bosque de cultura, de compromiso, de belleza y de solidaridad. Y no deja de ser mágico que los pájaros de Teruel, los pájaros de Diego e Isabel regresen del más allá, de la creación y del misterio, y nos protejan con su cántico en  un mural que se llama  así: “El amor nuevo”. 

*[Acabo de volver de Teruel. Anoche, en el Museo de Teruel, participé con  Jorge Gay en la presentación de su mural “El amor nuevo”, que está colocado en el Mausoleo de los Amantes. Nos habían invitado Rosa López Juderías, y pernoctamos en el hotel Muddayyan. Yo leí este texto. Jorge Gay estuvo sembrado: divertido, sentimental, ocurrente, manejaba dos o tres cuadernos, con dibujos, recortes, letra de niño, letra  coloreada... Proyectó un fragmento de “Los sueños” de Kurosawa y un power point con la iconografía esencial de su vida. La foto, que reproduce un detalle, es del fotógrafo Javier Burbano, que compró hace pocos meses una Nikon D-80 en Andorra, pero con toda la garantía de Nikkon España]. 

3 comentarios

Juan -

Jorge Gay es un pintor fantástico.

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Emilio -

Me he emocionado con los primeros párrafos del texto. Probablemente los años más felices de mi vida los pasé estudiando en Teruel, que ganas de volver por allí me han entrado y mira que lo tengo cerquita.